A vueltas con las celebraciones
Con mi criterio sobre las fiestas de navidad queda demostrado una parte importante de mi pensamiento e, inclusive, de mi personalidad y hasta de mi talante, y es que no soy capaz de celebrar algo que mi corazón no siente, o sea, algo que no es captado de verdad por mi conciencia, y que, asumido, exigiría de mi fingir un sentimiento y estar dispuesto a realizar algunos aspavientos teatrales. Conmigo no van esas conmemoraciones que se festejan por el simple hecho de festejar, y que se atienen a un mito, a una leyenda o a una tradición, o simplemente porque la sociedad me «pide» que lo celebre. Y quiero dejar constancia de que no intento hacerme notar a base de extravagancias, o como si yo fuera el aguafiestas de turno, o un antagonista perpetuo y desmesurado, porque en esta confesión mía no hay presunción, ni trato de ser «más papista que el papa». Incluso, no dejo de reconocer que en estos mitos, en estas festividades, aún cuando sean consideradas ficticias por los no creyentes, y justificadas por los cristianos, es donde reside la aventura y el disfrute del vivir, la integración como miembro de una sociedad a la cual se pertenece. Reconozco que esos detalles del intercambio de regalos, las comidas especiales, las luces, los adornos en las calles, los arbolitos o las celebraciones extraordinarias, aunque sean una forma de engañarnos a nosotros mismos, forman el contenido de la vida. Lo reconozco. Pero, ¿qué quieren? Se trata de mi personalidad, de mis exigencias espirituales. Pertenece a mi interpretación de la vida donde no hay espacio para lo superficial. En pocas palabras: Yo no puedo dar cabida en mi espíritu a aquello que no me «llega» porque carece de una verdad en su fondo o está vacío.
También es cierto que esta forma de sentir puede ocasionármela la edad o quizás mi circunstancia, la de ahora, cuando he dejado de ser actor y he pasado a la condición de espectador, cuya visión se desarrolla desde otros ángulos… También es posible que me ocurra por el hecho de estar pendiente de atender con mayor perseverancia los asuntos de mi conciencia y la sinceridad tanto de mi pensamiento como de mis actos. Antes, cuando formaba parte del ajetreo de la vida —y más aún cuando una vez casado fueron llegando los hijos (6)—, sí me veía en la necesidad de «entrar por el aro», porque ¿cómo decirles a mis hijos menores que nada de esto tenía objeto, que todo era una farsa? Además, ni siquiera puedo asegurar ahora si en el pasado fingía mis sentimientos respecto a estas festividades o me dejaba arrastrar por la ola… Aunque sí recuerdo que todas estas cosas siempre me parecieron algo propio «de los otros», y un poco alejado de mi incumbencia…
Con respecto al año nuevo, y aunque reconozco que el cambio de un año a otro también es una idea absolutamente subjetiva, sí le doy algo más de importancia por aquello de que nos invita a establecer nuevos propósitos reformadores, y a eliminar algunos de nuestros vicios e iniciar una vida sujeto a nuevos conceptos. Y todo lo que represente hacer el intento de perfeccionarse, procurar convertirse en alguien más humano, más persona, creo que es bueno. Además, en esta celebración sí veo un detalle simbólico y renovador, que nada tiene que ver con los mandatos religiosos, sino que es como si decidiéramos cambiarnos de vestido: despojarnos de la vestidura rota y pasada de moda para ponernos otra más nueva, algo que está más en consonancia con los tiempos.
(Postdata: he preferido no meter un blog nuevo durante estos días porque pretendía que quien lo abriera se encontrara con mi felicitación y mis consideraciones acerca de la navidad. Pero, a partir de ahora continuaré con la regularidad acostumbrada).
La fotografía que aparece a la entrada
es de un atardecer en la playa de Luquillo,
Puerto Rico. El autor soy yo.
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