lunes, 30 de agosto de 2010


En casa de tía María (2)


Mi enemistad con el «almirante-portero» comenzó en el mismo instante que mi madre y yo llegamos al edificio. Era de noche, y él, tan pronto como nos puso la vista encima y se fijó en la pinta que traíamos —mojados, sucios, extenuados, con cara de muertos—, sin pensárselo dos veces, nos obligó a entrar por la escalera de servicio, un pasadizo subterráneo, a la izquierda del portal, destinado a mandaderos de fruterías, pescaderías y tiendas de alimentos. Y lo hizo con aviesa intención, porque este tenebroso personaje a mí no me conocía, pero a mi madre sí, ya que llevaba viviendo allí algo más de un año, y no ignoraba el malvado individuo que era sobrina de tía María, la cubana, una inquilina importante.

Y mi madre, que temblaba ante la posibilidad de encontrarse un ratón en aquel oscuro pasadizo, pese a la humillación que suponía el hecho, acató el mandato, aunque por el camino no dejó de murmurar y lanzar imprecaciones contra el malvado individuo. ¡Pero si es sólo un portero! ¿Por qué tienes que hacerle caso? —dije yo, exasperado. ¡Ay, hijo: no vamos a ponernos ahora discutir con él! ¡Se lo diré a tía María o al tío Raúl, para que le llamen la atención!

Pero yo nunca pude disculpar la actitud del cascarrabias aquel, y me juré que, más tarde o más temprano, me vengaría. Por lo pronto, desde aquel mismo momento me propuse mortificarle en cuanta oportunidad se me presentara. Faltarle al respeto y humillarle, como hizo él con nosotros. Esa sería mi meta. Y no me faltaron oportunidades. Cada vez que salía a la calle, al hacerlo por la puerta principal, me miraba con hostilidad. ¡Chico: la próxima vez que salgas, lo haces por la escalera de servicio! ¿Me oyes? Y yo no le hacía caso y seguía mi camino.

Cuando regresaba, me lo encontraba esperándome en la puerta cual sádico vigilante, decidido a hacerme entrar por el paso reservado a los servidores. Parecía una estatua: con el brazo levantado desde mucho antes de que yo llegara a sus inmediaciones, señalando hacia el pasadizo oscuro, mientras cubría con su cuerpo la “entrada de los señores”. ¡Por aquí!, me gritaba. Y yo fingía acatar su orden con toda la humildad del mundo, pero, cuando le veía confiado, repentinamente, daba un violento viraje y salía corriendo para la entrada principal. Y él, que además de gordo y algo viejón, era cojo, intentaba perseguirme, pero su pierna lesionada no le repondía y acababa quedándose parado, jadeante y maldiciéndome con furor.

Y yo, una vez lejos de sus garras, le gritaba con todas mis fuerzas: ¡Cojáimele!, ¡Cascarrabias!, ¡Rascanalgas!, ¡Chupaculos!

Sí, había cierta crueldad en mi comportamiento. Y me daba cuenta de ello. Pero mi odio hacia aquel pelagatos era tan intenso que impedía que afloraran algunas de mis convicciones más puras. A Nicasio —que es como se llamaba el maldito—, lo veía como un ser rastrero, servil, lambiscón y despreciable. Hasta se decía que era confidente de Seguridad, porque, a propósito de la enorme cantidad de cojos y lisiados que ocupaban las porterías madrileñas tras la guerra civil, el secreto a voces era que se trataba de excombatientes del bando nacional, heridos en la batalla, que habían sido gratificados con una portería por el régimen de Franco, como pago por sus «leales» servicios. Pero que, además, a todos ellos se les dio la misión de vigilar a los inquilinos, y comunicar cuanto acto perturbador o sospechoso de rebeldía y sedición se observara en ellos. Y algunos se propasaban en su misión.

Cierto día que me enviaron a comprar una botella de vino, cuando regresé a casa con mi compra, Nicasio, como era su costumbre, me esperaba en la puerta, y cuando pasé junto a él me agarró del hombro y apretó su mano callosa con intención de triturármelo. ¡Te he dicho mil veces que pases por ahí y si no lo haces así, aquí no entras! ¡Coño…!

Esta vez no traté de engañarle. Le metí un empujón y lo aparté de mí y emprendí el camino por la entrada principal. Nicasio intentó asentarme una patada en el trasero para obligarme a retroceder. Dí un salto para esquivar la patada, y su pie se estrelló contra la bolsa donde portaba la botella de vino. Se desprendió de mi mano, se rompió la botella, y el vino tinto se regó por la escalera de mármol y por la mullida alfombra, aquella que estaba destinada exclusivamente a ser pisada por unos cuantos pies privilegiados. Mientras, el «pobrecito» Nicasio dio un traspiés y se cayó hacia atrás, rodando por un corto tramo de la blanca y marmórea escala. Poco faltó para que se desnucara.

Pero, no, no se desnucó. Ahora, eso sí, desde aquel día, su cojera fue algo más pronunciada.

Después del tumulto que se formó con el incidente, debieron echarle un rapapolvo, porque Nicasio nunca más volvió a impedir que entrara y saliera por donde me diera la gana.

Pero no puedo olvidar su mirada de odio, aquella horrible mirada que me lanzaba siempre que pasaba ante él, con sus ojos pequeños y acuosos de marrano. Y no solamente entonces, sino después, durante el resto de mi vida, cuando, no viviendo ya en aquel edificio y siendo bastante más mayor, iba a visitar a mi tía, y lo veía allí, parado, apoyado en su bastón, como un almirante en el puente de mando, con sus ojos empequeñecidos por el odio, siempre farfullando.

—¡Estoy harto de estos cabrones rojos que se multiplican como los conejos… —creí oirle decir.

sábado, 28 de agosto de 2010


En la casa de tía María


Cuando llegó a la Estación del Norte el tren que nos traía a mi madre y a mí desde Burgos, caía sobre Madrid una fría y menuda lluvia que calaba hasta los huesos. Al verla reflejada en los focos del alumbrado, daba la impresión de que estábamos en medio de un banco de neblina. Lo cual, unido al pestilente olor que había en la estación —orines, hollín, excremento de rata—, daba un tono muy consonante con el ambiente miserable en el que nos estábamos moviendo por aquellos días. Cuatro años hacía que había concluido la guerra y habíamos salido de Madrid y, ahora, al regresar, aún estaba presente —de una forma descarada— el paso destructivo del enfrentamiento: destrozos en los edificios; ambiente miserable y suciedad en las calles; temor y amargura en el gesto de las personas. Desde luego, no me produjo la admiración que esperaba con tanta ansiedad mientras veníamos en el tren. Tal vez la fina y fría lluvia contribuía a ello, o la pobreza palpable, o los ruidosos tranvías repletos de gente, algunos colgados sobre los estribos y con varios chicos viajando en el tope. En pocas palabras, Madrid me causó una enorme desilusión. También podía deberse a que la noche se nos echaba encima, y el frío era cada vez más intenso, mientras mi madre y yo esperábamos un tranvía en el desolado Paseo de la Florida. Tanta quietud me recordaba aquellos crudos días de la guerra, cuando las tenebrosas escuadrillas de aviones hacían su aparición mientras aullaban las sirenas y todos corrían de un lado para el otro, aterrorizados, a esconderse en algún sitio. Después, cuando los aviones se alejaban, todo quedaba en un silencio que producía más terror que cuando estaban presentes. Y el hecho de estar mi madre y yo allí, parados bajo el “mojabobos”, contribuía a aumentar mi desencanto. Debíamos parecernos a aquellos miserables que deambulaban por las cercanías de la estación abandonados a su suerte.

Pasó un tranvía, y no paró, y mi madre, viendo mi expresión de desencanto, decidió que nos fuéramos al metro.

