domingo, 31 de enero de 2010


A propósito de la felicidad


A ver, dime: ¿qué significa la felicidad para ti? Pregúntatelo tú misma/o, pero pon atención en lo que te voy a decir: busca tu respuesta poniendo el mayor interés en que sea exacta y, sobre todo, sincera, sin prejuicios ni recurrencias a enmascararla mediante la gran variedad de descripciones superficiales y facilonas —plagadas de tópicos— que circulan por la calle. De la misma forma, olvídate de las descripciones académicas —que, generalmente, tienden a magnificar o desfigurar la realidad de los estados de felicidad—. ¡Ah! y huye en lo posible de esas señales manoseadas —y a veces confusas— lanzadas por psicólogos, psiquíatras y «autoridades» en la materia. Porque, en todo caso, creo, la felicidad es un asunto doméstico, personal, que debe procurarse cada día, cada momento, a base de buscarla y reconocerla por los propios medios. Recuerda que para definir nuestros sentimientos, para confirmar nuestros estados emocionales o de ánimo, no hay nadie más capacitado que nosotros mismos. Estamos en el siglo xxi, es decir, en un momento propicio de la evolución humana como para saber utilizar nuestra capacidad de criterio, para entender que nuestra facultad de analizarnos a nosotros mismos y comprender nuestros estados del alma es más auténtica que la que se daba en el pasado o la que hoy proviene de microscopios ajenos.

Aún así he de confesar que mi propio criterio sobre la felicidad es un tanto errático, y que si hago esta propuesta es con el fin de, al pensar en ellas y escribirlas, estar en condiciones de aclarar un tanto mis ideas… Por lo pronto debo expresar con el corazón en la mano que no le guardo ningún respeto a esa felicidad espontánea y superficial cuya duración es leve, es decir, a la felicidad inventada por autores/as de novelas rosa, la misma que penetra en el terreno de lo insustancial, o aquella otra que se funda en una alegría o en una satisfacción momentánea. Para mí la felicidad es o debería ser un estado permanente, un sentimiento profundo y sostenible, algo mucho más trascendente y de mayor calado que la que se suele exponer, incluso, en los manuales dedicados a analizar los estados del alma… Considerando, además, que, en todo caso, se trata de una disposición personal, de algo basado en el reconocimiento de cada quien. Y, también, muy de acuerdo con la dopamina que generan nuestras neuronas.

Yo creo que el primer requisito para ser feliz es saber serlo —y saber desearlo—, así como poseer una alta y selectiva sensibilidad para percibirla y sentirla, para lo cual se requiere, creo, un estado de paz consigo. Por otra parte, está la personalidad de cada quien, las exigencias en cuanto a lo que es felicidad y lo que no lo es… y que dependen hasta de la educación recibida y de los prejuicios y mitos que hayan inculcado en nuestra mente infantil y en nuestros genes.

Ahora, de cualquier manera, dependen y consisten, principalmente, en saber aceptarse y mantenerse aplicando el mejor y más sano estado emocional que seamos capaces de desarrollar, y hacerlo como actitud principal en nuestro desenvolvimiento diario, sin dejarse dominar por esos momentos adversos eventuales, que, en el fondo, casi todos, entrañan una solución.

En mi caso, hora, cuando no me falta mucho para cumplir los 78 años, al contemplar mi vida y su trayectoria, pienso en cuántos tiempos de ella han sido verdaderos y cuántos, si no falsos, sí insignificantes o anodinos, por no ser capaz o no poner intención de captarlos y vivirlos en el momento. Y ahí es cuando siento cierta congoja, cierto vértigo y un inevitable vacío en el alma. Porque, bien calibrada y poniendo la mejor intención del mundo, creo que los momentos verdaderos, los «sentidos» o los advertidos, solo alcanzan, si acaso, al 10 por ciento. Luego, si lo cuantifico, los momentos verdaderamente sentidos, los vividos con profundidad, no pasan de ocho años. Incluso ahora, no podría asegurar si fueron ocho años de felicidad percibida en el momento que se dio, o solo proceden del recuerdo… Pero, tal vez, la vida deba desarrollarse así, porque uno no puede estar todo el día repitiéndose ¡Qué feliz soy, qué feliz soy!, o captando cada momento, cada acción. También lo anodino, lo no sentido, forma parte del vivir diario y en algún lugar deben anidar…

En resumen, para mí la felicidad es un enaltecimiento del alma, una armonía producida por un estado de paz interior, una actitud de conquistarla, una consecuencia de la personalidad… Ahí no hay cabida para el decaimiento moral, considerando que casi todo en la vida es ocasional. Hasta las ingratitudes.

En realidad, yo creo —y así lo digo con el mayor énfasis— que el amor, aún siendo a veces causa de nuestra desdicha, es, sobre todo, el mayor motivo de felicidad.

lunes, 25 de enero de 2010


En realidad, ¿las creencias nos salvan?


¿Cómo sería hoy la vida si la humanidad no hubiese mantenido históricamente ninguna creencia; si en el comienzo de los tiempos, cuando aparecieron y habitaron la Tierra los primeros humanos, no se hubieran empezado a desarrollar los comportamientos, es decir, los principios y las razones morales, las bases de la conducta, la ética, la obediencia, el sentido de justicia, la compasión, incluso el amor y la solidaridad, sugeridos y sostenidos desde bases religiosas? ¿Te imaginas nuestro mundo sin catedrales, sin iglesias, sin templos, sin cruces, sin lugares de oración, sin gente orando, sin gente observando o haciendo lo posible por observar los fundamentos o los diez mandamientos de la ley, sin abnegados misioneros en tierras inhóspitas, lo mismo que provengan de una religión que de otra? ¿Cuales serían las motivaciones del ciudadano para atender a un herido, para asistir a un moribundo, para ayudar a una anciana a cruzar la calle, para luchar honestamente por los suyos, o para solidarizarse con los desposeídos y con los atribulados? ¿Nos estaríamos despedazando unos a otros más de lo que lo hacemos? Porque se me podrá objetar que hay gentes que, siendo ateas, mantienen unos principios de pacifismo, solidaridad y amor con sus semejantes, y que mantienen una honradez moral generalizada, pero yo respondo que todas estas normas, todas esas actitudes se fueron grabando en nuestros genes con el paso del tiempo, y nos vienen desde la misma prehistoria o de cuando nuestros bisabuelos vivían temerosos ante un Dios represivo y exigente o ante una amenazante Inquisición cruel y poderosa, o cuando sentían que si no cumplían con los mandamientos, acabarían en el infierno o se eternizarían en el purgatorio…

Yo, que por más que trate de implantarme un pensamiento derivado de la razón, no acabo de desechar totalmente la posible existencia de una inteligencia superior (creadora, no regidora, desde luego, y no referida a ese dios antropomorfo que diversas culturas —entre ellas la nuestra— se empeñan en sostener pese a que la Edad Media ya queda muy lejos), considero que sin la fuerza de la religión o de la creencia en lo supremo, al mundo —a la sociedad— le hubiera ido aún peor de lo que le fue. Es más: paradójicamente es la misma razón la que no me permite desecharlo del todo.

