Hablemos de la patria…
¿Qué significa España para mí? ¿Qué representa? No tengo una respuesta clara porque cada vez que me planteo tal pregunta mi cerebro se convierte en una mesa de debates, alrededor de la cual se sientan mi subconsciente, mis neuronas, los hemisferios de mi cerebro, los genes que me habitan, la memoria de mi memoria y, posiblemente, mi corazón (que es, tal vez, quien alberga los verdaderos sentimientos de mi ser), y casi nunca se ponen de acuerdo. Nací en España y eso me convierte en español. Lo acepto. Pero detrás de este hecho, solo existe una serie de pensamientos confusos, complicados y poco ortodoxos, de heridas causadas por la propia España. ¿Siento en realidad a este país como algo mío, o sea, es el que cubre todas mis esperanzas como individuo? ¿Es el que tiene en cuenta mis sentimientos y respeta mis anhelos y estimula mi fe en él?
Por lo pronto, en mi pasado está esa calamitosa «Guerra Incivil» que destruyó a mi familia e hizo que mi niñez fuera un desastre.
Por lo tanto tengo muchas, muchísimas razones para pensar así.
Si alguien me preguntara a qué país me gustaría que se pareciera España, sin dudarlo un momento, contestaría que desearía que se pareciera a Inglaterra… Es más, si me dieran a elegir mi nacionalidad, el sitio donde me habría gustado nacer, habría dicho que me gustaría ser inglés. ¿Y a qué viene tan acendrado sajonismo? Pues a que tanto Inglaterra como los ingleses encajan a la perfección en mis ideales acerca de cómo debe de ser el mundo. En Inglaterra conviven todas las razas, todas las culturas, todos los pensamientos. Y conviven tranquilos. El inglés es un pueblo que acepta que cada quien piense como quiera, sin burlarse, sin sorprenderse, sin considerar que una idea vale más que la otra. Tu puedes ver por las calles de Londres a la gente más estrafalaria, a pankis con el pelo en cresta, muy pronunciada; a predicadores en Hyde Park sosteniendo que somos unos pecadores pervertidos y que el universo no tardará en derrumbarse sobre nosotros, o que al presidente de gobierno le caerán todas las maldiciones de Tutankamon… Y el que quiere lo escucha —y si se interesa por lo que dice, puede seguirle—, y el que no tiene interés, continua su camino sin perturbarse, sin olvidarse de mostrar su compostura anglosajona, tan estoica, tan comedida, tan tolerante.
España, por el contrario, es el mundo de las complicaciones morales, de la intolerancia y, hasta cierto punto, de la incultura. Es el reino del antagonismo, del irrespeto a las ideas ajenas, de la envidia, del desorden mental, de las apariencias y el fingimiento. Pocos españoles tienen un concepto claro de la vida (posiblemente, yo el primero, pero ¿que quieren? Así me educaron…). Es el dudoso pueblo que hoy grita vivas a la constitución y al día siguiente se reúnen de nuevo para gritar «viva las caenas», como no se cansaron de vociferar durante el reinado de Fernando VII. La España actual es la nación que hoy dice «no a la guerra» y mañana aplaude a los soldados que salen para el frente. Es un país que no acaba de captar cuál ha de ser su posición ni su responsabilidad como ciudadano. Se es del Real Madrid o del Barcelona con el mismo fanatismo que se es del PSOE o del PP. Pero el español casi nunca enfrenta la condición de ciudadano responsable capaz de expresar sus deseos sin apasionamiento pero con firmeza. Por ejemplo, se lamentan los asesinatos cometidos por Franco, mientras no se le da importancia a los cometidos por los republicanos… ¿Es que son distintas clases de muertes? ¿Habrá habido una guerra más inútil y desastrosa para España que la Guerra Civil que supuso más de un millón de muertos y ni siquiera sirvió para sacar conclusiones, para aplicarnos el cuento de cara al futuro? Yo, lo digo bien alto, no soy ni de derechas ni de izquierdas porque esa es una expresión abominable de mucho uso entre los españoles, y que les impide cumplir su misión ciudadana. Norberto Bobbio, el filósofo italiano socialista, aseguró en un libro póstumo que eso de «derechas» e «izquierdas», ya no existe; que hoy esa expresión carece de significado, que es una pantomima usada por lo políticos para tapar las deserciones y para esconder los fraudes, los engaños. Trata de crear una confusión dialéctica, de imponer una idea aunque sea falsa, de inculcar en el ciudadano una desviación de su pensamiento. Porque ahora las ideas se mantienen según el lado para donde llueva o según la dirección para donde sople el viento. Hoy, el político solo se preocupa de él porque ese es su negocio, y no respeta al ciudadano que, en teoría, debiera ser el verdadero instrumento de respeto. En el mundo democrático, el ciudadano tiene que exigir que se mantengan sus derechos, y que se mejoren, es decir, que se confirmen las promesas y los proyectos de mejoras, que no sean solo compromisos con fines electoralistas para auparse al poder.
Ahora, en los tiempos de crisis, si hay alguien que debe restringir los gastos, es precisamente el gobierno, y dejar de esquilmar al ciudadano. Hay que suprimir todos aquellos gastos que solo son premios al respaldo, al apoyo incondicional, al aplauso interesado, a la «compra de votos» disimulada en «ayudas culturales». Es el pueblo, el país, el que debe de preocupar al gobernante, y no su permanencia en el poder.
Sí, ya sé que éstas son palabras propias de un ingenuo. Pero eso es lo que yo soy…