Al sacarme del colegio, comenzaba otra etapa, otra relación, otra vida necesariamente distinta, no sé si mejor o peor, pero distinta o con otra dependencia. Y me sentía como si me invadiera una especie de delirius tremens, de sentimientos encontrados, de ansiedades y nostalgias que brotaban entre los desafectos y las necesidades. De nuevo entraba en una condición de vivir vidas ajenas, en otra etapa desconocida, de dependencia moral y física. Era un nuevo paso transitorio desde otro lugar divergente. Mi estabilidad emocional era sometida a un nuevo embate. ¿Bajo qué reglamentos se manejaban los hilos que me convertían en un perpetuo monigote?

El piso de mi tía-abuela María, situado en la calle de Génova, era relativamente antiguo. Bonito y elegante, sí, pero con un inconveniente: era interior; o sea que sus ventanas solo daban a patios —aunque, en este caso, a grandes y claros patios— y no a la calle.

En el edificio existía una cierta selección de categorías: los pisos de la parte exterior, además de ser elegantísimos, disponían de su propio ascensor: una especie de urna de cristal, monumental y silenciosa, con remates acristalados de Tiffany y mullidos asientos en su interior. Alrededor de esta silenciosa y regia máquina elevadora, existía una amplia y solemne escalera de caracol, de mármol blanco, con pasamanos dorados y mullidas alfombras. El contraste con el otro sector era notorio: para acceder a los pisos interiores había que internarse por un pasillo poco alumbrado; abordar un ascensor que, aunque decente y elegantón, dejaba de serlo cuando se le comparaba con la aristocrática e inmutable carroza dieciochesca de afuera. Además, para mayor humillación, el elevador de los pisos interiores se encontraba junto al montacargas de todos los pisos…

En la regia entrada del edificio, a su mano derecha, había una portería, y en ella, un portero uniformado, con gorra de plato, sendas paletas en los hombros y varios entorchados, los cuales le daban más aspecto de almirante que de simple vigilante encargado de la limpieza y de ver quién entraba y salía. Pero, el portador de tanto engalanamiento debía creerse la reencarnación de Nelson, porque la exageración de sus modales, su petulancia y su presuntuosa actitud —siempre fanfarrona e intimidante conmigo—, eran notorias. A mí no me quedaba ninguna duda de que, en realidad, se trataba del más auténtico espantajo que ha parido madre.

Entre este mal hombre —con una cara ciertamente antipática, enemigo de los niños y lambiscón permanente de los vecinos acaudalados— y yo, desde el mismo día que llegué a aquella casa, se entabló una guerra sorda, sin tregua ni cuartel… (continuará)


(Ignoro quién puede ser el autor de esta fotografía —que la encontré

por azar—, pero se trata verdaderamente del edificio donde está situado

el piso de mi tía María, en la calle Génova esquina a Zurbano.

Gracias al autor anónimo.)

miércoles, 25 de agosto de 2010


La historia de mi hermana Adita (1)


Tenía todo el aspecto de ser un oasis en medio del desierto. Estaba situado en un enclave rural feo y desolado, carente de encanto, y en medio de una tierras secas y negruzcas donde, aunque estaban labradas, no recuerdo haber visto crecer una planta jamás, salvo un parral situado frente al colegio. Allí había unas viñas que daban uvas negras muy pequeñas y subdesarrolladas, siempre cubiertas del lodo que se desprendía del camino. Siempre estaba todo vacío, sin gente, salvo un par de chavales desarrapados deslizándose por una cuesta en un carrito hecho con rodamientos de bolas, y las sempiternas humaredas de las seudofábricas de ladrillos y botijos, presentes en toda la zona, lo cual aumentaba el aspecto fantasmagórico del pueblo. Como todo el sector, Canillas carecía de árboles, y su signo más destacado era la desolación y el olor pestilente.

Pero, tan pronto como se traspasaba la puerta del convento, ocurría un cambio repentino. En el interior todo era distinto: la frescura del ambiente, la tenue luz relajante, la limpieza reluciente y el olor agradable a ropa recién lavada. Esto, unido a la sonrisa candorosa y la actitud solícita de las monjas, hacía que nos olvidáramos del horroroso paisaje de afuera.

Tanto mi madre —que parecía reservar sus expresiones más trágicas para exhibirlas en aquel recinto— como yo, éramos recibidos con mucho esmero por las religiosas; hasta diría que con un esmero especial, porque siempre salían varias a saludarnos e interesarse por nosotros. A veces bajaba la superiora, y nos mostraba su preocupación por nuestros problemas, y nos aseguraba que la comunidad en pleno, le pedía diariamente a la Virgen que mejorara nuestra situación. Aún así, nos decía, éramos unos seres elegidos por Dios, porque si nos mandaba tanto sufrimiento era por que nos amaba mucho (una expresión que a mí me producía escalofríos…). Después, nos invitaban a tomar un sucedáneo de café mezclado con leche obtenida de las vacas propias, y tres o cuatro galletas maría.

Más adelante descubrí la razón de tal deferencia: Adita, mi hermana mayor, había aceptado la proposición que le hicieron de que ingresara como monja en la congregación. De ello provenía aquella solicitud que nos dedicaban: habíamos pasado de ser simples parientes de unas niñas internas, a importantes familiares de una futura miembro de la orden. Lo cual representaba un rango superior.

Mi madre, que ya debía de presentir algo, cuando fue informada oficialmente del asunto, consideró que había llegado el momento de llorar a mares, y a llorar se puso. No de pena, sino de alegría, o tal vez de ambas, porque Adita siempre había estado muy unida a ella, y se había convertido en su confidente, y en quien mi madre descargaba sus pesares. Era lógico, por lo tanto, que resintiera su separación…

La repentina inclinación de Adita a abrazar los hábitos no fue bien entendida por mí. Ella, siempre tan apegada, tan preocupada por mi madre y por nosotros, sus hermanos más pequeños; tan envuelta en los temas familiares, hasta el punto de que, cuando mi padre se separó de mi madre y se fue al exilio, aún habiendo supuesto un duro golpe para ella, supo sobreponerse, dejar a un lado su aflicción personal y mantenerse unida a mi madre en todo momento, alentándola y dándole ánimos. Es más, yo tenía entendido que cuando mi madre la llevó por primera vez al colegio para dejarla interna, armó el gran escándalo porque no quería quedarse allí encerrada, y tuvieron recurrir a múltiples argumento para que consintiera separarase de mi madre…

Y ahora no quería salir de allí…

Además, desde que tomó la decisión, cambió radicalmente. Ya no era la misma de antes. Ya no la sentíamos tan próxima a nosotros. El genio calmado que siempre tuvo, desapareció como por encanto. ¿Qué se hizo de su dulce ternura?

Finalmente, alguien nos dio a conocer la verdadera versión. Pudo ser una de las monjas del colegio, o Carmelina, que siempre lo descubría todo. El caso es que tuvimos pleno conocimiento de cómo se había llevado en torno a ella el proceso para que, de alguna manera, se sintiera obligada a abrazar el hábito religioso. Aparentemente, fue lavado su cerebro con detergente del bueno: la hicieron creer que para alcanzar la salvación eterna de nuestro padre, el descarriado, ateo y perverso Eduardo, alguien tenía que sacrificarse, y si era un miembro de la familia, mejor que mejor. ¿No le gustaría ser ella quien asumiera tal responsabilidad?

Posteriormente, otros detalles fueron añadidos.