Según algunos neurólogos, en el organismo humano existe una red neuronal dispuesta para asimilar el tema religioso, es decir, para que éste no deje de perturbarnos y, de alguna manera, sea tenido en cuenta tanto por nuestro entendimiento como por los rumbos que decidimos seguir. Ello hace inevitable, al menos, que se genere la duda.

El tema es peliagudo, y creo que los seres humanos todavía no estamos en condiciones de vivir solos, de ser espiritualmente autosuficientes y encontrar una justificación a nuestra existencia sin necesidad de apoyarnos en fantasías o en bastones mágicos, trátese del zodíaco, el Tarot o las pócimas fabricadas por los santeros.

La vida encierra muchos misterios. Ella en sí misma lo es, y cuando yo, por ejemplo, lloro ante los horrores de Haití, probablemente no lo hago conmovido por el sufrimiento y el desamparo al que se ven sometidos los haitianos: es muy posible que llore por mí mismo, por la soledad existencial o metafísica que encierran esas catástrofes de alto calibre, y porque vienen a constatar que nos encontramos en un mundo insolvente, débil y desposeído de apoyos. Y todo lo mágico que todavía pervive en mí, se me hunde…

viernes, 22 de enero de 2010


Una jornada vivificadora


Pero, a veces, sin saber por qué, me despierto de repente cuando todavía no ha amanecido. Y no se trata de un despertar brusco, sino lento, suave, sin los aspavientos que conlleva el insomnio. Estaba dormido y de buenas a primeras, estoy despierto. Así, sin más. Trato de descubrir la causa —que estaba soñando con algo agitado o brusco, o que se debió a un ruido del exterior, o al ladrido de un perro, por ejemplo—, pero no la encuentro. Y como veo que estoy demasiado despabilado, empiezo a considerar que tendré dificultades para volverme a dormir, así que me levanto sin titubear. Al principio, deambulo por la casa como un fantasma, mientras mantengo las luces apagadas y procuro no hacer ningún ruido, como si temiera despertar a alguien, lo cual no es posible porque soy el único habitante… Me preparo un café con toda la lentitud del mundo y salgo a la terraza con la taza en la mano. Observo el exterior con la misma pasión de siempre. Hay algunas estrellas en el firmamento. Identifico a Marte y a Venus y, quizá, a Mercurio. Veo una gran estrella titilando allá, a sopotocientos años luz y no puedo evitar una sensación extraña ante lo inabarcable. Así que bajo mi imaginación de nuevo a la Tierra y fijo mi atención en todos esos apartamentos que circundan el lugar donde me encuentro, en los edificios colindantes con el mío y en todas esas casitas cercanas, y deduzco que solo hay gente durmiendo, dado que no hay ningún vestigio de vida… Es normal, porque son las 4 de la mañana. Pero no deja de ser curioso que habiendo tanta gente cercana a mí —¿1000 o 2000 personas?—, que todos estén durmiendo, que no haya ningún noctámbulo o alguien que trabaje durante la noche. El hecho de que tanta gente duerma equivale a otros tantos sueños… Algunos serán agitados; otros suaves o poéticos, y los habrá desbaratados, sin pies ni cabeza, como suelen ser los míos. ¿Llegará un día que la tecnología nos traiga la posibilidad de contemplar físicamente lo que una persona sueña? Pero, de todos modos, ¡qué curiosa y organizada es la vida! En realidad, todo parece estar así dispuesto para que los seres humanos podamos organizarnos sin contravenir las leyes biológicas, sin sentir una desmesura en cualquiera de las actividades que cumplimos. Está concebido con mucha adaptación a nuestras facultades: para que durmamos ocho horas (durante las cuales, generalmente, es de noche), trabajemos otras ocho y dediquemos las ocho restantes a solazarnos, alimentarnos y relacionarnos. En realidad, cada jornada es como un símbolo de la vida misma: nos despertamos —nacemos—; nos desperezamos y vamos entrando en el tráfago de la vida a medida que nos aseamos, llevamos a nuestros hijos a la escuela, hablamos con los otros seres, almorzamos, trabajamos, reímos o lloramos, según, comemos, vemos televisión, comentamos los sucesos del día, nos pronunciamos por este o aquel otro asunto; es posible también que hayamos ido al cine, o a comprar un objeto necesario a un gran almacén, Todo ello simboliza la vida misma… En esto comienza a entrar la noche, van apareciendo las estrellas. Es cuando la gente tiende a la calma y al reposo. Es el momento en que la familia vuelve a reunirse en casa. Después viene la cena y el intercambio de los sucesos que han tenido lugar durante el día para cada uno de nosotros. Finalmente, nos va entrando sueño y sentimos la necesidad de irnos a dormir —que sería como morir un poco—. Es como una somnolencia biológica, una pausa en el quehacer diario… Y mañana, vuelta a empezar…

Pero, ateniéndome a ese resplandor que comienzo a ver tras la montaña, siento que la vida tiene sus objetivos. Que todo está concebido y adaptado a nuestras necesidades de vivir, trabajar y dormir. Y que si no ocurre así en algunos casos es porque los seres humanos nos hemos desviado de los requerimientos de la Naturaleza.

Y, a medida que mis pensamientos me van «explicando» la vida, voy sintiendo el placer que me produce el simple hecho de contemplar el amanecer. ¿Esto es la felicidad o se trata de una simple satisfacción interna, sumamente vivificante?

martes, 19 de enero de 2010


¿Será cierto que el mundo no sabe hacia dónde va…?


Me impresionó Claude Lanzmann, director del film Shoah (una famosa película de 9 horas de duración que versa sobre el holocausto judío), en una entrevista realizada por José María Ridao y publicada en el periódico El país, cuando manifestaba: «Vivimos en un mundo que no sabe adónde va. El futuro es sombrío»…


No pude evitar un estremecimiento… Hay ocasiones que todo se desmorona dentro de la frágil estructuración que hay ahora en mi vida. Estas declaraciones unidas a un suceso como el ocurrido en Haití en esos mismos días, me afecta de tal manera que no para hasta dejarme fuera de combate. Me convierte en una especie de «zombi» indispuesto e improductivo.

En el caso concreto de Haiti, no solo se trata del terremoto en sí, que ya es algo de lo que nadie estamos en condiciones de controlar (aunque sí se pudo predecir y evitar en parte…) y viene a demostrar hasta qué punto todos vivimos pendientes de un hilo. Pero no, no solo se trata de eso, sino de todo lo negativo, desquiciante, angustioso y degradante surgido en su entorno. Así como parte del «paripé» desarrollado por un mundo, por unos gobiernos, por una Organización de las Naciones Unidas, por un entorno que llora con lágrimas de cocodrilo y que de sobra sabía que esto podía ocurrir. La escasez de alimentos y de agua; la falta de un gobierno que dirija las operaciones de salvamento sin afanes de lucro; la falta de maquinaria y de atención médica a los heridos, el pillaje desalmado, todo se sabía desde antes porque el pillaje ya existía y la escasez de médicos y alimentos también, y no había que esperar a que ocurriera un terremoto.

