lunes, 4 de enero de 2010


Mi amor al periodismo (3)


En los días siguientes de nuestra llegada a México, yo me «emperré» obsesivamente con Mada. Había entre nosotros una afinidad, un índice de comunicación tan intenso, unos momentos tan hondos que, con ese afán desmedido que yo siempre he tenido de profundizar en las cosas, me sentía en mi ambiente como nunca me había sentido antes. Estar con ella era como estar en una escuela donde te enseñan a conocer la vida. Para mí aquellas conversaciones me hacían capaz de emprender el entendimiento del mundo y de las personas. Mada era una mujer inteligentísima y llena, absolutamente llena de sabiduría. Además me demostraba un cariño enorme… Sentados junto a la chimenea de su sala, manteníamos conversaciones acerca de Dios, de la vida, la literatura, el sexo, los sentimientos, el comportamiento humano, la actitud que debemos adoptar ante las cosas. Hablábamos de aquellos días de la guerra, del desorden político que había en España, del desencanto de la gente, del honor perdido, del amor truncado. Y también hablábamos de la ausencia del padre…

Ella se mostraba arrepentida de aquellos días locos de su juventud y de su participación en la guerra de España animada por un sentimiento de amor y libertad. Ahora lo veía todo desde puntos de vista más asentados, «menos patrióticos», más maduros. En cuanto a mí, se propuso eliminar de mi mente la acritud que yo sentía hacia mi padre, Eduardo de Ontañón, intentando que comprendiera y disculpara sus actos, explicándome cómo era él, y retratándolo ante mis ojos como un literato de altura, y una persona sensible. Algo que sólo lo conseguía a medias… Por mucho que tratara de tapar las grietas poniendo flores, allí permanecían las mismas sombras, los actos inexplicables que habían hecho de mí un niño construido sin la proximidad y la asistencia de un padre, y abandonado por él —junto a mi madre y mis dos hermanas menores—, a mi suerte en medio de una cruenta guerra cuando era nuestra única referencia, nuestro único medio de vida. ¿Cómo voy a comprender y disculpar algo semejante? Yo me metía en su piel y me sentía incapaz y horrorizado de hacerle algo parecido a mis hijos…

Pero aquellas tardes, aquellas conversaciones, aquellos momentos emocionales que a Mada le producían unas lágrimas espesas que poco a poco discurrían por sus mejillas y la llenaban de arrepentimiento y a mí de ternura y compasión, son para mí algunos de los recuerdos más intensos y emotivos de mi vida… Toda esta trama constituía una experiencia única, singular, algo nunca antes experimentado por mí. Ella, además, hacía un retrato de mí que me envanecía: que si yo era muy inteligente; que si tenía mucha empatía, mucho don de gentes; que tendría éxito en todo lo que me propusiera. Nunca nadie hasta entonces me había hecho semejantes alabanzas con tal sencillez, sin que parecieran adulaciones guiadas por el interés.

En una gran carpeta guardaba todos o la mayoría de mis artículos publicados hasta entonces, con las correcciones que ella me hacía en los márgenes con su letra diminuta y redondilla. Me lo mostraba dentro de las documentadas lecciones de periodismo que me impartía y que aumentaban mi amor hacia dicha profesión. Ella, a pesar de su gran amor a la entrevista, al comentario de arte, a la sensibilidad que demostraba hacia la gente y la literatura, seguía insistiendo en que trabajara al menos medio tiempo en una editorial porque, una vez en México, dentro del periodismo me sería difícil desenvolverme económicamente, más aún si advertía que por mi condición de extranjero me estaban vedados muchos temas de índole local. Y Mada dudaba que lograra inmediatamente los ingresos suficientes para pagar alquiler y librar las letras de cambio de todos los objetos que ya habíamos ido comprando: automóvil, muebles, televisión, refrigerador, etc.

Así que acabé por claudicar entrando a trabajar medio tiempo en Editorial Trillas, sin reparar que aquella claudicación acabaría marcando mi vida para siempre…

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