Una de las monjas del colegio, la madre Inés, tengo entendido, segunda de la superiora, le relató a Carmelina la siguiente historia: Una noche, en la intimidad de la capilla del colegio, ella se dirigió fervientemente a la Virgen María y le suplicó que si Adita estaba destinada a ser monja, mandase una señal divina. Algo que sirviera de prueba. Al día siguiente, por la mañana, contaba la promotora de aquel milagro, muy temprano, tan pronto como se levantó, bajó corriendo, entró en la capilla, se acercó al altar, y allí estaba depositada una rosa blanca con su delicado perfume… Era la muestra palpable de que Adita había sido llamada por Dios…

Yo, la verdad, nunca me lo creí, pero el ambiente no era muy propicio como para mostrar dudas al respecto.

lunes, 23 de agosto de 2010


Hablemos de la patria…


¿Qué significa España para mí? ¿Qué representa? No tengo una respuesta clara porque cada vez que me planteo tal pregunta mi cerebro se convierte en una mesa de debates, alrededor de la cual se sientan mi subconsciente, mis neuronas, los hemisferios de mi cerebro, los genes que me habitan, la memoria de mi memoria y, posiblemente, mi corazón (que es, tal vez, quien alberga los verdaderos sentimientos de mi ser), y casi nunca se ponen de acuerdo. Nací en España y eso me convierte en español. Lo acepto. Pero detrás de este hecho, solo existe una serie de pensamientos confusos, complicados y poco ortodoxos, de heridas causadas por la propia España. ¿Siento en realidad a este país como algo mío, o sea, es el que cubre todas mis esperanzas como individuo? ¿Es el que tiene en cuenta mis sentimientos y respeta mis anhelos y estimula mi fe en él?

Por lo pronto, en mi pasado está esa calamitosa «Guerra Incivil» que destruyó a mi familia e hizo que mi niñez fuera un desastre.

Por lo tanto tengo muchas, muchísimas razones para pensar así.

Si alguien me preguntara a qué país me gustaría que se pareciera España, sin dudarlo un momento, contestaría que desearía que se pareciera a Inglaterra… Es más, si me dieran a elegir mi nacionalidad, el sitio donde me habría gustado nacer, habría dicho que me gustaría ser inglés. ¿Y a qué viene tan acendrado sajonismo? Pues a que tanto Inglaterra como los ingleses encajan a la perfección en mis ideales acerca de cómo debe de ser el mundo. En Inglaterra conviven todas las razas, todas las culturas, todos los pensamientos. Y conviven tranquilos. El inglés es un pueblo que acepta que cada quien piense como quiera, sin burlarse, sin sorprenderse, sin considerar que una idea vale más que la otra. Tu puedes ver por las calles de Londres a la gente más estrafalaria, a pankis con el pelo en cresta, muy pronunciada; a predicadores en Hyde Park sosteniendo que somos unos pecadores pervertidos y que el universo no tardará en derrumbarse sobre nosotros, o que al presidente de gobierno le caerán todas las maldiciones de Tutankamon… Y el que quiere lo escucha —y si se interesa por lo que dice, puede seguirle—, y el que no tiene interés, continua su camino sin perturbarse, sin olvidarse de mostrar su compostura anglosajona, tan estoica, tan comedida, tan tolerante.

España, por el contrario, es el mundo de las complicaciones morales, de la intolerancia y, hasta cierto punto, de la incultura. Es el reino del antagonismo, del irrespeto a las ideas ajenas, de la envidia, del desorden mental, de las apariencias y el fingimiento. Pocos españoles tienen un concepto claro de la vida (posiblemente, yo el primero, pero ¿que quieren? Así me educaron…). Es el dudoso pueblo que hoy grita vivas a la constitución y al día siguiente se reúnen de nuevo para gritar «viva las caenas», como no se cansaron de vociferar durante el reinado de Fernando VII. La España actual es la nación que hoy dice «no a la guerra» y mañana aplaude a los soldados que salen para el frente. Es un país que no acaba de captar cuál ha de ser su posición ni su responsabilidad como ciudadano. Se es del Real Madrid o del Barcelona con el mismo fanatismo que se es del PSOE o del PP. Pero el español casi nunca enfrenta la condición de ciudadano responsable capaz de expresar sus deseos sin apasionamiento pero con firmeza. Por ejemplo, se lamentan los asesinatos cometidos por Franco, mientras no se le da importancia a los cometidos por los republicanos… ¿Es que son distintas clases de muertes? ¿Habrá habido una guerra más inútil y desastrosa para España que la Guerra Civil que supuso más de un millón de muertos y ni siquiera sirvió para sacar conclusiones, para aplicarnos el cuento de cara al futuro? Yo, lo digo bien alto, no soy ni de derechas ni de izquierdas porque esa es una expresión abominable de mucho uso entre los españoles, y que les impide cumplir su misión ciudadana. Norberto Bobbio, el filósofo italiano socialista, aseguró en un libro póstumo que eso de «derechas» e «izquierdas», ya no existe; que hoy esa expresión carece de significado, que es una pantomima usada por lo políticos para tapar las deserciones y para esconder los fraudes, los engaños. Trata de crear una confusión dialéctica, de imponer una idea aunque sea falsa, de inculcar en el ciudadano una desviación de su pensamiento. Porque ahora las ideas se mantienen según el lado para donde llueva o según la dirección para donde sople el viento. Hoy, el político solo se preocupa de él porque ese es su negocio, y no respeta al ciudadano que, en teoría, debiera ser el verdadero instrumento de respeto. En el mundo democrático, el ciudadano tiene que exigir que se mantengan sus derechos, y que se mejoren, es decir, que se confirmen las promesas y los proyectos de mejoras, que no sean solo compromisos con fines electoralistas para auparse al poder.

Ahora, en los tiempos de crisis, si hay alguien que debe restringir los gastos, es precisamente el gobierno, y dejar de esquilmar al ciudadano. Hay que suprimir todos aquellos gastos que solo son premios al respaldo, al apoyo incondicional, al aplauso interesado, a la «compra de votos» disimulada en «ayudas culturales». Es el pueblo, el país, el que debe de preocupar al gobernante, y no su permanencia en el poder.

Sí, ya sé que éstas son palabras propias de un ingenuo. Pero eso es lo que yo soy…

viernes, 20 de agosto de 2010


Escribir o a echar migas a las palomas


Probablemente yo sea escritor. No lo sé, porque me es muy difícil determinar mi oficio, el que habría desempeñado si hubiera seguido mis habilidades innatas. Sí se puede considerar un buen indicativo que habita en mi equipo genético: allí se concentra alguna gente dada a expresarse por medio de la escritura o el periodismo. Por ejemplo, por tratarse de los más cercanos a mí, registro a mi abuelo paterno y a mi padre, escritores, editores y periodistas ambos, pero hay alguien anterior: figura en mi poder un legajo de unas 60 páginas elaborado allá por el siglo xviii, donde se describe a un antepasado, Francisco de Ontañón, que era amante de escribir poesía y de la crónica social y, además, tocaba la guitarra, cantaba «regularmente» (no sé si era el encargado de atraer la lluvia a Medina de Pomar, que era por donde él vivía) y montaba bien a caballo. Claro, en aquella época el que no montaba a caballo, tenía que montar en burro, pero era necesario saber montar en algún animal de cuatro patas porque era el único medio de transporte—. El escrito fue elaborado por un «escribiente oficial» con motivo de un pleito interpuesto a un obispo en demanda de la propiedad de una casa solariega situada nada menos que en Villamezán, en la Merindad o el Valle de Valdivieso, en la provincia de Burgos, la cual parece que mi antepasado había heredado y que el mencionado obispo intentaba usurpar amparado por la «autoridad» que le otorgaba la Iglesia… (¡Ay, Iglesia, Iglesia, cuántas cosas apañaste que no eran tuyas…). El asunto es que mi padre localizó aquella finca e intentó comprársela a los labriegos que la habitaban, pero, a la hora de la hora, los papeles de propiedad no aparecieron, y eso significaba nuevos pleitos. Y mi padre no estaba dispuesto porque era la época de Franco, él había estado exiliado muchos años, y todos le decían que tenía todas las de perder.