¿Cómo en los comienzos del siglo 21 se puede aceptar que exista algo así? ¿Para que está la ONU? ¿Para qué están todas esas instituciones sostenidas con las aportaciones de los ciudadanos? Sí, es cierto que algunos funcionarios de de las Naciones Unidas han fallecido aplastados por los escombros, pero eso me da la razón más de lo que me la quita, porque quiere decir que se sabía perfectamente cuál era la situación en ese país. La misma ONU que permitió a Dubalier exiliarse en París con la enorme cantidad de dinero sustraído a los haitianos; la misma ONU que permite al gobernante de turno enriquecerse a costa de empobrecer a los demás; la misma ONU que envía a unos cuantos soldados con órdenes de no disparar un tiro, de respetar las tradiciones y las «características» propias del país (no sé entonces para qué van…).

No hay duda de que medio mundo vive instalado en el fraude.

Vea el enorme contraste: unos días antes del terremoto, se inauguraba en Dubai lo nuevo, lo prepotente, el mayor exponente de la soberbia humana, el desarrollo sin fin, el modelo de evolución, el desafío arquitectónico, la burla hacia las leyes naturales… Ojo, y no es algo para el disfrute de muchos, sino solo para los económicamente potentes. Veamos lo fantástico de esa enorme, estilizada, engreída torre de 828 metros de altura llamada Burj Dubai. Podría ser un símbolo, sí, un símbolo de la superación y del progreso al que han llegado los humanos; el punto inconmensurable al que está arribando nuestra civilización. ¡Qué presunción tan vana, tan fantástica, tan increíble, tan fuera de la realidad! Es curioso que en los días que se inauguró la torre que costó 1.500 millones de dólares con su organización y ensamblajes espectaculares, aparecieron los primeros síntomas de quiebra… ¿Se tratará de un engaño para que toda la enorme parte de la humanidad doliente que puebla el mundo —siempre tan utilizada— crea que en las crisis entramos todos, o se trata de una situación verdadera? Porque la suspensión de pagos que ha puesto a temblar otra vez el mundo, es inexplicable, ya que no sólo es esta torre: los proyectos de Dubai no acaban, y si no, vea al que denominan barrio de las grúas situado en un lugar contiguo, donde se construirán otros 150 rascacielos… ¿Se sentirá orgulloso de tal proeza ese pobre haitiano que vivía con un dólar y medio al día y ahora lo ha perdido todo?

¿No sería más lógico un mundo algo mejor repartido…? Definitivamente, no se sabe a dónde se va…

sábado, 16 de enero de 2010


El inventario de mi vida


Claro, ¿cómo no lo voy a imaginar? Ya sé que habrá algunos de esos lectores que caen en la tentación de leer mis blogs, que pensarán, ¿Pero qué se habrá creído este? ¿Se sentirá tan importante como para considerar que su vida le puede interesar a todo el mundo? ¡Seguro que es un engreído del carajo…! Pues no, no se trata de eso. Bueno, si usted está dispuesto a leer lo que publico aquí, mire: bendito sea, pero no se trata de eso; no se trata de divulgar mi vida a los cuatro vientos como si yo fuera el inventor del teléfono o de la hamburguesa con tomate y cebolla (que, además, creo que fue McDonal quien la inventó). No. Yo, fundamentalmente, trato de hacer balance de mí. O intento realizar un inventario de los contenidos en mi alma, si lo prefiere. Es decir, escribo todo esto para mí mismo (y para aquellos a quienes les sirva de algo), para conocerme, para odiarme a ratos, y para alegrarme en ocasiones de ser como soy, para felicitarme o meterme una patada en el culo por mamarracho… Y también para comprobar si mis sentimientos siguen en alza… ¡Ah! y si todavía soy capaz de amar, aunque este amor sea muy distinto del que sentía antes. En realidad escribo para refrescar los recuerdos y, sobre todo, para sentirme escritor, que es lo que hubiera querido ser en mi vida si las circunstancias no me hubiesen obligado a ser otra cosa… ¿Y de qué otro tema voy a escribir sino de mis experiencias personales y de lo que ocurre en mi alma? Es lo que conozco mejor, compréndalo. Vamos, creo. Además, estoy en esa fase de reformas interiores, de meter nuevos muebles dentro de mí —un piano, una tumbona de psiquiatra, un espejo que refleje el estado de mi alma— y tratando de perfeccionarme espiritualmente, y estos borratajos me sirven muy bien para sentar las bases y no olvidarme de que deseo seguir en esta línea. A veces usted verá que hay ciertas disimilitudes, o sea, que un día defiendo una cosa y al otro día la contraria (mire, algo muy de moda entre los políticos de hoy en día). Y es que ocurre que suelo darles algún chance a los personajes de mis novelas, y ellos poseen un pensamiento diferente del mío y, además, tienen todo el derecho a defender sus puntos de vista… ¡Ah! ¿no lo sabía? Sí… —je, je, je—, es que yo he escrito dos novelas y estoy escribiendo la tercera… ¡Oiga, no me mire así con esa sonrisa socarrona, por favor, que me pongo «colorao»! Bueno, no se ría que algo de escritor debo tener, porque mi padre y mi abuelo lo fueron, y esas cosas se heredan dado que los genes se empeñan en ello. También es a causa de una especie de rivalidad fraternal: si ellos lo hicieron —me digo—, yo también lo puedo hacer. De las dos novelas escritas, una, la primera, es una colección de cuentos amparados por un título general —Nacido en la guerra—, y está basada en mis experiencias infantiles durante aquella vergonzosa contienda y los años posteriores, cuando Franco «reinaba» en España; la otra, que se titula De la misma tela que los sueños, es más formal, es una novela de 350 páginas y se atiene al significado más estricto dentro de la expresión «novela». Ahora se encuentra en ese momento, en ese trecho oscuro, en ese limbo nebuloso e indeterminado que existe entre el escritor y el editor. Bien. La tercera, Lo demás es silencio, es la que estoy escribiendo, y creo que será mi mejor relato, muy filosófico, muy penetrante, muy descriptivo de otros sueños, de otros modos, de otras actitudes, de otras formas de amar. El personaje principal es un individuo que no hace más que mirar a su alrededor y preguntarse, ¿Pero qué coño estaremos haciendo aquí seis mil millones de personas mirándonos unos a otros con cara de imbéciles y sin saber el motivo de nuestras presencia y el por qué de nuestras absurdas reacciones? Y en ella, este ingenuo personaje trata de responderse a esa extravagante pregunta y a actuar de acuerdo con las respuestas que se da él mismo y que tiene lugar en su desmantelado cerebro.

