lunes, 9 de agosto de 2010


La horrible imperfección de lo perfecto


Supongo que existen personas que tienen una vida más regular que la mía. Me refiero a ésas que nunca reclaman nada, que se someten a todas las imposiciones que les son requeridas o que se conforman con lo que les ofrece la vida. Así sin más. En pocas palabras, aquellos que viven en la rutina o en un orden serio y bien planificado, que saben lo que tienen que hacer hoy y lo que harán mañana… Ese tipo de personalidad, desde luego, no va conmigo, no es aplicable a mí que, además de tener cierta propensión a meterme en asuntos complicados, siempre estoy buscando un cambio de aires, algo que aporte nuevas ilusiones a mi mente.

Lo que más llama mi atención es la diversidad. Por esa razón hago el intento de no dejar de observar ninguna —o casi ninguna— de las múltiples y singulares manifestaciones que presenta la existencia, y no escatimar para nada mi inclinación a fantasear y vivir en el ensueño. Admiro el colorido de la vida, sus espejismos, sus múltiples facetas artísticas y las manifestaciones surrealistas que nos presenta el diario vivir.

No obstante, hay veces que me pregunto cuál será el punto medio —claro, siempre que exista uno— más aceptado, si hay una norma, porque también pudiera ser que los «reglamentos», las actitudes de las personas, sus creencias, sus fabulaciones, la mayoría de sus costumbres y sus mitos, no existan como regla fija, sino que hayan ido elaborándose solas, por generación espontánea, a medida que se desarrolla la vida o se inventa la cultura, o a medida que surgen las supersticiones y los desvíos de la mente. ¿Cómo vamos a saber con qué fin nos puso la Naturaleza en este mundo? Porque yo no acabo de creer —como sí cree Eduardo Punset y otros— «que estemos aquí para nada»… Puede que las ambiciones, los propósitos, los deseos «artificiales», hayan ido modificando nuestras inclinaciones, o sea, que se nos hayan ido desviando de lo que puede considerarse como el punto medio de partida. Eso sí lo admito…

Hay veces que «juego» a crear un mundo perfecto, donde todo funcione bien, donde no existan las amarguras ni las desdichas, ni se multipliquen los problemas de alimentación o de trabajo, pero al final desbarato el juego porque llego a la conclusión de que un mundo así no podría existir, no sería factible. Y, de cualquier modo, ¡qué horroroso sería un mundo perfecto! Nunca sería apto para seres humanos, sino sólo funcionaría a base de robots o gente a los que les han extirpado el cerebro o se lo han adaptado. Desde luego, en lo que a mí se refiere, prefiero lo imperfecto, las emoción de lo imprevisto, el mundo donde todos los días surgen modelos nuevos. Ya Huxley, con su Un mundo feliz, presentó hace unos cuantos años esa faz horrible, esa gente «perfecta» con ínfulas de superioridad y dominio de la vida, y resultaba macabro aún cuando todo funcionaba como un reloj. Incluso, creo recordar que en la novela se presentaban algunas comunidades cuyos genes han sido modificados y se había llegado a lograr que una gran parte de la población se sintiera si no feliz, sí conforme con el oficio que la habían asignado, aunque no fuera grato… Pero, ojo: este ya es un camino por donde se está comenzando a transitar. ¿Que no? Pues infórmese de todo lo relacionado con el «Proyecto genoma humano» y verá usted lo cerca que estamos de convertirnos en cobayas de los científicos…

No, definitivamente, prefiero a los disconformes. Me parece más en consonancia con el ser humano, ese que se equivoca con frecuencia. Yo prefiero considerar que aquel que está desempeñando una labor ingrata, aspire a hacer otra función más atractiva.

No hace mucho, cuando yo vivía en Valencia, un amigo que era vecino mío y me lo encontraba todos los días en el metro cuando ambos regresábamos a nuestros respectivos hogares, se quejaba amargamente de su vida sedentaria, de la rutina insoportable de cada día, de ese estar siempre haciendo lo mismo. Y manifestaba cierta envidia de mi vida que, según él, estaba llena de glamour y con tantos y tantos —enfatizaba— aspectos atractivos. Manifestaba sin rodeos que le hubiera encantado que su trayectoria hubiese sido así, parecida a la mía: variada y libre; incluso, aún en el supuesto de que en algunos momentos fuera insegura o incierta —lo que, para él, constituía la verdadera emoción de vivir—, a mí nadie me obligaba nunca, nadie me sometía ni yo tenía que pedir permiso a nadie para respirar, como sí le ocurría a él. Y, además, yo había viajado, había conocido otros países, otras costumbres… Además, decía, envidiaba abiertamente mi constante huida de los convencionalismos, de la rigidez de criterios, y de las imposiciones sociales. Él nunca había logrado salir de esa oficina de contabilidad donde llevaba trabajando a lo largo de los últimos treinta y tantos años, ni de sus números, de sus cálculos de porcentajes, de sus «cargos por comisión» o de esas sumas interminables que producían sueño, y donde los únicos temas de conversación giraban sobre fútbol o mujeres.

Yo, desde luego, prefiero una pintura de Picasso a una de Velázquez…