Bien, pero, continuando con el análisis sobre si soy escritor o no, todavía no sé a qué atenerme. Es cierto que mi vida laboral comenzó como periodista y en ella permanecí casi cuatro años, pero, una vez en México, mi papel como crítico y reformador de la vida no fue visto con buenos ojos, y me sentí obligado a pasarme al sector editorial… En aquella época hice tantas portadas para libros (la necesidad me inspiraba) que era difícil entrar en una librería y no ver un libro con la carátula creada por mí. Y empecé a tener tanto éxito que yo mismo acabé por «comerme el coco» y darme la «chaladura» por pensar que era algo así como el Picasso de las portadas de libros. Esto, mezclado con un actividad de pequeño editor y otra de articulista ocasional sobre temas sin relieve —que, la verdad, no me agradaba—, fue lo que me situó en este enigma acerca de cuál profesión sería la mía. Luego, cuando comenzaron a llegar los hijos y, en consonancia con su presencia, se me creó la necesidad de comprarles papillas y baberos, me quedé dentro de la profesión, la cual nunca acabé por sentir como algo mío. Y para rematarla, al cabo de unos años fui contratado por el Gobierno de Venezuela —el de Raúl Leoni— para organizar una editorial del Estado (algo que al final nunca llegó a realizarse). Pero ahí fue donde me vi enrolado en la especialidad para el resto de mi vida. ¡Qué cosas! Aunque no dejaba de repetirme ¡yo soy periodista, yo soy periodista…!, y en un tono más bajito, me decía: ¡yo soy escritor!

En aquella época el trabajo de periodista tenía mucho glamour, mucha distinción y cierta resonancia. Y no tenía competencia, o apenas alguna en la TV, o en la radio. Encima, en lugar de competir, se apoyaban. Era una época cuando la gente devoraba los periódicos y las revistas para enterarse de lo que ocurría en el mundo. Y no existía Internet (que será a la larga la que acabará con todos nosotros, o sea, con lo que queda…). Por si fuera poco, ahora lo de editor ya no mola, ante la impetuosa llegada de los libros digitales; y en lo de ilustrador y periodista, ya no encajo… Así que solo me queda lo de escritor. Esa profesión donde se trata de contar historias conmovedoras a los demás… Que, por cierto, me sé muchas.

Así que: «Érase una vez…».

miércoles, 18 de agosto de 2010


Aplicarse el radio


A mí me ocurre como a los personajes del escritor Enrique Vila-Matas (no sé si a él, en sí mismo, también le ocurrirá): que nunca están seguros de nada, que las representaciones de la vida para ellos sólo son conflictos mentales permanentes. Claro, esto a mí me ocurre cuando se trata de asuntos espirituales, porque si se refiere a mi actividad personal o a mis actos, no digo que no tenga a veces alguna duda, pero se trata de peccata minuta.

Las dudas dicen que se las genera uno mismo en cualquiera de las personalidades que tenemos (hay quien asegura que todos somos de tres maneras: 1, como creemos que somos; 2, como nos ven los demás; y, 3, como somos en realidad…). Claro, si la vida fuese de una forma determinada, con una entrada y una salida totalmente identificables, y delineadas perfectamente, o sea, sabiendo de donde se viene y a dónde se va, no habría ningún problema: entonces construiría mi propia minuta de asuntos por hacer y me pondría a hacerlos con obediencia… Así, sin más reclamaciones. Pero como tengo serias dudas sobre que si lo que he hecho y lo que estoy haciendo sirve para algo —excepto para darme de comer y comprarme unos zapatos—, es decir, si tendrá objeto persistir en las cosas, porque si uno se muere y ahí desaparece la noción de existir de forma total, entonces, ¿qué caso tiene hacer o decir algo? Ojo, que no es solo mía la pregunta; que se le han formulado a sí mismos muchos filósofos e intelectuales de altos vuelos.

La verdad es que yo nunca he hecho nada por dinero —por esa razón tengo tan poco—, o sea, quiero decir que el dinero nunca ha sido lo que ha puesto en movimiento mi motor de arranque. Aclaro: nunca he hecho un determinado trabajo por el incentivo de que me lo paguen bien. Puede parecer una presunción, pero es verdad: siempre hice las cosas por el placer de hacerlas, por esa satisfacción que produce realizar un buen trabajo, crear admiración y recrearme yo mismo. Aunque, también es cierto que, en consonancia con el trabajo, viene la retribución —es algo que se da por hecho—. Pero me agrada sentirme inteligente, aunque es posible que no lo sea tanto como yo creo… Pero el hecho de ser exigente con la vida y vivir de lo que hago (escribir, editar libros, plasmar artística y gráficamente mis ideas, y trabajar con una computadora) demuestra que mi intelecto es superior a lo común. Sobre todo si se considera que tengo 78 años. Y, por favor, no tome esta declaración como una presunción. Yo no presumo de ello. Al contrario, hay veces que pienso que más me hubiera valido ser un tipo mediocre, y así estaría más dispuesto a sacrificarme, a persistir, a intentar una cosa y permanecer en ella hasta acabarla, y no a estar en todo momento pendiente de lo nuevo. Además, siendo mediocre, habría ganado más dinero, de eso no tengo la menor duda… Menos mal que en mi matrimonio he sido más persistente, pero creo que es un asunto que se lo debo más a mi mujer, Angelines, a su carácter, a su dulzura, a su comprensión, a su capacidad de aguante… No a mí, que soy más voluble… El caso —y es a lo que me refiero— que la vida ha sido construida por los obstinados, por los que están decididos a hacer algo porque creen en ello o porque les motiva su amor al dinero.

Y ahora que hablo del dinero, es curioso el significado del «vil metal» en la vida, la participación que habrá tenido como estímulo para construirla. ¿Quién lo inventaría? ¿O será que se inventó él solo? Probablemente, al principio, sólo existía el intercambio de productos. Tú me das eso y yo te doy esto otro a cambio… Luego vendría el trueque de trabajo por alimentos. Más tarde, cuando comenzó a considerarse que la plata y el oro eran metales superiores, fáciles de fundir y moldear, se usarían unas burdas monedas. Finalmente, surgió el «vil» pero adorable dinero…

Pero, me pregunto, ¿en qué medida habrá movido el dinero al mundo? Yo creo que en un 99%. Aunque Freud teorizó (ignoro si decidió demostrarlo) que no era el dinero, sino el sexo lo que impulsaba a las personas (¡qué pícaro el tipo!). Aunque es probable —y eso lo debía de saber él— que haya una relación muy clara entre sexo y dinero. Generalmente —lo sabemos todos—, el que tiene más dinero tiene más sexo, o, por lo menos, si no tiene más, sí lo tiene más variado. A mi edad —y no me refiero a mí, porque yo soy pobre y ya he renunciado a conmover corazones—, cuando se tiene dinero no importan tanto los años: la actividad sexual se mantiene… Claro, apuntalada por la plata. Y si no, que se lo pregunten a Hugh Hefner, el dueño de Playboy, que se puede considerar el «único pellejo que fornica» en todo el mundo. Lo que no se explica bien a qué métodos recurrirá o a qué números, o a qué sustancias estimulantes. Porque yo no creo que el Biagra (¿o Viagra?) funcione a esos años… No sé si conocen ese chiste de un viejito que ya no se le levantaba el miembro y lo consulta con un amigo. Éste le dice: aplícate el radio. Al poco tiempo, después de aplicárselo, vuelve a encontrarse con el amigo y le dice que aplicarse el radio no sirve para nada. ¿Pero qué clase de radio te aplicaste?, le pregunta. ¡Pues el de las ondas electromagnéticas…!, dice él. ¡No, hombre, yo me refería al radio de una bicicleta…! (Bueno, si no quiere no se ría.)

