sábado, 2 de enero de 2010


El zascandil (1)


Cuando terminó la 2a. Guerra Mundial yo era un crío con 12 años. En España todavía estaban los alimentos racionados. A esas alturas, por mi joven vida ya habían pasado dos guerras: la guerra civil española (que duró 3 años) y la Segunda Guerra Mundial (4 años). Una a continuación de la otra. España «no intervino» en la segunda, pero de alguna manera la padeció por la escasez de alimentos, el ambiente triste y la posibilidad de que nos viéramos envueltos en ella de un momento a otro. Los medios de comunicación de entonces eran lentos y escasos pero, aún con ello, recuerdo con todo detalle lo que significaron aquellos días del final de la contienda mundial en cuanto al buen ambiente que se produjo, sobre todo de esperanza y amor. Todo eran abrazos, caras sonrientes, planes para el futuro… También se dijo que habría comida en abundancia… lo cual, visto literalmente, no fue así, pero sí fue regularizándose poco a poco… Y, sobre todo, se tenía toda la vida por delante para recapacitar y reconstruirse, y, además, había la más absoluta convicción de que la guerra, ese acto de incivilidad humana, había sido abortada para siempre… Estaba claro que, en aquellos momentos de padecimiento, se había llegado a entender que la lucha armada no era una solución para nada (claro, pensaba así la gente común y todo aquel que poseía buenas intenciones; pero, lamentablemente, los que deciden las guerras son aquellos a quienes no solo no les afecta, sino que, en algunos casos, les beneficia…). En resumen: se creía que, tras la contienda, surgiría un mundo nuevo lleno de realidades y buenas promesas…

Ahora me remonto a los comienzos de aquella maldita guerra civil española, que fue aproximadamente cuando advertí por primera vez que yo formaba parte del mundo, que tenía brazos, pies y ojos, y era un ser que comía, defecaba, jugaba al escondite y se reía cuando alguien le contaba algo gracioso o le hacía cosquillas, y no digamos si le daban un caramelo o una galleta… Es decir, eran los días cuando apenas había cumplido cuatro años de vida.

Un año atrás mi familia al completo se había trasladado a Madrid —antes vivíamos en Burgos, donde habíamos nacido todos—.

La guerra hubo que pasarla como se pudo, aunque abundaron los malos modos, los llantos, la escasez de alimentos, las decepciones y los movimientos restringidos. Cuando terminó mis hermanas y yo fuimos trasladados al Crucero, un pequeñísimo pueblo situado al norte de la provincia de Burgos, en la Merindad de Montija, lugar donde vivían mis abuelos maternos. Era un sitio lleno de encanto y, sobre todo, de libertad, que, en aquel momento de experiencias tristes, parecía lo más cercano al Paraíso Terrenal. Allí solo habitaban cuatro familias: mis citados abuelos —mi abuelo Felipe era veterinario— y mi tía Aurita, la única hija que quedaba soltera. Vivían en un chalet de tipo rural, con un jardincillo delantero que todavía hoy forma parte de mis recuerdos más selectos. El médico rural, su mujer y sus dos hijos, vivían en otra casa frente a la nuestra, y con ellos había una gran amistad; Ramiro, el dueño de la herrería —que daba el servicio de poner herraduras a los caballos y a las vacas de la zona, y su mujer, habitaban una casita situada a un lado de la de mis abuelos. Y había una familia de pasiegos en otra casita detrás de la del médico, que se dedicaban al pastoreo de ganado y a realizar labores de tipo rural como segar la yerba y cuidar las huertas de la familia.

Debido a que durante los tres años que duró nuestra guerra, las celebraciones religiosas fueron perseguidas y erradicada, y que en esos días en Madrid no existían las misas ni los rosarios, y que no se estimulaba a los niños a rezar antes de acostarse, mi madre —la única de la familia que tenía actitudes religiosas— fue enfriándose, o sea, fue disminuyendo su fe, mientras que mi padre era un agnóstico declarado, y a nosotros los niños no se nos dio una formación al respecto.… Además, las monjas y los curas eran perseguidos o estaban escondidos, y había tal anticlericalismo en la calle que en nuestra mente infantil solo tenía cabida el pensamiento —sin entrar en otros detalles— que si se les perseguía sería porque algo malo habrían hecho…

Y cuando apenas llegamos al Crucero, mi abuela, que sí tenía un profunda religiosidad, nos dijo que al día siguiente iríamos a Loma (un pueblo cercano) a oír misa y conocer a don Lope, el cura párroco, y que «el niño Jesús nos estaba esperando»… Y yo me preguntaba que quién sería ese tal niño Jesús. Tal vez, pensaba, se trataba de un primo lejano o del hijo del alcalde…

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