Uno de mis secretos de escritor es que la mayoría de mis ideas me llegan cuando estoy defecando. Sí, sí, en el momento de desechar lo que mi organismo no quiere conservar. ¿Usted ha pensado alguna vez en esta acción que todos los ciudadanos y ciudadanas del mundo practicamos y a todos nos iguala? Sí, porque me entusiasma la idea de que, cuando estoy estreñido, al intentar que pasen los depósitos no metabolizados desde mi intestino hasta el inodoro, mi cara contraída y arrugada por el esfuerzo se asemeja a la que pone el primer ministro de Inglaterra o el rey de España o, incluso, el Papa o George Clooney… Pero hay una gran variedad de formas al practicar este rito biológico: los hay que leen mientras pujan (yo antes también leía, pero luego decidí que al libro se le debe tener lo más lejos posible de la inmundicia); otros miran a los lados como diciendo no soy yo el que hace esos ruidos ásperos y desagradables, o al techo, o se arrancan los padrastros de los dedos o se dan masaje en las rodillas. Bien, pues a mí en ese momento es cuando se me ocurren las mejores ideas para mis escritos. O sea, cuando me siento más inspirado. Y no sé por qué… Tal vez sea una reacción normal al sentir que estoy purificando mi organismo, que estoy desechando mis pecados hacia afuera. Antes me daba por silbar, pero llegó un día que pensé, ¡pero qué ridículo me debo ver así, silbando mientras hago mis necesidades…! Y dejé de hacerlo. Aunque, de todas formas, el hecho de soltar aquello que mi cuerpo repudia, no deja de ser un momento solemne y purificador, y muy relajante. Además, como soy muy ordenado, mientras me deshago de la masa maloliente, dejo constancia de mis dulces pensamientos en una libretita que siempre me acompaña. Y al mismo tiempo que ejerzo ese menester se me pone una sonrisa tierna y un gesto poético. O sea, dulcifico una actitud tan poco dulce, y es como sentir que hay una perfecta coordinación entre mi cerebro y las urgencias de mi intestino. A aquellos que quieran seguir esta misma técnica —cuyo eslogan podría ser «cagar y meditar»— les recomiendo que coloquen los codos sobre sus rodillas y dejen que surjan espontáneamente los pensamientos por la azotea del edificio que somos, mientras la inmundicia sale por la puerta falsa… Hágalo así y adopte una postura semejante al Pensador de Rodin… ¡Ah! y no se olvide de tener un pequeño bloc de notas y un bolígrafo al alcance de su mano. Puede aprovechar para escribir su diario, por ejemplo; o lo que tiene que comprar en el mercado para este día…


La verdad es que el Pensador se ve muy agraciado… Claro, es

porque la fotografía la sacó mi hija Mónica…

jueves, 14 de enero de 2010


A vueltas con Mada


Había veces que Mada y yo nos distanciábamos sin proponérnoslo… Era como si, tras un desacuerdo o una porfía, cada uno emprendiera el camino por su lado. Pero, en realidad, se trataba de un distanciamiento instintivo, sin una causa determinante. A estas alturas todavía no acabo de entender con exactitud qué ocurría entre nosotros cuando, de repente, nos comportábamos como si fuésemos dos desconocidos o como si nuestro trato hubiese sido superficial y sin dedicación alguna, porque dejábamos hasta de hablarnos por teléfono. Hasta creo que hubo ocasiones que llegamos a rehuirnos, o sea, que hacíamos lo posible por no encontrarnos. Luego, los «reencuentros», siempre eran maravillosos, muy celebrados por ambos y muy llenos de historias y de efusividad… No sé, las rupturas tal vez se debieron a la presencia de «agentes externos»; incluso, podría haber sido, entre otras razones, a causa del marido de Mada, Antonio, que era un tipo con un carácter algo celoso, y desconfiaba —siempre lo demostró mediante comentarios sarcásticos— de ese trato intenso e íntimo que había entre nosotros (lo curioso es que luego acabó siendo un excelente amigo mío). También pudiera tratarse de los otros amigos de ella, a quienes no les caía muy bien las preferencias que me dedicaba a mí. O podría ser yo mismo tratando de cortar actitudes que, a veces, resultaban demasiado cercanas e intensas y tenían un carácter tan íntimo que podrían desembocar en una situación complicada… Quizá también era un intento de «independizarme», dado que ella era demasiado sabia y eficaz guiando mis pasos, y, al menos durante una temporada, me vi convertido en alguien muy dependiente, donde las consultas a ella eran imprescindibles, y es probable que me separara para tratar de ver si era capaz de caminar solito por el mundo, puesto que, al fin y al cabo, yo estaba comenzando y tenía que ponerme a prueba. ¡Quien sabe! Pero es curioso, porque eran actitudes de prudencia que no encajan mucho en mi forma de ser. O también parece que se trata de un signo hendido en mi composición genética, porque en mi vida han sido frecuentes los momentos buenos o felices que han durado poco y, casi siempre, debido a reacciones mías. Me ha ocurrido en algunas ocasiones que he conocido a mujeres casadas (de casualidad, no porque yo las buscara) y he acabado temporalmente muy unido a ellas debido a ese diálogo íntimo y hasta apasionado que tanto me gustaba a mí utilizar, pero que siempre me acerca demasiado a mis interlocutores. Y después me veía obligado a recular. Y es que cuando dos persona, hombre y mujer en mi caso, abren demasiado sus corazones, surge una comunicación que podría denominarse sin barreras, y es fácil que llegue un momento donde se desee llevarlo algo más lejos o aumentar la intensidad de la relación… Y ahí es cuando, si das un paso más, tienes que enfrentar situaciones emocionales que pueden cambiar tu vida. Por lo cual, en ese mismo momento comienzo a pensar cómo hubiera reaccionado yo si mi propia mujer mantuviese una intimidad verbal con otro individuo, sin importar que fuera de corte metafísico, religioso o espiritual… ¿Cual hubiese sido mi actitud?

De todos modos, es obvio que la presencia de Mada en mi vida tuvo una trascendencia. Eso no lo pongo en duda. Y por muchas razones. Si no se hubiese decidido a acompañar a mi padre al exilio (en realidad ella no tenía nada que temer), es probable que mi padre no se hubiese marchado porque lo que él perseguía era un cambio metiendo otra mujer en su vida y huyendo de todo lo anterior. Y entonces mi desarrollo hubiera tenido otros derroteros. Pero, aceptado este hecho, si ella no me hubiera recomendado que fuera periodista, no hubiera metido mis artículos en la prensa mexicana y no nos hubiera ayudado a que el gobierno mexicano de López Mateos nos concediera la autorización para viajar, vivir y trabajar en México, es probable que nunca hubiésemos ido a ese país. Y, una vez allí, si ella no me hubiera introducido en un mundo literario, de periodistas e intelectuales, muy diferente del que frecuentaba en la España de Franco, si no me hubiera explicado y conducido por la vida como lo hizo, si no se hubiese ganado mi confianza y mi amor fraternal como se lo ganó, todo hubiera sido muy diferente. Mejor o peor —probablemente, peor—, pero absolutamente diferente…

martes, 12 de enero de 2010



Mi «extraña» vida a los 77


Es extraña la vida a los 77 años y más cuando se viven unas circunstancias, unos modelos o, más bien, unas sensaciones entre las que yo me muevo ahora. Me he entregado de tal forma al fortalecimiento de mi mente en su relación con el espíritu; trato de orientar mi experiencia hacia el efecto emocional que, unido a mi propensión a hurgar en los recuerdos, hace que me sienta cada día más introducido en una nueva dimensión. Y me sostenga en ella. Pero se trata de una disposición en consonancia con mi ideario y mi repertorio de requerimientos inmateriales. Sobre todo, mi vida de ahora es diferente de la que he vivido en estos últimos años, y en este momento de experiencias transcendentales, he llegado a comprender a los ermitaños, a los místicos, a los ascetas, y a todos aquellos que viven en armonía con las solicitudes del alma.

