El zascandil (2)
Unos meses después yo vivía en Madrid, en la calle de Génova, en casa de mi tía-abuela María, en calidad de «recogido»; mis dos hermanas estaban internas en un colegio gratuito de monjas, y para mi madre la vida se había reducido a escombros, a desafectos, a sinsabores, a solo recibir reproches… Y es que la esperanza no quería nada con ella, su plan era sobrevivir cada día y, si acaso, agarrarse a las faldas de la Virgen, pensando que podría hacer un milagro consistente en devolverle al marido y encontrar un empleo bien pagado… Pero como no ocurrió ni lo uno ni lo otro, la amargura continuó siendo su signo principal por el resto de su vida. Bueno, el marido sí le fue devuelto 10 años después, pero ya cuando casi no podía con los calzones porque se encontraba enfermo, desasistido y repudiado por Mada, su segunda mujer, a la que él seguía amando intensamente…
¿Y qué pasaba conmigo, con ese niño al que todos llamaban «zascandil», que vivía desposeído de afecto y falto de toda clase de demostraciones de amor? Además de ser acusado por las beatas de mis tías —a poco que hiciera una travesura o me negara a rezar el rosario alegando que me encontraba cansado— de que «este crío es un trasto, un embustero; si sigue así será un sinvergüenza y acabará como su padre», y por esa razón, según ellas, estaba condenado al infierno… Aunque, la verdad es que de tanto oírlo llegó un momento que ni el infierno me asustaba.
Hay muchas veces que hago el intento de reencontrarme con el niño que fui. Desarrollo un esfuerzo de concentración mental y me traslado a aquellos días grises y truculentos, cuando tenía entre cuatro y doce años. Y me busco entre los fragmentos de recuerdos que aún quedan en mi cabeza, para localizarme escondido entre cajones de madera vacíos —me encantaba hacerme casitas y esconderme dentro—, o en el desván de la casa de mis abuelos revolviéndolo todo y poniendo histérica a mi tía, o debajo de una cama sintiéndome más seguro, o subido en un cerezo en la huerta cantando canciones tristes, o en aquel infame colegio donde me metieron interno cuando todos hacían lo posible por quitarme de en medio. Cuando me encuentro, sea donde sea, trato de verme no como si fuera yo mismo en versión pequeño, sino como si fuera alguien ajeno a mí, un ser que no me concierne. Busco la forma de enjuiciarme con imparcialidad y ver hasta que punto mis tías tenían razón. Y veo a ese niño ingenuo, con una sonrisa triste, juguetón e imaginativo… Ellas me condenaban principalmente por el hecho de no haber repudiado a mi padre, algo que sí hice después, cuando entendí su enorme dislate moral, el significado de abandonar a la esposa y a sus tres hijos menores en plena guerra, y dejarlos no solo desasistidos económicamente, sino abandonados a su suerte en medio de una contienda donde podía pasar de todo. Por otra parte, yo nunca estuve seguro de si huyó por temor a represalias políticas, o para distanciarse de mi madre, con la que no se llevaba muy bien, y liarse con una compañera del periódico donde trabajaba (Mada), y porque, dentro de mi ternura infantil sin mucho que contar, me daba por decirle a los otros niños con cierto orgullo —y para despertar su envidia—, que mi padre vivía en México y montaba a caballo, y algún día iría yo también para allá…. Por otro lado estaba mi negación a rezar por él como me pedían mis tías. Eso fue lo que me trajo esa mala fama de niño rebelde y poco devoto. Y no era cierto. Lo que no me gustaban eran aquellas letanías medio canturreadas que me llevaban a pensar que cómo Dios podía soportar tal cosa…
Pero siempre he tenido una personalidad muy dada a adaptarme mansamente a cualquier circunstancia (todavía hoy me ocurre). Por otro lado, mi carácter independiente hacía que no me resintiera demasiado por la falta de besos y de caricias. Si me apuran, diré que hasta me alegraba, porque, en realidad, los besos y los abrazos me molestaban, o que viniera alguien a darme pellizquitos en los carrillos o a jalarme de las orejas. A veces, eso sí, pecaba de ingenuo y, desde luego, carecía totalmente de un sentido de protección personal recurriendo a la hipocresía. Tal vez esto fue lo que me acarreó más problemas, que siempre decía lo que sentía. Era más bien un niño tímido que nunca contradecía a nadie, pero a veces había en mí cierto descaro. Cuando se reunían los mayores, —claro, según quienes fueran—, solían pedirme que les contara un chiste «de esos que tú te sabes» y debía de tener cierta gracia para contarlos porque se reían hasta revolcarse por el suelo. A veces los contaba sin que yo mismo los entendiera, y era porque contenían algún indicio verde o picaresco…, pero me daba cierta satisfacción ver cómo hacía reír a los mayores. Y así me sentía importante. Aunque tampoco yo era de esos que le gusta hacerle zalemas. La verdad es que siempre me he sentido un poco extraño en todas partes (y de ahí el título de este blog). Quizá sea la sensación que tengo de no haber sido un hijo deseado de verdad…
No hay comentarios:
Publicar un comentario