Es extraña la vida a los 77 años y más cuando se viven unas circunstancias, unos modelos o, más bien, unas sensaciones entre las que yo me muevo ahora. Me he entregado de tal forma al fortalecimiento de mi mente en su relación con el espíritu; trato de orientar mi experiencia hacia el efecto emocional que, unido a mi propensión a hurgar en los recuerdos, hace que me sienta cada día más introducido en una nueva dimensión. Y me sostenga en ella. Pero se trata de una disposición en consonancia con mi ideario y mi repertorio de requerimientos inmateriales. Sobre todo, mi vida de ahora es diferente de la que he vivido en estos últimos años, y en este momento de experiencias transcendentales, he llegado a comprender a los ermitaños, a los místicos, a los ascetas, y a todos aquellos que viven en armonía con las solicitudes del alma.
Ahora mis días transcurren en el silencio y entiendo a quienes aseguran que en ese estado es donde se encuentra a Dios… Yo no llego a tanto y, además, no encuentro a Dios porque no lo busco dado que no acabo de creer en él. O sea, me explico mejor: no puedo creer en ese Dios antropomorfo, en ese Dios de la leyenda donde se le retrata como si fuera un ser más o menos semejante a los humanos: algo colérico, pero con poderes especiales y con un cúmulo de caprichos de condición terrenal, y al cual tenemos la obligación de rendir tributo y adorar como si de nuestra adoración se alimentara.
Yo no creo que la vida se atenga a semejantes principios… Y aunque lo creyera, tampoco buscaría a Dios porque, en un mundo tan descabalado, le atribuiría asuntos más importantes que atender mis solicitudes, ni creería que tenga una razón expresa para escucharme o sacarme de mis marasmos emocionales cuando solo soy uno más entre los seis mil millones de dolientes que pueblan la Tierra.
En realidad, mi comprensión de la vida está cerca del budismo, donde Dios no es el objeto de búsqueda, sino que la búsqueda se dirige a uno mismo, al espíritu propio, a la forma de ser, a la relación con los otros, a la conformación, al propio perfeccionamiento y el entendimiento de la vida. Y, si acaso, se hallaría a Dios encontrándose a uno mismo. Y no tengo dudas de que ese es el comportamiento que la vida exige de mí (y de usted)…
Sin embargo, sumido en una enorme contradicción o una descomunal paradoja, sí creo en Angelines, mi difunta mujer, y recurro a su espíritu para aclarar mis numerosas perplejidades. Y las aclaro, porque de lo contrario no insistiría. También me dirijo a ella para calmar una dolencia física o resolver un conflicto de carácter social, y sus respuestas son siempre adecuadas, por lo tanto, sorprendentes. Pero la verdad es que no intento razonar las bases de su presencia y su contribución a mi perfeccionamiento, pues por el hecho de razonarlo, todo se anularía porque son elementos que no se dilucidan con la razón. De cualquier modo, no intento alardear de ello ni utilizarlo: lo mantengo exclusivamente para mí. Y aunque me sonroje al hacer tales manifestaciones, aseguro que, sin despreciar la ayuda que me da mi subconsciente en concordancia con mi imaginación, y unidos a ese afán que siempre he tenido de introducir mi lado más sensible en el insondable misterio, llego a sentir de forma fehaciente que ella permanece al tanto de mí. Y no tengo dudas —aún considerando que con ello entro en una enorme contradicción— que me socorre cuando estoy a punto de naufragar.
Incluso, cuando naufrago.
¿Será que permito que mis sensaciones se disfracen con un punto de esquizofrenia que podría estar invadiendo mi cerebro? No lo sé, pudiera ser, porque ¿quién está libre de tal deterioro? Que para mí no lo sería porque de ello me alimento. Aunque para Skinner, la esquizofrenia no existe: solo son diferentes personalidades, distintas interpretaciones de la vida, indistintas reacciones ante un mundo incomprensible, y ya de por sí complicado… Sí sé que soy algo diferente de las personas comunes, de aquellos que le dicen al pan, pan, y al vino, vino, y que por mi conformación orgánica, mi vida se tiene que sustentar sobre bases espirituales y actos emotivos, y no por el dinero que ingresa en mi cuenta. Y he de agregar que sólo me interesan aquellas manifestaciones que están comprendidas en el ámbito de la verdad, del amor y de la elevación de sentimientos. ¡Ah! y no creo que deba ser considerado un iluso, o un excéntrico, dado que en el orbe existen multitud de caminos por donde elegimos transitar.
Hago tales advertencias para que se entienda que hablo con sinceridad y que me explico «con el corazón en la mano», sin falsedad alguna. Al menos intencionadamente. La vida, ya lo dije, tiene tantas interpretaciones como personas existen.
Fíjese, hasta los hay que creen en la inmortalidad de la rana…
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