sábado, 16 de enero de 2010


El inventario de mi vida


Claro, ¿cómo no lo voy a imaginar? Ya sé que habrá algunos de esos lectores que caen en la tentación de leer mis blogs, que pensarán, ¿Pero qué se habrá creído este? ¿Se sentirá tan importante como para considerar que su vida le puede interesar a todo el mundo? ¡Seguro que es un engreído del carajo…! Pues no, no se trata de eso. Bueno, si usted está dispuesto a leer lo que publico aquí, mire: bendito sea, pero no se trata de eso; no se trata de divulgar mi vida a los cuatro vientos como si yo fuera el inventor del teléfono o de la hamburguesa con tomate y cebolla (que, además, creo que fue McDonal quien la inventó). No. Yo, fundamentalmente, trato de hacer balance de mí. O intento realizar un inventario de los contenidos en mi alma, si lo prefiere. Es decir, escribo todo esto para mí mismo (y para aquellos a quienes les sirva de algo), para conocerme, para odiarme a ratos, y para alegrarme en ocasiones de ser como soy, para felicitarme o meterme una patada en el culo por mamarracho… Y también para comprobar si mis sentimientos siguen en alza… ¡Ah! y si todavía soy capaz de amar, aunque este amor sea muy distinto del que sentía antes. En realidad escribo para refrescar los recuerdos y, sobre todo, para sentirme escritor, que es lo que hubiera querido ser en mi vida si las circunstancias no me hubiesen obligado a ser otra cosa… ¿Y de qué otro tema voy a escribir sino de mis experiencias personales y de lo que ocurre en mi alma? Es lo que conozco mejor, compréndalo. Vamos, creo. Además, estoy en esa fase de reformas interiores, de meter nuevos muebles dentro de mí —un piano, una tumbona de psiquiatra, un espejo que refleje el estado de mi alma— y tratando de perfeccionarme espiritualmente, y estos borratajos me sirven muy bien para sentar las bases y no olvidarme de que deseo seguir en esta línea. A veces usted verá que hay ciertas disimilitudes, o sea, que un día defiendo una cosa y al otro día la contraria (mire, algo muy de moda entre los políticos de hoy en día). Y es que ocurre que suelo darles algún chance a los personajes de mis novelas, y ellos poseen un pensamiento diferente del mío y, además, tienen todo el derecho a defender sus puntos de vista… ¡Ah! ¿no lo sabía? Sí… —je, je, je—, es que yo he escrito dos novelas y estoy escribiendo la tercera… ¡Oiga, no me mire así con esa sonrisa socarrona, por favor, que me pongo «colorao»! Bueno, no se ría que algo de escritor debo tener, porque mi padre y mi abuelo lo fueron, y esas cosas se heredan dado que los genes se empeñan en ello. También es a causa de una especie de rivalidad fraternal: si ellos lo hicieron —me digo—, yo también lo puedo hacer. De las dos novelas escritas, una, la primera, es una colección de cuentos amparados por un título general —Nacido en la guerra—, y está basada en mis experiencias infantiles durante aquella vergonzosa contienda y los años posteriores, cuando Franco «reinaba» en España; la otra, que se titula De la misma tela que los sueños, es más formal, es una novela de 350 páginas y se atiene al significado más estricto dentro de la expresión «novela». Ahora se encuentra en ese momento, en ese trecho oscuro, en ese limbo nebuloso e indeterminado que existe entre el escritor y el editor. Bien. La tercera, Lo demás es silencio, es la que estoy escribiendo, y creo que será mi mejor relato, muy filosófico, muy penetrante, muy descriptivo de otros sueños, de otros modos, de otras actitudes, de otras formas de amar. El personaje principal es un individuo que no hace más que mirar a su alrededor y preguntarse, ¿Pero qué coño estaremos haciendo aquí seis mil millones de personas mirándonos unos a otros con cara de imbéciles y sin saber el motivo de nuestras presencia y el por qué de nuestras absurdas reacciones? Y en ella, este ingenuo personaje trata de responderse a esa extravagante pregunta y a actuar de acuerdo con las respuestas que se da él mismo y que tiene lugar en su desmantelado cerebro.

Uno de mis secretos de escritor es que la mayoría de mis ideas me llegan cuando estoy defecando. Sí, sí, en el momento de desechar lo que mi organismo no quiere conservar. ¿Usted ha pensado alguna vez en esta acción que todos los ciudadanos y ciudadanas del mundo practicamos y a todos nos iguala? Sí, porque me entusiasma la idea de que, cuando estoy estreñido, al intentar que pasen los depósitos no metabolizados desde mi intestino hasta el inodoro, mi cara contraída y arrugada por el esfuerzo se asemeja a la que pone el primer ministro de Inglaterra o el rey de España o, incluso, el Papa o George Clooney… Pero hay una gran variedad de formas al practicar este rito biológico: los hay que leen mientras pujan (yo antes también leía, pero luego decidí que al libro se le debe tener lo más lejos posible de la inmundicia); otros miran a los lados como diciendo no soy yo el que hace esos ruidos ásperos y desagradables, o al techo, o se arrancan los padrastros de los dedos o se dan masaje en las rodillas. Bien, pues a mí en ese momento es cuando se me ocurren las mejores ideas para mis escritos. O sea, cuando me siento más inspirado. Y no sé por qué… Tal vez sea una reacción normal al sentir que estoy purificando mi organismo, que estoy desechando mis pecados hacia afuera. Antes me daba por silbar, pero llegó un día que pensé, ¡pero qué ridículo me debo ver así, silbando mientras hago mis necesidades…! Y dejé de hacerlo. Aunque, de todas formas, el hecho de soltar aquello que mi cuerpo repudia, no deja de ser un momento solemne y purificador, y muy relajante. Además, como soy muy ordenado, mientras me deshago de la masa maloliente, dejo constancia de mis dulces pensamientos en una libretita que siempre me acompaña. Y al mismo tiempo que ejerzo ese menester se me pone una sonrisa tierna y un gesto poético. O sea, dulcifico una actitud tan poco dulce, y es como sentir que hay una perfecta coordinación entre mi cerebro y las urgencias de mi intestino. A aquellos que quieran seguir esta misma técnica —cuyo eslogan podría ser «cagar y meditar»— les recomiendo que coloquen los codos sobre sus rodillas y dejen que surjan espontáneamente los pensamientos por la azotea del edificio que somos, mientras la inmundicia sale por la puerta falsa… Hágalo así y adopte una postura semejante al Pensador de Rodin… ¡Ah! y no se olvide de tener un pequeño bloc de notas y un bolígrafo al alcance de su mano. Puede aprovechar para escribir su diario, por ejemplo; o lo que tiene que comprar en el mercado para este día…


La verdad es que el Pensador se ve muy agraciado… Claro, es

porque la fotografía la sacó mi hija Mónica…

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