miércoles, 25 de agosto de 2010


La historia de mi hermana Adita (1)


Tenía todo el aspecto de ser un oasis en medio del desierto. Estaba situado en un enclave rural feo y desolado, carente de encanto, y en medio de una tierras secas y negruzcas donde, aunque estaban labradas, no recuerdo haber visto crecer una planta jamás, salvo un parral situado frente al colegio. Allí había unas viñas que daban uvas negras muy pequeñas y subdesarrolladas, siempre cubiertas del lodo que se desprendía del camino. Siempre estaba todo vacío, sin gente, salvo un par de chavales desarrapados deslizándose por una cuesta en un carrito hecho con rodamientos de bolas, y las sempiternas humaredas de las seudofábricas de ladrillos y botijos, presentes en toda la zona, lo cual aumentaba el aspecto fantasmagórico del pueblo. Como todo el sector, Canillas carecía de árboles, y su signo más destacado era la desolación y el olor pestilente.

Pero, tan pronto como se traspasaba la puerta del convento, ocurría un cambio repentino. En el interior todo era distinto: la frescura del ambiente, la tenue luz relajante, la limpieza reluciente y el olor agradable a ropa recién lavada. Esto, unido a la sonrisa candorosa y la actitud solícita de las monjas, hacía que nos olvidáramos del horroroso paisaje de afuera.

Tanto mi madre —que parecía reservar sus expresiones más trágicas para exhibirlas en aquel recinto— como yo, éramos recibidos con mucho esmero por las religiosas; hasta diría que con un esmero especial, porque siempre salían varias a saludarnos e interesarse por nosotros. A veces bajaba la superiora, y nos mostraba su preocupación por nuestros problemas, y nos aseguraba que la comunidad en pleno, le pedía diariamente a la Virgen que mejorara nuestra situación. Aún así, nos decía, éramos unos seres elegidos por Dios, porque si nos mandaba tanto sufrimiento era por que nos amaba mucho (una expresión que a mí me producía escalofríos…). Después, nos invitaban a tomar un sucedáneo de café mezclado con leche obtenida de las vacas propias, y tres o cuatro galletas maría.

Más adelante descubrí la razón de tal deferencia: Adita, mi hermana mayor, había aceptado la proposición que le hicieron de que ingresara como monja en la congregación. De ello provenía aquella solicitud que nos dedicaban: habíamos pasado de ser simples parientes de unas niñas internas, a importantes familiares de una futura miembro de la orden. Lo cual representaba un rango superior.

Mi madre, que ya debía de presentir algo, cuando fue informada oficialmente del asunto, consideró que había llegado el momento de llorar a mares, y a llorar se puso. No de pena, sino de alegría, o tal vez de ambas, porque Adita siempre había estado muy unida a ella, y se había convertido en su confidente, y en quien mi madre descargaba sus pesares. Era lógico, por lo tanto, que resintiera su separación…

La repentina inclinación de Adita a abrazar los hábitos no fue bien entendida por mí. Ella, siempre tan apegada, tan preocupada por mi madre y por nosotros, sus hermanos más pequeños; tan envuelta en los temas familiares, hasta el punto de que, cuando mi padre se separó de mi madre y se fue al exilio, aún habiendo supuesto un duro golpe para ella, supo sobreponerse, dejar a un lado su aflicción personal y mantenerse unida a mi madre en todo momento, alentándola y dándole ánimos. Es más, yo tenía entendido que cuando mi madre la llevó por primera vez al colegio para dejarla interna, armó el gran escándalo porque no quería quedarse allí encerrada, y tuvieron recurrir a múltiples argumento para que consintiera separarase de mi madre…

Y ahora no quería salir de allí…

Además, desde que tomó la decisión, cambió radicalmente. Ya no era la misma de antes. Ya no la sentíamos tan próxima a nosotros. El genio calmado que siempre tuvo, desapareció como por encanto. ¿Qué se hizo de su dulce ternura?

Finalmente, alguien nos dio a conocer la verdadera versión. Pudo ser una de las monjas del colegio, o Carmelina, que siempre lo descubría todo. El caso es que tuvimos pleno conocimiento de cómo se había llevado en torno a ella el proceso para que, de alguna manera, se sintiera obligada a abrazar el hábito religioso. Aparentemente, fue lavado su cerebro con detergente del bueno: la hicieron creer que para alcanzar la salvación eterna de nuestro padre, el descarriado, ateo y perverso Eduardo, alguien tenía que sacrificarse, y si era un miembro de la familia, mejor que mejor. ¿No le gustaría ser ella quien asumiera tal responsabilidad?

Posteriormente, otros detalles fueron añadidos.

Una de las monjas del colegio, la madre Inés, tengo entendido, segunda de la superiora, le relató a Carmelina la siguiente historia: Una noche, en la intimidad de la capilla del colegio, ella se dirigió fervientemente a la Virgen María y le suplicó que si Adita estaba destinada a ser monja, mandase una señal divina. Algo que sirviera de prueba. Al día siguiente, por la mañana, contaba la promotora de aquel milagro, muy temprano, tan pronto como se levantó, bajó corriendo, entró en la capilla, se acercó al altar, y allí estaba depositada una rosa blanca con su delicado perfume… Era la muestra palpable de que Adita había sido llamada por Dios…

Yo, la verdad, nunca me lo creí, pero el ambiente no era muy propicio como para mostrar dudas al respecto.