lunes, 16 de agosto de 2010


Al menos, un cm3 de sensibilidad


No es mi estilo criticar a las personas, pero reconozco que existe gente que tiene menos sensibilidad que la suela de un zapato… Son aquellos que ven la vida como si todo fuera de corcho, o de plástico, o de hojalata (o de oro), sin alma y sin nada que admirar ni nada que resaltar; son los que nunca se enternecen ante la sonrisa de un niño, ni se recrean con la solemnidad de una flor, o con la lectura de un libro, o con la audición de una bella canción o con un Concierto de Beethoven o de Rachmaninov. Son gentes para las que lo único que importa es su gozo material o el estado de su cuenta corriente, o la situación de sus posesiones, o de sus mal llamados «bienes»… Nacer, percatarse de que se está en la vida, ir a la escuela, buscar un trabajo, iniciar una actividad, «echarse» novia o novio, casarse, tener hijos, envejecer… y, después, morir. Y ese milagro de la Naturaleza de habernos dotado de unos sentimientos que nos hacen percibir la vida, o de un cerebro, que nos arrima al alma de las cosas, y poseer una sensibilidad para anonadarnos ante la belleza, o para admirar el arte, o la naturaleza, y que nuestro entendimiento penetre más allá de lo aparente, ¿no es un milagro? ¿Y la realidad de maravillarse, perder el sueño y la concentración ante cualquiera de las múltiples y apasionantes manifestaciones del amor…? ¡Qué poder nos ha sido dado; qué sentido para detectar el bien y el mal, qué conciencia para captar lo que nos rodea! ¿No es una facultad como para que la dejemos pasar sin haber sido capaces de sentirla? Bien es cierto que, a veces, el estado de ánimo, la sensibilidad de la conciencia, dependen de como funcionen las cosas, pues hay momento que todos los sentidos se tornan opacos, que nuestros ojos se niegan a ver, que nuestro corazón casi no palpita, pero a esos momentos podemos sobreponernos porque hemos sido dotados con recursos para ello.

Yo admiro a esos fotógrafos que son capaces de captar la belleza en el desconchado de una pared, o de una escalera que no va a ninguna parte, o de un gesto desabrido, o de una sonrisa malvada, o de un árbol maltratado y con su vitalidad perdida. Ellos tienen la sensibilidad tan a flor de piel que son capaces de descubrir la belleza dentro de la fealdad, y lo maravilloso dentro de lo repugnante. Pero, es necesario tener vida interior, observar las cosas con los ojos del corazón y no solo con los de la mente, o verlo todo desde la superficialidad. Los animales detectan la vida gracias al olfato y, algo, desde la vista, pero, generalmente, sus motivaciones son sexuales, alimenticias o instintivas, impuestas por la Naturaleza; ¡pero nosotros somos humanos! y hemos sido dotados con una serie de funciones que, a veces, se nos mueren por falta de uso, o no las desarrollamos por los prejuicios que nos sacamos de la manga, sin pararnos a reparar en ellos o por falta de una información fidedigna. El otro día leía —ignoro si es un detalle histórico— lo que verdaderamente impulsó a Beethoven a componer su dulcísima sonata Claro de Luna. Ocurrió en un momento donde él pasaba por una crisis: se sentía tan frustrado de la vida (se acababa de morir el único mecenas que tenía) y estaba solo y abandonado —además de completamente sordo— hasta el punto que llegó al extremo de pensar en suicidarse. En eso se le acercó una niña, vecina suya, que era ciega y le pidió que compusiera una música que le permitiera contemplar la luna, «ver» cómo era ésta. «Tú tienes ojos y puedes ver la vida, pero yo no…». Y Beethoven se sintió tan afectado que compuso la serenata y logró que la niña «viera» la luna y se sintiera feliz. Y él, cuando se percató de que había seres cuya situación era peor que la de él, abandonó la idea de suicidarse. Es decir fue esta sonata bendita la que lo salvó a él y perfeccionó la «visión interior» de la niña. Tras esta composición, creó la Novena Sinfonía, con el Himno a la Alegría final, y el día que lo estrenó, la gente lo aclamó con estruendosos aplausos y bravos, y Beethoven definitivamente retornó a la vida…

sábado, 14 de agosto de 2010


Mitos y leyendas


Con esto de la Asunción de la Virgen se demuestra que la mayoría de las historias que nos cuenta la Iglesia son puras patrañas. Primero, que no tiene ninguna lógica y ninguna razón de ser que el cuerpo de un ser humano ascienda y esté vagando por el Cielo tal como estaba en la Tierra, así, como si para él no contaran las leyes de la física, ni le influyeran las fuerzas de la gravedad… Pero, además, qué aburrido tiene que ser: los demás, siendo espíritus, ligeros como la brisa, sin necesidades ni obligaciones físicas como bañarse o comer, y con esas «prácticas» propiedades de traslación y penetración donde la materia no significa un impedimento, y la Virgen todavía cargando con el peso de su cuerpo, con todos los inconvenientes que eso conlleva: tener que mantener la línea, llamar a las puertas para poder entrar, sufrir cólicos y malas digestiones, necesidad de comer y defecar, enfrentarse a los rigores del tiempo, tener sabañones en los pies, tener necesidad de visitar al médico, cortarse las uñas de cuando en cuando, y tener que comprarse ropa, zapatos y libros o juegos electrónicos para pasar el rato, etc. No, ese no sería ningún premio, al contrario: sería un castigo. Además, los que la vieron ascender se quedarían alelados: de repente se empezó a elevar su cuerpo de la cama, salió por la ventana y se fue elevando a los cielos rodeada de ángeles. Como si fuera un globo. Y es que las religiones se las inventan a veces mejor que Walt Disney. ¿Quién sería el que decidió esta configuración dedicada a la denominada «madre de Jesús»? ¿Qué Papa con qué mente calenturienta se inventó el asunto? ¿Qué sínodo fue el que impuso tal competencia entre los asistentes para ver quién agregaba más detalles envueltos en «leyes divinas»? Es en eso y en otros muchos detalles donde se demuestra que en la Iglesia Católica, en su creación, participaron históricamente muchos ministros analfabetos, gente sin cultura aunque sí con una imaginación muy desarrollada. En eso los protestantes les llevan ventajas a los católicos: ellos están más en convivencia con los tiempos, con las realidades, con las leyes de la naturaleza. Los católicos han creado un mundo antropológico, llenos de mitos y de cursilerías que, además, no habría necesidad de ellas porque la gente no va a creer más en Dios si se le dice que la Virgen María ascendió a los cielos en «cuerpo y alma», decretos que, por otro lado, ignoran las leyes de la naturaleza o se las saltan a la torera… ¡Estamos en el siglo XXI y ya las cosas no cuelan como lo hacían hace cinco o seis siglos!

Claro, me prometí a mí mismo no meter mi cuchara en estos asuntos, pero, ¡cuántos mamporros, cuántos tirones de orejas me llevé de pequeño por tratar de razonar estos «misterios» e insistir en pedir explicaciones acerca de ellos…! ¡Ahora quiero sacarme la espina!