Ahora mis días transcurren en el silencio y entiendo a quienes aseguran que en ese estado es donde se encuentra a Dios… Yo no llego a tanto y, además, no encuentro a Dios porque no lo busco dado que no acabo de creer en él. O sea, me explico mejor: no puedo creer en ese Dios antropomorfo, en ese Dios de la leyenda donde se le retrata como si fuera un ser más o menos semejante a los humanos: algo colérico, pero con poderes especiales y con un cúmulo de caprichos de condición terrenal, y al cual tenemos la obligación de rendir tributo y adorar como si de nuestra adoración se alimentara.

Yo no creo que la vida se atenga a semejantes principios… Y aunque lo creyera, tampoco buscaría a Dios porque, en un mundo tan descabalado, le atribuiría asuntos más importantes que atender mis solicitudes, ni creería que tenga una razón expresa para escucharme o sacarme de mis marasmos emocionales cuando solo soy uno más entre los seis mil millones de dolientes que pueblan la Tierra.

En realidad, mi comprensión de la vida está cerca del budismo, donde Dios no es el objeto de búsqueda, sino que la búsqueda se dirige a uno mismo, al espíritu propio, a la forma de ser, a la relación con los otros, a la conformación, al propio perfeccionamiento y el entendimiento de la vida. Y, si acaso, se hallaría a Dios encontrándose a uno mismo. Y no tengo dudas de que ese es el comportamiento que la vida exige de mí (y de usted)…

Sin embargo, sumido en una enorme contradicción o una descomunal paradoja, sí creo en Angelines, mi difunta mujer, y recurro a su espíritu para aclarar mis numerosas perplejidades. Y las aclaro, porque de lo contrario no insistiría. También me dirijo a ella para calmar una dolencia física o resolver un conflicto de carácter social, y sus respuestas son siempre adecuadas, por lo tanto, sorprendentes. Pero la verdad es que no intento razonar las bases de su presencia y su contribución a mi perfeccionamiento, pues por el hecho de razonarlo, todo se anularía porque son elementos que no se dilucidan con la razón. De cualquier modo, no intento alardear de ello ni utilizarlo: lo mantengo exclusivamente para mí. Y aunque me sonroje al hacer tales manifestaciones, aseguro que, sin despreciar la ayuda que me da mi subconsciente en concordancia con mi imaginación, y unidos a ese afán que siempre he tenido de introducir mi lado más sensible en el insondable misterio, llego a sentir de forma fehaciente que ella permanece al tanto de mí. Y no tengo dudas —aún considerando que con ello entro en una enorme contradicción— que me socorre cuando estoy a punto de naufragar.

Incluso, cuando naufrago.

¿Será que permito que mis sensaciones se disfracen con un punto de esquizofrenia que podría estar invadiendo mi cerebro? No lo sé, pudiera ser, porque ¿quién está libre de tal deterioro? Que para mí no lo sería porque de ello me alimento. Aunque para Skinner, la esquizofrenia no existe: solo son diferentes personalidades, distintas interpretaciones de la vida, indistintas reacciones ante un mundo incomprensible, y ya de por sí complicado… Sí sé que soy algo diferente de las personas comunes, de aquellos que le dicen al pan, pan, y al vino, vino, y que por mi conformación orgánica, mi vida se tiene que sustentar sobre bases espirituales y actos emotivos, y no por el dinero que ingresa en mi cuenta. Y he de agregar que sólo me interesan aquellas manifestaciones que están comprendidas en el ámbito de la verdad, del amor y de la elevación de sentimientos. ¡Ah! y no creo que deba ser considerado un iluso, o un excéntrico, dado que en el orbe existen multitud de caminos por donde elegimos transitar.

Hago tales advertencias para que se entienda que hablo con sinceridad y que me explico «con el corazón en la mano», sin falsedad alguna. Al menos intencionadamente. La vida, ya lo dije, tiene tantas interpretaciones como personas existen.

Fíjese, hasta los hay que creen en la inmortalidad de la rana…





sábado, 9 de enero de 2010


Venezuela en mi pensamiento


Escuchaba ayer por la anoche un disco de música venezolana —Concierto venezolano, de Cándido Herrera y su grupo— que acababa de llegar a mis manos (a mis oídos, más bien), ¡y qué cantidad de recuerdos gratos se despertaron en mi mente mientras sonaban melodías como Concierto Llanero, Rosa Angelina, Como llora una estrella, Llora corazón…! Confirmé mi opinión de que Venezuela es una país con fuerte sensibilidad musical y con unos compositores que han encontrado una forma perfecta de explicar su tierra a través de la música.

Nosotros, mi familia y yo, tras los cinco años de experiencia en tierras mexicanas, nos trasladamos a Caracas semi-contratados por el gobierno venezolano de Raúl Leoni, y allí vivimos nueve años en un estado de felicidad un tanto disímil pero siempre exenta de todo lo que significa rutina y actos programados, algo que viene (que venía) siendo característico en la mayor parte de los acciones que aderezan mi vida. Debo decir que durante ese tiempo pude sentir toda la gama de sensaciones que producen la felicidad, así como las diferentes dimensiones y rangos en donde se genera ésta, sin pararme a considerar cuánta de ella provino de hechos permitidos éticamente y cuanta no —y claro, sin dejar de considerar lo relativo que es todo aquello que consideramos como un estado feliz—. Porque debo confesar que si una parte de dicha felicidad provino de acciones censurables desde el punto de vista moral, la otra parte se generó precisamente en la reconsideración, arrepentimiento y encauzamiento positivo de estos sucesos. Por lo pronto y para abordar mejor la materia, debo exponer que la primera fase supuso una deserción mía con respecto a mi mujer y a mi matrimonio, y que todo se debió a un amor externo o llamémosle clandestino (aunque esta palabra me desagrada bastante) con una muchacha a la que yo doblaba en años (y entonces tenía 38), lo cual pudo haber generado una ruptura en la estabilidad emocional y amorosa habida hasta entonces entre mi mujer y yo. Fue algo que me arrastró y que, lo digo con la mayor sinceridad y sin presunción alguna, yo no busqué, pero que cuando me quise dar cuenta, estaba tan absorto en ello que no pude dominarlo. Además, en el momento que ocurrió, por su emotividad sentimental, hizo que me sintiera noble e innoble al mismo tiempo, y hasta orgulloso de ser capaz de generar en mí —y en aquella muchacha— unos sentimientos tan profundos y poéticos.

Claro, todo esto, al manifestarlo así, llanamente, me lleva a pensar que soy un cínico sin remedio.

