miércoles, 4 de agosto de 2010


Regreso y salida de España (2)


Fue cuando nuestros hijos comenzaron a desperdigarse.

Bien aplicado o no tan bien, nuestro plan educativo siempre consistió en el amor: en ningún momento se nos hubiera ocurrido reprimir a nuestros hijos a base de pegarles, y evitábamos recurrir a los castigos. Y no les exigíamos buen comportamiento bajo amenazas de infiernos, ni pecados mortales, ni nada que representara amenazas corporales, sino a base de ideas más racionales. Pero el cambio fue para todos muy brusco: en Venezuela, asumido como costumbre por casi todas las familias, los hijos vivían más apegados a los padres. Sus necesidades de esparcimiento se desarrollaban en el seno familiar o en el círculo de la escuela. Íbamos siempre todos juntos a la playa, o al campo, o a los lugares de recreo: todos al cine, todos a las fiestas de cumpleaños; todos a los centros turísticos…

Tal como pintaron las cosas para nosotros desde el primer día y algo descontrolados por el cambio tan brusco impuesto a nuestras vidas, y metidos en la dulce emoción de vernos con el hábitat familiar recuperado, nos dejamos arrastrar por la deliciosa, aturdidora y alocada corriente. Y nos fuimos yendo a pique.

Nos sentíamos hasta tal punto tan eufóricos y dichosos, que hasta caímos en el engreimiento.

Y aquella familia que había llegado tan unida de Venezuela, comenzó a desunirse.

Angelines y yo, caímos en excesos frívolos, un tanto irresponsables desde el punto de vista de nuestra misión como padres. Estamos en España, pensábamos, y aquí nuestros hijos no necesitan tanto de nosotros. Además, había que dejarles que sus personalidades se manifestaran por sí mismas; era preciso que fueran adquiriendo la capacidad de tomar decisiones sin tener a los padres siempre encima, nos decíamos. Y así, de paso, podíamos dedicar más tiempo a nuestros asuntos, retornar en cierta medida a ser aquella pareja de novios un tanto alocada y frívola que siempre fuimos. En una palabra, tratábamos de recuperar el tiempo perdido…

O sea, que nosotros a lo nuestro: con los amigos, las largas noches del fin de semana, noches de whisky, humo de cámel, cenas de gran gurmet, bailes descoyuntados, pókeres y, si se terciaba, cine o teatro, churros en San Ginés y a casa de amanecida… Los domingos, eso sí, todos a misa de doce, la compra de revistas y periódicos en el quiosco cercano, el consabido pastel en “La Habana”, la comida sobre las tres, y las aburridas tardes de televisión en medio del entresueño.

Ahí fue cuando nuestros hijos comenzaron a distanciarse. Fueron quitándonos la confianza y pasándola a sus amigos. Ya no nos consultaban, ni nos hacía sus confidencias. Tenían vida propia… ¿No era eso lo que pretendíamos?

El empujón definitivo para levantar el vuelo de nuevo vino casi sin buscarlo: por exigencias de mi trabajo, tuve que viajar repetidamente a América: México, Colombia, Panamá, Venezuela, Guatemala, República Dominicana eran visitados regularmente. Entre tantas idas y venidas, de manera informal, hasta por puro divertimento, comencé a fraguar una empresa editorial de tipo comunitario, cifrada en producir libros de enseñanza en régimen de multiedición por casas editoriales de diferentes países. Y hoy se hacía un escrito; mañana una consulta, posteriormente una proposición, y así, como quien no quiere la cosa, se iba dando cuerpo a la idea. Y cuando la teoría ya era un hecho y solo faltaba la práctica, es decir, el capital, apareció, casi sin buscarlo, un inversionista. Y si eso era poco, una editora norteamericana de gran renombre se mostraba dispuesta a cedernos parte de su fondo para adaptarlo.

La idea cada día se volvía más tentadora.

No había salvación…

—¡Haced las maletas, que nos vamos para México!


En la fotografía, en el Museo Nacional de

Antropología, recién llegados a México D.F. (1981)