Además, seguro que el cura de mi pueblo no lo lee…

jueves, 12 de agosto de 2010


Ateos por interés


Sí, yo ahora que estoy más introducido o más dedicado al lado espiritual de la vida, percibo que en ella se nos ofrece un número mayor de incentivos, de instrumentos enaltecedores, y de manifestaciones de gran enjundia existencial. Y no deja de ser curioso —además de paradójico e inexplicable— que gente de indiscutible valía intelectual y de sólidas exigencias morales, se esfuerce y se atrinchere en actitudes cerriles donde solo —o casi solo— se considera lo material, e insisten en el desprecio hacia todo aquello que nos llega desde el alma. Claro, también podría ser que su capacidad intelectual no dé para más o que adolezcan de una atrofia de ciertas partes del cerebro, o que sean cortos de vista y absolutamente negados a la manifestación metafísica, o que traten de defender a como dé lugar los intereses que les aporta su negatividad, o su supuesta falta de imaginación, porque es curioso que se da el caso de que, por lo general, detrás de la propagación y la machaconería de sus ideas, negativas a ultranza, siempre hay un libro escrito, o varios, que «respalda» su economía (¡perdón! quise decir su teoría). Si yo escribiera un libro y dijera que había que respetar los diez mandamientos que se supone que están escritos por el mismo Dios sobre una losa de piedra, me mandarían a tomar… viento, y solo le vendería un ejemplar a mi vecino, para lo cual tendría que invitarle a merendar, o hacerle un descuento del 90%. Por esa razón, lo más «práctico» es sostener lo contrario, puesto que vende más…

No hay otra explicación. Porque, sea como sea, si uno se detiene a observar el mundo, si verdaderamente repara en él poniendo en ello todos los sentidos, si tiene capacidad de asombro y sensibilidad, no le quedaría otro remedio que preguntarse qué es todo esto, de dónde viene y para qué estamos aquí; es decir: quién o qué nos hizo y cuál puede ser el fin.

¡Cuántas cosas nos rodean que son milagrosas o extraordinarias que no creeríamos en ellas si no fuera porque las estamos viendo. ¿Aceptaríamos la existencia de la luz si no la viéramos y usáramos? Supón que no estuviésemos a una distancia apropiada del sol y todo estuviera siempre en penumbra? ¿Cómo sería la vida? ¿Qué representa la luz para aquellos peces que viven en el abismo? Imagínate un pez que después de estar en la superficie, llega al abismo y le dice a los otros peces: «He visto la luz». Los otros le tomarían por loco… ¿Y como sería una vida sin colores si no fuese por el empeño de la física en que los veamos, que los usemos y que modifiquemos nuestra psiquis según el que se nos muestra? ¿Y qué significado tiene la conciencia, de dónde nos viene y por qué hay veces que nos carcome las entrañas y otras hace que nos sintamos contentos o enaltecidos? Existen un sin fin de propiedades, de armonías, de sistemas que suscitan preguntas, como aquellas facultades que poseen una aplicación humana y que son inherentes a nuestra condición de personas, haciendo de nosotros unos pequeños dioses, como la apreciación y la realización del arte; el sentido de la belleza, la curiosidad y el deseo del saber, la facultad de anonadarnos con la música, la memoria y su estrecha alianza con los recuerdos; la misma facultad de hablar que tanto amplía nuestros horizontes y nos permite exponer nuestras ideas, o da pie a inventar el cine y el teatro, o a maldecir al que nos acosa, o a cagarnos en la mamá del que nos robó la cartera.

El que implantó que en el ser se produjera placer a la hora de fabricar un hijo, es porque tenía necesidad de ellos, porque si no el mundo se hubiera acabado apenas nació, o no hubiera llegado a nacer, porque ¿a quién le importaría nuestra presencia si no fuésemos útiles para «algo»?

lunes, 9 de agosto de 2010


La horrible imperfección de lo perfecto


Supongo que existen personas que tienen una vida más regular que la mía. Me refiero a ésas que nunca reclaman nada, que se someten a todas las imposiciones que les son requeridas o que se conforman con lo que les ofrece la vida. Así sin más. En pocas palabras, aquellos que viven en la rutina o en un orden serio y bien planificado, que saben lo que tienen que hacer hoy y lo que harán mañana… Ese tipo de personalidad, desde luego, no va conmigo, no es aplicable a mí que, además de tener cierta propensión a meterme en asuntos complicados, siempre estoy buscando un cambio de aires, algo que aporte nuevas ilusiones a mi mente.

Lo que más llama mi atención es la diversidad. Por esa razón hago el intento de no dejar de observar ninguna —o casi ninguna— de las múltiples y singulares manifestaciones que presenta la existencia, y no escatimar para nada mi inclinación a fantasear y vivir en el ensueño. Admiro el colorido de la vida, sus espejismos, sus múltiples facetas artísticas y las manifestaciones surrealistas que nos presenta el diario vivir.

No obstante, hay veces que me pregunto cuál será el punto medio —claro, siempre que exista uno— más aceptado, si hay una norma, porque también pudiera ser que los «reglamentos», las actitudes de las personas, sus creencias, sus fabulaciones, la mayoría de sus costumbres y sus mitos, no existan como regla fija, sino que hayan ido elaborándose solas, por generación espontánea, a medida que se desarrolla la vida o se inventa la cultura, o a medida que surgen las supersticiones y los desvíos de la mente. ¿Cómo vamos a saber con qué fin nos puso la Naturaleza en este mundo? Porque yo no acabo de creer —como sí cree Eduardo Punset y otros— «que estemos aquí para nada»… Puede que las ambiciones, los propósitos, los deseos «artificiales», hayan ido modificando nuestras inclinaciones, o sea, que se nos hayan ido desviando de lo que puede considerarse como el punto medio de partida. Eso sí lo admito…

Hay veces que «juego» a crear un mundo perfecto, donde todo funcione bien, donde no existan las amarguras ni las desdichas, ni se multipliquen los problemas de alimentación o de trabajo, pero al final desbarato el juego porque llego a la conclusión de que un mundo así no podría existir, no sería factible. Y, de cualquier modo, ¡qué horroroso sería un mundo perfecto! Nunca sería apto para seres humanos, sino sólo funcionaría a base de robots o gente a los que les han extirpado el cerebro o se lo han adaptado. Desde luego, en lo que a mí se refiere, prefiero lo imperfecto, las emoción de lo imprevisto, el mundo donde todos los días surgen modelos nuevos. Ya Huxley, con su Un mundo feliz, presentó hace unos cuantos años esa faz horrible, esa gente «perfecta» con ínfulas de superioridad y dominio de la vida, y resultaba macabro aún cuando todo funcionaba como un reloj. Incluso, creo recordar que en la novela se presentaban algunas comunidades cuyos genes han sido modificados y se había llegado a lograr que una gran parte de la población se sintiera si no feliz, sí conforme con el oficio que la habían asignado, aunque no fuera grato… Pero, ojo: este ya es un camino por donde se está comenzando a transitar. ¿Que no? Pues infórmese de todo lo relacionado con el «Proyecto genoma humano» y verá usted lo cerca que estamos de convertirnos en cobayas de los científicos…

No, definitivamente, prefiero a los disconformes. Me parece más en consonancia con el ser humano, ese que se equivoca con frecuencia. Yo prefiero considerar que aquel que está desempeñando una labor ingrata, aspire a hacer otra función más atractiva.

No hace mucho, cuando yo vivía en Valencia, un amigo que era vecino mío y me lo encontraba todos los días en el metro cuando ambos regresábamos a nuestros respectivos hogares, se quejaba amargamente de su vida sedentaria, de la rutina insoportable de cada día, de ese estar siempre haciendo lo mismo. Y manifestaba cierta envidia de mi vida que, según él, estaba llena de glamour y con tantos y tantos —enfatizaba— aspectos atractivos. Manifestaba sin rodeos que le hubiera encantado que su trayectoria hubiese sido así, parecida a la mía: variada y libre; incluso, aún en el supuesto de que en algunos momentos fuera insegura o incierta —lo que, para él, constituía la verdadera emoción de vivir—, a mí nadie me obligaba nunca, nadie me sometía ni yo tenía que pedir permiso a nadie para respirar, como sí le ocurría a él. Y, además, yo había viajado, había conocido otros países, otras costumbres… Además, decía, envidiaba abiertamente mi constante huida de los convencionalismos, de la rigidez de criterios, y de las imposiciones sociales. Él nunca había logrado salir de esa oficina de contabilidad donde llevaba trabajando a lo largo de los últimos treinta y tantos años, ni de sus números, de sus cálculos de porcentajes, de sus «cargos por comisión» o de esas sumas interminables que producían sueño, y donde los únicos temas de conversación giraban sobre fútbol o mujeres.

