sábado, 28 de agosto de 2010


En la casa de tía María


Cuando llegó a la Estación del Norte el tren que nos traía a mi madre y a mí desde Burgos, caía sobre Madrid una fría y menuda lluvia que calaba hasta los huesos. Al verla reflejada en los focos del alumbrado, daba la impresión de que estábamos en medio de un banco de neblina. Lo cual, unido al pestilente olor que había en la estación —orines, hollín, excremento de rata—, daba un tono muy consonante con el ambiente miserable en el que nos estábamos moviendo por aquellos días. Cuatro años hacía que había concluido la guerra y habíamos salido de Madrid y, ahora, al regresar, aún estaba presente —de una forma descarada— el paso destructivo del enfrentamiento: destrozos en los edificios; ambiente miserable y suciedad en las calles; temor y amargura en el gesto de las personas. Desde luego, no me produjo la admiración que esperaba con tanta ansiedad mientras veníamos en el tren. Tal vez la fina y fría lluvia contribuía a ello, o la pobreza palpable, o los ruidosos tranvías repletos de gente, algunos colgados sobre los estribos y con varios chicos viajando en el tope. En pocas palabras, Madrid me causó una enorme desilusión. También podía deberse a que la noche se nos echaba encima, y el frío era cada vez más intenso, mientras mi madre y yo esperábamos un tranvía en el desolado Paseo de la Florida. Tanta quietud me recordaba aquellos crudos días de la guerra, cuando las tenebrosas escuadrillas de aviones hacían su aparición mientras aullaban las sirenas y todos corrían de un lado para el otro, aterrorizados, a esconderse en algún sitio. Después, cuando los aviones se alejaban, todo quedaba en un silencio que producía más terror que cuando estaban presentes. Y el hecho de estar mi madre y yo allí, parados bajo el “mojabobos”, contribuía a aumentar mi desencanto. Debíamos parecernos a aquellos miserables que deambulaban por las cercanías de la estación abandonados a su suerte.

Pasó un tranvía, y no paró, y mi madre, viendo mi expresión de desencanto, decidió que nos fuéramos al metro.

Al sacarme del colegio, comenzaba otra etapa, otra relación, otra vida necesariamente distinta, no sé si mejor o peor, pero distinta o con otra dependencia. Y me sentía como si me invadiera una especie de delirius tremens, de sentimientos encontrados, de ansiedades y nostalgias que brotaban entre los desafectos y las necesidades. De nuevo entraba en una condición de vivir vidas ajenas, en otra etapa desconocida, de dependencia moral y física. Era un nuevo paso transitorio desde otro lugar divergente. Mi estabilidad emocional era sometida a un nuevo embate. ¿Bajo qué reglamentos se manejaban los hilos que me convertían en un perpetuo monigote?

El piso de mi tía-abuela María, situado en la calle de Génova, era relativamente antiguo. Bonito y elegante, sí, pero con un inconveniente: era interior; o sea que sus ventanas solo daban a patios —aunque, en este caso, a grandes y claros patios— y no a la calle.

En el edificio existía una cierta selección de categorías: los pisos de la parte exterior, además de ser elegantísimos, disponían de su propio ascensor: una especie de urna de cristal, monumental y silenciosa, con remates acristalados de Tiffany y mullidos asientos en su interior. Alrededor de esta silenciosa y regia máquina elevadora, existía una amplia y solemne escalera de caracol, de mármol blanco, con pasamanos dorados y mullidas alfombras. El contraste con el otro sector era notorio: para acceder a los pisos interiores había que internarse por un pasillo poco alumbrado; abordar un ascensor que, aunque decente y elegantón, dejaba de serlo cuando se le comparaba con la aristocrática e inmutable carroza dieciochesca de afuera. Además, para mayor humillación, el elevador de los pisos interiores se encontraba junto al montacargas de todos los pisos…

En la regia entrada del edificio, a su mano derecha, había una portería, y en ella, un portero uniformado, con gorra de plato, sendas paletas en los hombros y varios entorchados, los cuales le daban más aspecto de almirante que de simple vigilante encargado de la limpieza y de ver quién entraba y salía. Pero, el portador de tanto engalanamiento debía creerse la reencarnación de Nelson, porque la exageración de sus modales, su petulancia y su presuntuosa actitud —siempre fanfarrona e intimidante conmigo—, eran notorias. A mí no me quedaba ninguna duda de que, en realidad, se trataba del más auténtico espantajo que ha parido madre.

Entre este mal hombre —con una cara ciertamente antipática, enemigo de los niños y lambiscón permanente de los vecinos acaudalados— y yo, desde el mismo día que llegué a aquella casa, se entabló una guerra sorda, sin tregua ni cuartel… (continuará)


(Ignoro quién puede ser el autor de esta fotografía —que la encontré

por azar—, pero se trata verdaderamente del edificio donde está situado

el piso de mi tía María, en la calle Génova esquina a Zurbano.

Gracias al autor anónimo.)