Sigo: Reconozco abrumado que no deja de ser curiosa y acusadora esta ambivalencia de sentimientos que me acucian siempre que entro en este tema, y lo considero como si aquella relación fue la causa principal de mi felicidad en aquel país, porque hubo otras de otra índole. Y, además, en esos casos, es decir, cuando me complazco en su rememoración, es normal que mi conciencia me asesta una patada en la espinilla por debajo de la mesa. Pero, no lo puedo evitar: me recreo en ello, en su exposición, en la categoría que tuvo, aunque me avergüence manifestarlo así, sin rodeos, sin disculpas, como si todavía me alentase el rememorar aquellos días de satisfacciones prohibidas y, además, reconocer que no existía ninguna razón puesto que mi mujer y yo éramos felices y nos sentíamos muy enamorados…

Pero se trataba de un asunto tan especial, tan inverosímil, tan a prueba de mí mismo… Es algo que parece como si quisiera volverlo a vivir aunque solo sea en el recuerdo… Y siento la necesidad de manifestarlo así, públicamente, porque también se produce en mí una situación muy peculiar, como de envanecimiento y dolor al mismo tiempo, ya que es algo que me hace sentir que de alguna manera insisto en mi traición a Angelines, mi mujer, y me causa un remordimiento acusador. Aunque tampoco deje de ser una forma de purgarlo. Y conste que, en honor a ella, he intentado borrar de mi mente todos los recuerdo relacionados con aquellos días de encantamiento, pero eliminarlos del todo parece una misión imposible, y debo reconocer que o soy débil o se quedaron muy grabados con letras al fuego en mi corazón. Aunque, claro, también puede ocurrir que mi subconsciente no me permita olvidarlo dado que tuvieron un significado trascendental en mi vida —en nuestras vidas—. Y, aún así, se trataría de una debilidad relativa que no sería correcto considerarla como tal, pues, para describir un acontecer como aquel, que si bien fue trágico y provocó llantos, no hay que olvidar que, por otro lado, estuvo colmado de poesia, emociones y emotividad. Y porque, al final, sus consecuencia fueron buenas dado que aclaró el entendimiento y la sensibilidad y hasta las emociones de todos los protagonistas, empezando por mí. Y mi matrimonio mejoró notablemente a partir de aquel suceso…

En realidad, parece como si en la vida, en ocasiones, fuésemos movidos por alguien.

Y que lo hiciera con unos fines determinados…


(La fotografía que encabeza este artículo

es un araguaney, el árbol nacional de Venezuela)

jueves, 7 de enero de 2010


La razón de nuestra presencia en el mundo…


Supongamos que existe Dios y es quien nos ha creado. Y, además, para no llevarle la contraria a los científicos, aceptemos que su método de creación coincide precisamente con la confusa y dispar explicación que dan ellos respecto a cómo surgió la vida, y cómo fueron ensamblándose los distintos elementos mediante reacciones químicas al azar ocurridas en nuestro queso de bola, las cuales, combinadas más tarde, formaron los primeros compuestos orgánicos que produjeron el inicio de la evolución y que, más adelante, originaron los primeros seres vivos del planeta hasta llegar a lo que somos hoy. En ese caso, habría que suponer que Dios es el supremo científico y que nos construyó aprovechando las condiciones propicias de este planeta —existencia de atmósfera, temperatura moderada, agua abundante, presión atmosférica y abundancia de perejil. Fue como si sembrara una semilla, o varias. Y después dijera: «Esta semilla es para que surjan las patatas; esta otra para que nazcan las gallinas y pongan huevos; esta para que crezcan los olivos y que cuando sus frutas sean «apachurradas» se conviertan en aceite. ¡Bravo! Con estos ingredientes ya se puede fabricar la tortilla de patatas… Ahora —siguió pensando Dios muy concentrado—, hay que crear los seres que se la coman…». Y entonces creó al hombre y a la mujer. O sea: estamos en el mundo para que la tortilla de patatas tuviera una razón de ser, es decir, para que hubiera alguien que se la comiera… (lo malo fue que después llegó un tipo medio defectuoso, y se le ocurrió agregar cebolla). Mira por donde acabo de descubrir el propósito de nuestra existencia. ¿No decían los sabios que no había ninguno, que nosotros estamos aquí solo para verlas venir?, ¿o que todo era casual y carente de sentido? ¡Pues yo he descubierto la razón, lo que justifica nuestra presencia aquí, en este mundo redondito! Oigan bien: ¡La causa de que existamos es la tortilla de patatas! Y por favor, por favor, no piensen que merezco el premio Nobel o en proponerme para ser tenido en cuenta. Yo no hago las cosas para recibir premios. Es más, les voy a dar otra receta gratis: 1, agregarle una pequeña porción de chorizo picante bien cortadito en trozos menudos, y 2, freír las patatas a fuego lento con poco aceite en una sartén con tapa, y revolverlas con frecuencia. Y si acaso —este sería el dato número 3—, agregar en las patatas mientras se fríen una cucharadita de pasta de ajo mezclado con perejil. Eso la convierte en una auténtica delicia. Ya verá cuando se la coma, se sentirá feliz y dirá: mereció la pena haber nacido…

martes, 5 de enero de 2010


El zascandil (2)


Unos meses después yo vivía en Madrid, en la calle de Génova, en casa de mi tía-abuela María, en calidad de «recogido»; mis dos hermanas estaban internas en un colegio gratuito de monjas, y para mi madre la vida se había reducido a escombros, a desafectos, a sinsabores, a solo recibir reproches… Y es que la esperanza no quería nada con ella, su plan era sobrevivir cada día y, si acaso, agarrarse a las faldas de la Virgen, pensando que podría hacer un milagro consistente en devolverle al marido y encontrar un empleo bien pagado… Pero como no ocurrió ni lo uno ni lo otro, la amargura continuó siendo su signo principal por el resto de su vida. Bueno, el marido sí le fue devuelto 10 años después, pero ya cuando casi no podía con los calzones porque se encontraba enfermo, desasistido y repudiado por Mada, su segunda mujer, a la que él seguía amando intensamente…

¿Y qué pasaba conmigo, con ese niño al que todos llamaban «zascandil», que vivía desposeído de afecto y falto de toda clase de demostraciones de amor? Además de ser acusado por las beatas de mis tías —a poco que hiciera una travesura o me negara a rezar el rosario alegando que me encontraba cansado— de que «este crío es un trasto, un embustero; si sigue así será un sinvergüenza y acabará como su padre», y por esa razón, según ellas, estaba condenado al infierno… Aunque, la verdad es que de tanto oírlo llegó un momento que ni el infierno me asustaba.