Yo, desde luego, prefiero una pintura de Picasso a una de Velázquez…

viernes, 6 de agosto de 2010


El revulsivo del blog


Mis hijas, a veces, me llaman la atención porque en alguno de mis blogs revelo ciertos hechos que, según ellas, pertenecen al dominio de lo íntimo, de lo estrictamente personal. Por ejemplo, ayer, hablando por teléfono con Adita —mi hija mayor—, me censuraba que hubiera expuesto con tanta sencillez aquel «posible» milagro atribuido a Angelines, donde relataba que, con mi ruego dirigido a ella, había logrado la desaparición de un dolor agudo en la planta de mi pie…

Por lo cual esta ocasión me viene de perlas para entrar en el tema y tratar de dejarlo claro.

Aunque la vida, toda, es un milagro, yo no creo en ellos. Es decir, no creo en la existencia de los milagros porque carecen de explicación científica y filosófica, e, incluso, religiosa. Pero sí soy de los que creen en el trabajo del inconsciente (ahora —o no sé si ya desde antes— en psicología parece que hay que decir «inconsciente», no «subconsciente», como a mí me gustaría decir…). Pero sería de tontos ponerme a implorar a mi inconsciente que me cure mis males, porque éste no actúa movido por ruegos directos ni plegarias y, además, porque no sabría dónde dirigir mi súplica, dónde localizarle, en qué lugar de mi organismo está. ¿Está en la cabeza? ¿Está en el corazón? ¿En el estómago? ¿En los riñones? ¿En la oreja izquierda? No me lo puedo imaginar asentado pomposamente en un lugar determinado de mi organismo esperando que yo le rinda pleitesía y le pida favores. Y, además, no sé si me atendería porque él tiene el motor de arranque en una frecuencia indirecta y las insinuaciones directas no le gustan. O sea: no actúa movido por súplicas de tú a tú. Sin embargo, cuando me dirijo a un espíritu, aunque esté en la duda de si existe o no, sí sé dónde debo dirigirme, porque, según los entendidos de los entes espirituales, o los espiritualistas, o los peritos en cosas del espíritu, éstas, las almas, están donde uno quiere que estén ¡Ahí, a la vuelta de la esquina! ¡Ah! y también se puede utilizar una fotografía (como yo hago); o el espacio sideral, el firmamento; un árbol, una flor, incluso el sol que a los Incas les concedió múltiples favores hasta que los Conquistadores destruyeron esa creencia. Y cuando lo hago, instintivamente, pongo a trabajar a mis fuerzas del inconsciente.

Ese es un hecho que nadie me lo puede discutir, ni los psicólogos ni los científicos: ¡creo absolutamente que mi inconsciente trabaja para mí y puede curarme! aunque debo detectar cómo llegar hasta él y qué lo pone en movimiento. Y ahí sí: la ayuda de Angelines es fundamental. Ella hace de mediadora…

Y hablando de mis blogs, yo los escribo para darme a conocer y para conecerme yo mismo. O sea, para que mis hijos, sobre todo, tengan una referencia más precisa de ese ser que fue su padre y que tenía escondidas algunas de sus facetas más íntimas. Y para eso expongo no solo lo que es «políticamente correcto», sino todo lo que me configura. Habrán visto que aquí hablo lo mismo de mis vicios que de mis virtudes, de mis ideas y prácticas sexuales, de la interpretación de mi vida y de mis relaciones, tanto dentro como fuera del matrimonio, y hablo de mis sentimientos como puedo hablar de mis sueños y mis falacias. Ojalá que yo hubiera tenido algo así de mi padre… ¡Pero qué va! Y, en realidad, me quedé sin saber quién era. Algo que me contó Mada pero siempre con muy buena voluntad para cambiar el criterio que tenía de él, que, por cierto, no lo consiguió… Es decir, nunca conocí a mi padre real, sino al chiquitajo aquel medio regañón que siempre andaba detrás de las chicas…

El otro día leía en el blog de la mexicana Ángeles Mastretta, Puerto libre, el cual sigo, donde exponía su concepto sobre lo que debe ser un blog. Y yo no estoy de acuerdo con lo que afirmaba a pesar de que ella es una mujer muy inteligente que admiro mucho y me suele agradar lo que dice. Para mí un blog es como un diario, donde uno expone sus sentimientos, sus sueños y sus fracasos, y todos los aspectos negativos y positivos de su vida, no solo sus opiniones y sus censuras a los demás y sus escritos para vender más libros o para que mis lectores vean qué listo soy… El blog es como la descarga de una tormenta, y de las angustias y los quebrantos del corazón, un fervor a la vida, un revivir el pasado, una ventana abierta para airear el alma… Yo, hoy, acepto todos los caminos que emprende la gente, así como sus creencias y sus litigios consigo mismo. Respeto todas las ideas, excepto las destructivas que perturban al mundo. Acepto hasta la que propone que el mundo está boca arriba y sostenido por una tortuga gigante. ¿Quién nos puede convencer de lo contrario? Pues mire, aprovecho para avisar: el día que se encuentren con esa tortuga, no me vengan a mí con reclamaciones, porque yo ya he avisado…

miércoles, 4 de agosto de 2010


Regreso y salida de España (2)


Fue cuando nuestros hijos comenzaron a desperdigarse.

Bien aplicado o no tan bien, nuestro plan educativo siempre consistió en el amor: en ningún momento se nos hubiera ocurrido reprimir a nuestros hijos a base de pegarles, y evitábamos recurrir a los castigos. Y no les exigíamos buen comportamiento bajo amenazas de infiernos, ni pecados mortales, ni nada que representara amenazas corporales, sino a base de ideas más racionales. Pero el cambio fue para todos muy brusco: en Venezuela, asumido como costumbre por casi todas las familias, los hijos vivían más apegados a los padres. Sus necesidades de esparcimiento se desarrollaban en el seno familiar o en el círculo de la escuela. Íbamos siempre todos juntos a la playa, o al campo, o a los lugares de recreo: todos al cine, todos a las fiestas de cumpleaños; todos a los centros turísticos…

Tal como pintaron las cosas para nosotros desde el primer día y algo descontrolados por el cambio tan brusco impuesto a nuestras vidas, y metidos en la dulce emoción de vernos con el hábitat familiar recuperado, nos dejamos arrastrar por la deliciosa, aturdidora y alocada corriente. Y nos fuimos yendo a pique.

Nos sentíamos hasta tal punto tan eufóricos y dichosos, que hasta caímos en el engreimiento.

Y aquella familia que había llegado tan unida de Venezuela, comenzó a desunirse.

Angelines y yo, caímos en excesos frívolos, un tanto irresponsables desde el punto de vista de nuestra misión como padres. Estamos en España, pensábamos, y aquí nuestros hijos no necesitan tanto de nosotros. Además, había que dejarles que sus personalidades se manifestaran por sí mismas; era preciso que fueran adquiriendo la capacidad de tomar decisiones sin tener a los padres siempre encima, nos decíamos. Y así, de paso, podíamos dedicar más tiempo a nuestros asuntos, retornar en cierta medida a ser aquella pareja de novios un tanto alocada y frívola que siempre fuimos. En una palabra, tratábamos de recuperar el tiempo perdido…

O sea, que nosotros a lo nuestro: con los amigos, las largas noches del fin de semana, noches de whisky, humo de cámel, cenas de gran gurmet, bailes descoyuntados, pókeres y, si se terciaba, cine o teatro, churros en San Ginés y a casa de amanecida… Los domingos, eso sí, todos a misa de doce, la compra de revistas y periódicos en el quiosco cercano, el consabido pastel en “La Habana”, la comida sobre las tres, y las aburridas tardes de televisión en medio del entresueño.

