lunes, 25 de enero de 2010


En realidad, ¿las creencias nos salvan?


¿Cómo sería hoy la vida si la humanidad no hubiese mantenido históricamente ninguna creencia; si en el comienzo de los tiempos, cuando aparecieron y habitaron la Tierra los primeros humanos, no se hubieran empezado a desarrollar los comportamientos, es decir, los principios y las razones morales, las bases de la conducta, la ética, la obediencia, el sentido de justicia, la compasión, incluso el amor y la solidaridad, sugeridos y sostenidos desde bases religiosas? ¿Te imaginas nuestro mundo sin catedrales, sin iglesias, sin templos, sin cruces, sin lugares de oración, sin gente orando, sin gente observando o haciendo lo posible por observar los fundamentos o los diez mandamientos de la ley, sin abnegados misioneros en tierras inhóspitas, lo mismo que provengan de una religión que de otra? ¿Cuales serían las motivaciones del ciudadano para atender a un herido, para asistir a un moribundo, para ayudar a una anciana a cruzar la calle, para luchar honestamente por los suyos, o para solidarizarse con los desposeídos y con los atribulados? ¿Nos estaríamos despedazando unos a otros más de lo que lo hacemos? Porque se me podrá objetar que hay gentes que, siendo ateas, mantienen unos principios de pacifismo, solidaridad y amor con sus semejantes, y que mantienen una honradez moral generalizada, pero yo respondo que todas estas normas, todas esas actitudes se fueron grabando en nuestros genes con el paso del tiempo, y nos vienen desde la misma prehistoria o de cuando nuestros bisabuelos vivían temerosos ante un Dios represivo y exigente o ante una amenazante Inquisición cruel y poderosa, o cuando sentían que si no cumplían con los mandamientos, acabarían en el infierno o se eternizarían en el purgatorio…

Yo, que por más que trate de implantarme un pensamiento derivado de la razón, no acabo de desechar totalmente la posible existencia de una inteligencia superior (creadora, no regidora, desde luego, y no referida a ese dios antropomorfo que diversas culturas —entre ellas la nuestra— se empeñan en sostener pese a que la Edad Media ya queda muy lejos), considero que sin la fuerza de la religión o de la creencia en lo supremo, al mundo —a la sociedad— le hubiera ido aún peor de lo que le fue. Es más: paradójicamente es la misma razón la que no me permite desecharlo del todo.

Según algunos neurólogos, en el organismo humano existe una red neuronal dispuesta para asimilar el tema religioso, es decir, para que éste no deje de perturbarnos y, de alguna manera, sea tenido en cuenta tanto por nuestro entendimiento como por los rumbos que decidimos seguir. Ello hace inevitable, al menos, que se genere la duda.

El tema es peliagudo, y creo que los seres humanos todavía no estamos en condiciones de vivir solos, de ser espiritualmente autosuficientes y encontrar una justificación a nuestra existencia sin necesidad de apoyarnos en fantasías o en bastones mágicos, trátese del zodíaco, el Tarot o las pócimas fabricadas por los santeros.

La vida encierra muchos misterios. Ella en sí misma lo es, y cuando yo, por ejemplo, lloro ante los horrores de Haití, probablemente no lo hago conmovido por el sufrimiento y el desamparo al que se ven sometidos los haitianos: es muy posible que llore por mí mismo, por la soledad existencial o metafísica que encierran esas catástrofes de alto calibre, y porque vienen a constatar que nos encontramos en un mundo insolvente, débil y desposeído de apoyos. Y todo lo mágico que todavía pervive en mí, se me hunde…

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