Hay muchas veces que hago el intento de reencontrarme con el niño que fui. Desarrollo un esfuerzo de concentración mental y me traslado a aquellos días grises y truculentos, cuando tenía entre cuatro y doce años. Y me busco entre los fragmentos de recuerdos que aún quedan en mi cabeza, para localizarme escondido entre cajones de madera vacíos —me encantaba hacerme casitas y esconderme dentro—, o en el desván de la casa de mis abuelos revolviéndolo todo y poniendo histérica a mi tía, o debajo de una cama sintiéndome más seguro, o subido en un cerezo en la huerta cantando canciones tristes, o en aquel infame colegio donde me metieron interno cuando todos hacían lo posible por quitarme de en medio. Cuando me encuentro, sea donde sea, trato de verme no como si fuera yo mismo en versión pequeño, sino como si fuera alguien ajeno a mí, un ser que no me concierne. Busco la forma de enjuiciarme con imparcialidad y ver hasta que punto mis tías tenían razón. Y veo a ese niño ingenuo, con una sonrisa triste, juguetón e imaginativo… Ellas me condenaban principalmente por el hecho de no haber repudiado a mi padre, algo que sí hice después, cuando entendí su enorme dislate moral, el significado de abandonar a la esposa y a sus tres hijos menores en plena guerra, y dejarlos no solo desasistidos económicamente, sino abandonados a su suerte en medio de una contienda donde podía pasar de todo. Por otra parte, yo nunca estuve seguro de si huyó por temor a represalias políticas, o para distanciarse de mi madre, con la que no se llevaba muy bien, y liarse con una compañera del periódico donde trabajaba (Mada), y porque, dentro de mi ternura infantil sin mucho que contar, me daba por decirle a los otros niños con cierto orgullo —y para despertar su envidia—, que mi padre vivía en México y montaba a caballo, y algún día iría yo también para allá…. Por otro lado estaba mi negación a rezar por él como me pedían mis tías. Eso fue lo que me trajo esa mala fama de niño rebelde y poco devoto. Y no era cierto. Lo que no me gustaban eran aquellas letanías medio canturreadas que me llevaban a pensar que cómo Dios podía soportar tal cosa…

Pero siempre he tenido una personalidad muy dada a adaptarme mansamente a cualquier circunstancia (todavía hoy me ocurre). Por otro lado, mi carácter independiente hacía que no me resintiera demasiado por la falta de besos y de caricias. Si me apuran, diré que hasta me alegraba, porque, en realidad, los besos y los abrazos me molestaban, o que viniera alguien a darme pellizquitos en los carrillos o a jalarme de las orejas. A veces, eso sí, pecaba de ingenuo y, desde luego, carecía totalmente de un sentido de protección personal recurriendo a la hipocresía. Tal vez esto fue lo que me acarreó más problemas, que siempre decía lo que sentía. Era más bien un niño tímido que nunca contradecía a nadie, pero a veces había en mí cierto descaro. Cuando se reunían los mayores, —claro, según quienes fueran—, solían pedirme que les contara un chiste «de esos que tú te sabes» y debía de tener cierta gracia para contarlos porque se reían hasta revolcarse por el suelo. A veces los contaba sin que yo mismo los entendiera, y era porque contenían algún indicio verde o picaresco…, pero me daba cierta satisfacción ver cómo hacía reír a los mayores. Y así me sentía importante. Aunque tampoco yo era de esos que le gusta hacerle zalemas. La verdad es que siempre me he sentido un poco extraño en todas partes (y de ahí el título de este blog). Quizá sea la sensación que tengo de no haber sido un hijo deseado de verdad…

lunes, 4 de enero de 2010


Mi amor al periodismo (3)


En los días siguientes de nuestra llegada a México, yo me «emperré» obsesivamente con Mada. Había entre nosotros una afinidad, un índice de comunicación tan intenso, unos momentos tan hondos que, con ese afán desmedido que yo siempre he tenido de profundizar en las cosas, me sentía en mi ambiente como nunca me había sentido antes. Estar con ella era como estar en una escuela donde te enseñan a conocer la vida. Para mí aquellas conversaciones me hacían capaz de emprender el entendimiento del mundo y de las personas. Mada era una mujer inteligentísima y llena, absolutamente llena de sabiduría. Además me demostraba un cariño enorme… Sentados junto a la chimenea de su sala, manteníamos conversaciones acerca de Dios, de la vida, la literatura, el sexo, los sentimientos, el comportamiento humano, la actitud que debemos adoptar ante las cosas. Hablábamos de aquellos días de la guerra, del desorden político que había en España, del desencanto de la gente, del honor perdido, del amor truncado. Y también hablábamos de la ausencia del padre…

Ella se mostraba arrepentida de aquellos días locos de su juventud y de su participación en la guerra de España animada por un sentimiento de amor y libertad. Ahora lo veía todo desde puntos de vista más asentados, «menos patrióticos», más maduros. En cuanto a mí, se propuso eliminar de mi mente la acritud que yo sentía hacia mi padre, Eduardo de Ontañón, intentando que comprendiera y disculpara sus actos, explicándome cómo era él, y retratándolo ante mis ojos como un literato de altura, y una persona sensible. Algo que sólo lo conseguía a medias… Por mucho que tratara de tapar las grietas poniendo flores, allí permanecían las mismas sombras, los actos inexplicables que habían hecho de mí un niño construido sin la proximidad y la asistencia de un padre, y abandonado por él —junto a mi madre y mis dos hermanas menores—, a mi suerte en medio de una cruenta guerra cuando era nuestra única referencia, nuestro único medio de vida. ¿Cómo voy a comprender y disculpar algo semejante? Yo me metía en su piel y me sentía incapaz y horrorizado de hacerle algo parecido a mis hijos…

Pero aquellas tardes, aquellas conversaciones, aquellos momentos emocionales que a Mada le producían unas lágrimas espesas que poco a poco discurrían por sus mejillas y la llenaban de arrepentimiento y a mí de ternura y compasión, son para mí algunos de los recuerdos más intensos y emotivos de mi vida… Toda esta trama constituía una experiencia única, singular, algo nunca antes experimentado por mí. Ella, además, hacía un retrato de mí que me envanecía: que si yo era muy inteligente; que si tenía mucha empatía, mucho don de gentes; que tendría éxito en todo lo que me propusiera. Nunca nadie hasta entonces me había hecho semejantes alabanzas con tal sencillez, sin que parecieran adulaciones guiadas por el interés.

En una gran carpeta guardaba todos o la mayoría de mis artículos publicados hasta entonces, con las correcciones que ella me hacía en los márgenes con su letra diminuta y redondilla. Me lo mostraba dentro de las documentadas lecciones de periodismo que me impartía y que aumentaban mi amor hacia dicha profesión. Ella, a pesar de su gran amor a la entrevista, al comentario de arte, a la sensibilidad que demostraba hacia la gente y la literatura, seguía insistiendo en que trabajara al menos medio tiempo en una editorial porque, una vez en México, dentro del periodismo me sería difícil desenvolverme económicamente, más aún si advertía que por mi condición de extranjero me estaban vedados muchos temas de índole local. Y Mada dudaba que lograra inmediatamente los ingresos suficientes para pagar alquiler y librar las letras de cambio de todos los objetos que ya habíamos ido comprando: automóvil, muebles, televisión, refrigerador, etc.