Ahí fue cuando nuestros hijos comenzaron a distanciarse. Fueron quitándonos la confianza y pasándola a sus amigos. Ya no nos consultaban, ni nos hacía sus confidencias. Tenían vida propia… ¿No era eso lo que pretendíamos?

El empujón definitivo para levantar el vuelo de nuevo vino casi sin buscarlo: por exigencias de mi trabajo, tuve que viajar repetidamente a América: México, Colombia, Panamá, Venezuela, Guatemala, República Dominicana eran visitados regularmente. Entre tantas idas y venidas, de manera informal, hasta por puro divertimento, comencé a fraguar una empresa editorial de tipo comunitario, cifrada en producir libros de enseñanza en régimen de multiedición por casas editoriales de diferentes países. Y hoy se hacía un escrito; mañana una consulta, posteriormente una proposición, y así, como quien no quiere la cosa, se iba dando cuerpo a la idea. Y cuando la teoría ya era un hecho y solo faltaba la práctica, es decir, el capital, apareció, casi sin buscarlo, un inversionista. Y si eso era poco, una editora norteamericana de gran renombre se mostraba dispuesta a cedernos parte de su fondo para adaptarlo.

La idea cada día se volvía más tentadora.

No había salvación…

—¡Haced las maletas, que nos vamos para México!


En la fotografía, en el Museo Nacional de

Antropología, recién llegados a México D.F. (1981)

lunes, 2 de agosto de 2010


Come, reza, ama


La vida tiene infinidad de vertientes, y muchos caminos, y nos fuerza con incontables estratagemas, pero todos los movimientos se conjugan en dos: los que pertenecen a estados espirituales y los que pertenecen a los materiales. Y no me refiero a unos o a otros, sino a los dos en conjunto y donde sólo hay una variante: la dosis que utilicemos de ambos. Existen personas donde predomina lo espiritual, y otras donde predomina lo material. Y están también aquellas que son proporcionalmente equilibradas.

El caso de Elizabeth Gilbert, en su libro Come, reza, ama —que termino de leer en estos días—, es uno de los más representativos de este concepto.

En una descripción resumida, diré que este libro se refiere a una mujer —la propia autora— periodista, casada y con una relevante personalidad —esto conviene destacarlo—, que vive hastiada de la rutina, de todo lo convencional que hay en su vida, y también se cansa de ese tipo de amor un tanto hueco, practicado sin mucho entusiasmo o, a veces, de forma maquinal. Entonces, ella decide romper con todo porque desea darle a su vida una intensidad mayor, identificarla con otros sentimientos…

Se divorcia y emprende un camino en pos del secreto de vivir efectuando un recorrido por determinadas costumbres y creencias del mundo: pasa cuatro meses en Italia, Roma —come—, cuatro meses en India, Bombay —reza— y cuatro meses en Indonesia, Bali —ama—. El libro (del cual se está haciendo ahora una película con Julia Roberts como protagonista) entra de plano en el pensamiento y los sentimientos de una mujer, y narra las peripecias de dicho recorrido, sus encuentros con personas de diferentes culturas, su vida en un ashram (especie de internado para el desarrollo de la meditación), su relación con curanderos, gurus, y, sobre todo, la consecución de Dios así como su inserción en la vida mística.

Y, sobre todo, intenta desarrollar una nueva interpretación en la práctica del amor.

Es un libro escrito por una mujer y elaborado, creo, fundamentalmente para lectoras, o sea, no con exclusividad, pero sí mayoritariamente (yo se lo recomiendo a los hombres para que conozcan más profundamente a las mujeres, cómo éstas piensan y sienten), donde expone cómo una mujer interpreta y practica el juego de vivir (en mi opinión, con mayor enjundia, profundidad y espiritualidad que los hombres).

Claro, aquí no se trata esencialmente de abandonarlo todo y salir a darse un garbeo por el mundo, porque eso solamente lo puede hacer una periodista como Gilbert, a la cual le pagan sus trabajos los haga donde los haga, sino captar cómo hay que acondicionar la vida, cómo hay que amar, y cómo hay que disfrutar de lo material, incluso de lo que se come. O sea, de cómo cumple con tales menesteres una mujer y cómo los va asimilando e incorporándolos a su vida.

Dejando a un lado ese tufo de best seller comercial del cual está impregnado el libro —con su película como remate—, el contenido es interesante o, mejor, interesantísimo… Es un libro que «espiritualiza» a las personas, que les da a entender que detrás de esas luces de neón, de esa escandalera de la gente entrando y saliendo de los grandes almacenes, de esos pasajeros que se agolpan en el metro, de ese atiborramiento de las playas o de las autopistas, o de los clubes de moda, hay otras vidas, otros sentimientos, otras afluencias; hay otras necesidades perentorias —a las que hay que atender— tanto del alma como de la mente.

Claro, es inevitable que haya ciertas ingenuidades: un año no es mucho tiempo para cambiar unas perspectivas tan importantes y aquí todo ocurre a demasiada velocidad. Por ejemplo, hay un muestrario de formulas para encontrar a Dios y relacionarse con él, lo cual, según el libro, parece relativamente fácil (la autora lo encuentra dos veces…), pero no lo es tanto (yo llevo buscándolo varios años y todavía no lo he podido encontrar, o no lo he podido encontrar del todo). Está claro que si tú crees que Dios hace volar a las aves y hace crecer la yerba, es muy fácil encontrarse con él porque puedes ver su presencia en todas partes… Pero hallar su existencia indescriptible y justificarla no es solo cuestión de viajar a Bombay. Creo. Se trata más bien de introducir tu sensibilidad y tu percepción por el sendero espiritual adecuado y habilitar tu entendimiento…

Respecto a las escenas de amor con el brasileño Felipe son tan intensas, tan espirituales que dan envidia. Parecen sacadas del Kamasutra. Son buenas, magníficas, muy espirituales, qué duda cabe, pero quizá un tanto exageradas o irreales, y, sobre todo, muy literarias. Además, ¿es posible sostener una relación tan intensa con el paso del tiempo? Si se pasan tantos momentos metidos en la cama, podría ocurrir que acaben cayendo en la rutina… Para mí lo más valioso de estos encuentros es que nos acerca a la representación espiritual del sexo, lo cual contiene unos sentimientos que pueden convertirse en permanentes, porque se basan en una interpretación distinta y te adicionan a sentimientos diferentes.

Aquí, donde yo vivo, cada vez que una mujer del condominio me ve con el libro en la mano, enseguida me dice: ¡Ay. Yo ya lo he leído! Inmediatamente le pregunto: ¿Y qué te ha parecido? Está bien, pero eso es algo que no está al alcance de todos… Otras lo alaban profundamente porque un libro que ha sido un best seller tiene que ser bueno a como dé lugar. Luego, hay unas pocas que lo alaban porque lo entienden, y que me dicen: ¡Qué bueno sería poder hacer algo así! Y yo les digo: ¡Puedes comenzar desde ahora mismo, porque el libro no promueve que te vayas de viaje a Roma ni a Bombay, sino que te animes a entrar en una vida espiritual más intensa, más sentida, más notable…


En la entrada de este artículo aparece la fotografía

de Elizabeth Gilbert, que es la misma que figura en la solapa

de la edición española publicada por la Editorial Aguilar.