sábado, 9 de enero de 2010


Venezuela en mi pensamiento


Escuchaba ayer por la anoche un disco de música venezolana —Concierto venezolano, de Cándido Herrera y su grupo— que acababa de llegar a mis manos (a mis oídos, más bien), ¡y qué cantidad de recuerdos gratos se despertaron en mi mente mientras sonaban melodías como Concierto Llanero, Rosa Angelina, Como llora una estrella, Llora corazón…! Confirmé mi opinión de que Venezuela es una país con fuerte sensibilidad musical y con unos compositores que han encontrado una forma perfecta de explicar su tierra a través de la música.

Nosotros, mi familia y yo, tras los cinco años de experiencia en tierras mexicanas, nos trasladamos a Caracas semi-contratados por el gobierno venezolano de Raúl Leoni, y allí vivimos nueve años en un estado de felicidad un tanto disímil pero siempre exenta de todo lo que significa rutina y actos programados, algo que viene (que venía) siendo característico en la mayor parte de los acciones que aderezan mi vida. Debo decir que durante ese tiempo pude sentir toda la gama de sensaciones que producen la felicidad, así como las diferentes dimensiones y rangos en donde se genera ésta, sin pararme a considerar cuánta de ella provino de hechos permitidos éticamente y cuanta no —y claro, sin dejar de considerar lo relativo que es todo aquello que consideramos como un estado feliz—. Porque debo confesar que si una parte de dicha felicidad provino de acciones censurables desde el punto de vista moral, la otra parte se generó precisamente en la reconsideración, arrepentimiento y encauzamiento positivo de estos sucesos. Por lo pronto y para abordar mejor la materia, debo exponer que la primera fase supuso una deserción mía con respecto a mi mujer y a mi matrimonio, y que todo se debió a un amor externo o llamémosle clandestino (aunque esta palabra me desagrada bastante) con una muchacha a la que yo doblaba en años (y entonces tenía 38), lo cual pudo haber generado una ruptura en la estabilidad emocional y amorosa habida hasta entonces entre mi mujer y yo. Fue algo que me arrastró y que, lo digo con la mayor sinceridad y sin presunción alguna, yo no busqué, pero que cuando me quise dar cuenta, estaba tan absorto en ello que no pude dominarlo. Además, en el momento que ocurrió, por su emotividad sentimental, hizo que me sintiera noble e innoble al mismo tiempo, y hasta orgulloso de ser capaz de generar en mí —y en aquella muchacha— unos sentimientos tan profundos y poéticos.

Claro, todo esto, al manifestarlo así, llanamente, me lleva a pensar que soy un cínico sin remedio.

Sigo: Reconozco abrumado que no deja de ser curiosa y acusadora esta ambivalencia de sentimientos que me acucian siempre que entro en este tema, y lo considero como si aquella relación fue la causa principal de mi felicidad en aquel país, porque hubo otras de otra índole. Y, además, en esos casos, es decir, cuando me complazco en su rememoración, es normal que mi conciencia me asesta una patada en la espinilla por debajo de la mesa. Pero, no lo puedo evitar: me recreo en ello, en su exposición, en la categoría que tuvo, aunque me avergüence manifestarlo así, sin rodeos, sin disculpas, como si todavía me alentase el rememorar aquellos días de satisfacciones prohibidas y, además, reconocer que no existía ninguna razón puesto que mi mujer y yo éramos felices y nos sentíamos muy enamorados…

Pero se trataba de un asunto tan especial, tan inverosímil, tan a prueba de mí mismo… Es algo que parece como si quisiera volverlo a vivir aunque solo sea en el recuerdo… Y siento la necesidad de manifestarlo así, públicamente, porque también se produce en mí una situación muy peculiar, como de envanecimiento y dolor al mismo tiempo, ya que es algo que me hace sentir que de alguna manera insisto en mi traición a Angelines, mi mujer, y me causa un remordimiento acusador. Aunque tampoco deje de ser una forma de purgarlo. Y conste que, en honor a ella, he intentado borrar de mi mente todos los recuerdo relacionados con aquellos días de encantamiento, pero eliminarlos del todo parece una misión imposible, y debo reconocer que o soy débil o se quedaron muy grabados con letras al fuego en mi corazón. Aunque, claro, también puede ocurrir que mi subconsciente no me permita olvidarlo dado que tuvieron un significado trascendental en mi vida —en nuestras vidas—. Y, aún así, se trataría de una debilidad relativa que no sería correcto considerarla como tal, pues, para describir un acontecer como aquel, que si bien fue trágico y provocó llantos, no hay que olvidar que, por otro lado, estuvo colmado de poesia, emociones y emotividad. Y porque, al final, sus consecuencia fueron buenas dado que aclaró el entendimiento y la sensibilidad y hasta las emociones de todos los protagonistas, empezando por mí. Y mi matrimonio mejoró notablemente a partir de aquel suceso…

En realidad, parece como si en la vida, en ocasiones, fuésemos movidos por alguien.

Y que lo hiciera con unos fines determinados…


(La fotografía que encabeza este artículo

es un araguaney, el árbol nacional de Venezuela)

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