miércoles, 18 de agosto de 2010


Aplicarse el radio


A mí me ocurre como a los personajes del escritor Enrique Vila-Matas (no sé si a él, en sí mismo, también le ocurrirá): que nunca están seguros de nada, que las representaciones de la vida para ellos sólo son conflictos mentales permanentes. Claro, esto a mí me ocurre cuando se trata de asuntos espirituales, porque si se refiere a mi actividad personal o a mis actos, no digo que no tenga a veces alguna duda, pero se trata de peccata minuta.

Las dudas dicen que se las genera uno mismo en cualquiera de las personalidades que tenemos (hay quien asegura que todos somos de tres maneras: 1, como creemos que somos; 2, como nos ven los demás; y, 3, como somos en realidad…). Claro, si la vida fuese de una forma determinada, con una entrada y una salida totalmente identificables, y delineadas perfectamente, o sea, sabiendo de donde se viene y a dónde se va, no habría ningún problema: entonces construiría mi propia minuta de asuntos por hacer y me pondría a hacerlos con obediencia… Así, sin más reclamaciones. Pero como tengo serias dudas sobre que si lo que he hecho y lo que estoy haciendo sirve para algo —excepto para darme de comer y comprarme unos zapatos—, es decir, si tendrá objeto persistir en las cosas, porque si uno se muere y ahí desaparece la noción de existir de forma total, entonces, ¿qué caso tiene hacer o decir algo? Ojo, que no es solo mía la pregunta; que se le han formulado a sí mismos muchos filósofos e intelectuales de altos vuelos.

La verdad es que yo nunca he hecho nada por dinero —por esa razón tengo tan poco—, o sea, quiero decir que el dinero nunca ha sido lo que ha puesto en movimiento mi motor de arranque. Aclaro: nunca he hecho un determinado trabajo por el incentivo de que me lo paguen bien. Puede parecer una presunción, pero es verdad: siempre hice las cosas por el placer de hacerlas, por esa satisfacción que produce realizar un buen trabajo, crear admiración y recrearme yo mismo. Aunque, también es cierto que, en consonancia con el trabajo, viene la retribución —es algo que se da por hecho—. Pero me agrada sentirme inteligente, aunque es posible que no lo sea tanto como yo creo… Pero el hecho de ser exigente con la vida y vivir de lo que hago (escribir, editar libros, plasmar artística y gráficamente mis ideas, y trabajar con una computadora) demuestra que mi intelecto es superior a lo común. Sobre todo si se considera que tengo 78 años. Y, por favor, no tome esta declaración como una presunción. Yo no presumo de ello. Al contrario, hay veces que pienso que más me hubiera valido ser un tipo mediocre, y así estaría más dispuesto a sacrificarme, a persistir, a intentar una cosa y permanecer en ella hasta acabarla, y no a estar en todo momento pendiente de lo nuevo. Además, siendo mediocre, habría ganado más dinero, de eso no tengo la menor duda… Menos mal que en mi matrimonio he sido más persistente, pero creo que es un asunto que se lo debo más a mi mujer, Angelines, a su carácter, a su dulzura, a su comprensión, a su capacidad de aguante… No a mí, que soy más voluble… El caso —y es a lo que me refiero— que la vida ha sido construida por los obstinados, por los que están decididos a hacer algo porque creen en ello o porque les motiva su amor al dinero.

Y ahora que hablo del dinero, es curioso el significado del «vil metal» en la vida, la participación que habrá tenido como estímulo para construirla. ¿Quién lo inventaría? ¿O será que se inventó él solo? Probablemente, al principio, sólo existía el intercambio de productos. Tú me das eso y yo te doy esto otro a cambio… Luego vendría el trueque de trabajo por alimentos. Más tarde, cuando comenzó a considerarse que la plata y el oro eran metales superiores, fáciles de fundir y moldear, se usarían unas burdas monedas. Finalmente, surgió el «vil» pero adorable dinero…

Pero, me pregunto, ¿en qué medida habrá movido el dinero al mundo? Yo creo que en un 99%. Aunque Freud teorizó (ignoro si decidió demostrarlo) que no era el dinero, sino el sexo lo que impulsaba a las personas (¡qué pícaro el tipo!). Aunque es probable —y eso lo debía de saber él— que haya una relación muy clara entre sexo y dinero. Generalmente —lo sabemos todos—, el que tiene más dinero tiene más sexo, o, por lo menos, si no tiene más, sí lo tiene más variado. A mi edad —y no me refiero a mí, porque yo soy pobre y ya he renunciado a conmover corazones—, cuando se tiene dinero no importan tanto los años: la actividad sexual se mantiene… Claro, apuntalada por la plata. Y si no, que se lo pregunten a Hugh Hefner, el dueño de Playboy, que se puede considerar el «único pellejo que fornica» en todo el mundo. Lo que no se explica bien a qué métodos recurrirá o a qué números, o a qué sustancias estimulantes. Porque yo no creo que el Biagra (¿o Viagra?) funcione a esos años… No sé si conocen ese chiste de un viejito que ya no se le levantaba el miembro y lo consulta con un amigo. Éste le dice: aplícate el radio. Al poco tiempo, después de aplicárselo, vuelve a encontrarse con el amigo y le dice que aplicarse el radio no sirve para nada. ¿Pero qué clase de radio te aplicaste?, le pregunta. ¡Pues el de las ondas electromagnéticas…!, dice él. ¡No, hombre, yo me refería al radio de una bicicleta…! (Bueno, si no quiere no se ría.)