Así que acabé por claudicar entrando a trabajar medio tiempo en Editorial Trillas, sin reparar que aquella claudicación acabaría marcando mi vida para siempre…

sábado, 2 de enero de 2010


El zascandil (1)


Cuando terminó la 2a. Guerra Mundial yo era un crío con 12 años. En España todavía estaban los alimentos racionados. A esas alturas, por mi joven vida ya habían pasado dos guerras: la guerra civil española (que duró 3 años) y la Segunda Guerra Mundial (4 años). Una a continuación de la otra. España «no intervino» en la segunda, pero de alguna manera la padeció por la escasez de alimentos, el ambiente triste y la posibilidad de que nos viéramos envueltos en ella de un momento a otro. Los medios de comunicación de entonces eran lentos y escasos pero, aún con ello, recuerdo con todo detalle lo que significaron aquellos días del final de la contienda mundial en cuanto al buen ambiente que se produjo, sobre todo de esperanza y amor. Todo eran abrazos, caras sonrientes, planes para el futuro… También se dijo que habría comida en abundancia… lo cual, visto literalmente, no fue así, pero sí fue regularizándose poco a poco… Y, sobre todo, se tenía toda la vida por delante para recapacitar y reconstruirse, y, además, había la más absoluta convicción de que la guerra, ese acto de incivilidad humana, había sido abortada para siempre… Estaba claro que, en aquellos momentos de padecimiento, se había llegado a entender que la lucha armada no era una solución para nada (claro, pensaba así la gente común y todo aquel que poseía buenas intenciones; pero, lamentablemente, los que deciden las guerras son aquellos a quienes no solo no les afecta, sino que, en algunos casos, les beneficia…). En resumen: se creía que, tras la contienda, surgiría un mundo nuevo lleno de realidades y buenas promesas…

Ahora me remonto a los comienzos de aquella maldita guerra civil española, que fue aproximadamente cuando advertí por primera vez que yo formaba parte del mundo, que tenía brazos, pies y ojos, y era un ser que comía, defecaba, jugaba al escondite y se reía cuando alguien le contaba algo gracioso o le hacía cosquillas, y no digamos si le daban un caramelo o una galleta… Es decir, eran los días cuando apenas había cumplido cuatro años de vida.

Un año atrás mi familia al completo se había trasladado a Madrid —antes vivíamos en Burgos, donde habíamos nacido todos—.

La guerra hubo que pasarla como se pudo, aunque abundaron los malos modos, los llantos, la escasez de alimentos, las decepciones y los movimientos restringidos. Cuando terminó mis hermanas y yo fuimos trasladados al Crucero, un pequeñísimo pueblo situado al norte de la provincia de Burgos, en la Merindad de Montija, lugar donde vivían mis abuelos maternos. Era un sitio lleno de encanto y, sobre todo, de libertad, que, en aquel momento de experiencias tristes, parecía lo más cercano al Paraíso Terrenal. Allí solo habitaban cuatro familias: mis citados abuelos —mi abuelo Felipe era veterinario— y mi tía Aurita, la única hija que quedaba soltera. Vivían en un chalet de tipo rural, con un jardincillo delantero que todavía hoy forma parte de mis recuerdos más selectos. El médico rural, su mujer y sus dos hijos, vivían en otra casa frente a la nuestra, y con ellos había una gran amistad; Ramiro, el dueño de la herrería —que daba el servicio de poner herraduras a los caballos y a las vacas de la zona, y su mujer, habitaban una casita situada a un lado de la de mis abuelos. Y había una familia de pasiegos en otra casita detrás de la del médico, que se dedicaban al pastoreo de ganado y a realizar labores de tipo rural como segar la yerba y cuidar las huertas de la familia.

Debido a que durante los tres años que duró nuestra guerra, las celebraciones religiosas fueron perseguidas y erradicada, y que en esos días en Madrid no existían las misas ni los rosarios, y que no se estimulaba a los niños a rezar antes de acostarse, mi madre —la única de la familia que tenía actitudes religiosas— fue enfriándose, o sea, fue disminuyendo su fe, mientras que mi padre era un agnóstico declarado, y a nosotros los niños no se nos dio una formación al respecto.… Además, las monjas y los curas eran perseguidos o estaban escondidos, y había tal anticlericalismo en la calle que en nuestra mente infantil solo tenía cabida el pensamiento —sin entrar en otros detalles— que si se les perseguía sería porque algo malo habrían hecho…

Y cuando apenas llegamos al Crucero, mi abuela, que sí tenía un profunda religiosidad, nos dijo que al día siguiente iríamos a Loma (un pueblo cercano) a oír misa y conocer a don Lope, el cura párroco, y que «el niño Jesús nos estaba esperando»… Y yo me preguntaba que quién sería ese tal niño Jesús. Tal vez, pensaba, se trataba de un primo lejano o del hijo del alcalde…

viernes, 1 de enero de 2010


A vueltas con las celebraciones


Con mi criterio sobre las fiestas de navidad queda demostrado una parte importante de mi pensamiento e, inclusive, de mi personalidad y hasta de mi talante, y es que no soy capaz de celebrar algo que mi corazón no siente, o sea, algo que no es captado de verdad por mi conciencia, y que, asumido, exigiría de mi fingir un sentimiento y estar dispuesto a realizar algunos aspavientos teatrales. Conmigo no van esas conmemoraciones que se festejan por el simple hecho de festejar, y que se atienen a un mito, a una leyenda o a una tradición, o simplemente porque la sociedad me «pide» que lo celebre. Y quiero dejar constancia de que no intento hacerme notar a base de extravagancias, o como si yo fuera el aguafiestas de turno, o un antagonista perpetuo y desmesurado, porque en esta confesión mía no hay presunción, ni trato de ser «más papista que el papa». Incluso, no dejo de reconocer que en estos mitos, en estas festividades, aún cuando sean consideradas ficticias por los no creyentes, y justificadas por los cristianos, es donde reside la aventura y el disfrute del vivir, la integración como miembro de una sociedad a la cual se pertenece. Reconozco que esos detalles del intercambio de regalos, las comidas especiales, las luces, los adornos en las calles, los arbolitos o las celebraciones extraordinarias, aunque sean una forma de engañarnos a nosotros mismos, forman el contenido de la vida. Lo reconozco. Pero, ¿qué quieren? Se trata de mi personalidad, de mis exigencias espirituales. Pertenece a mi interpretación de la vida donde no hay espacio para lo superficial. En pocas palabras: Yo no puedo dar cabida en mi espíritu a aquello que no me «llega» porque carece de una verdad en su fondo o está vacío.

También es cierto que esta forma de sentir puede ocasionármela la edad o quizás mi circunstancia, la de ahora, cuando he dejado de ser actor y he pasado a la condición de espectador, cuya visión se desarrolla desde otros ángulos… También es posible que me ocurra por el hecho de estar pendiente de atender con mayor perseverancia los asuntos de mi conciencia y la sinceridad tanto de mi pensamiento como de mis actos. Antes, cuando formaba parte del ajetreo de la vida —y más aún cuando una vez casado fueron llegando los hijos (6)—, sí me veía en la necesidad de «entrar por el aro», porque ¿cómo decirles a mis hijos menores que nada de esto tenía objeto, que todo era una farsa? Además, ni siquiera puedo asegurar ahora si en el pasado fingía mis sentimientos respecto a estas festividades o me dejaba arrastrar por la ola… Aunque sí recuerdo que todas estas cosas siempre me parecieron algo propio «de los otros», y un poco alejado de mi incumbencia…

Con respecto al año nuevo, y aunque reconozco que el cambio de un año a otro también es una idea absolutamente subjetiva, sí le doy algo más de importancia por aquello de que nos invita a establecer nuevos propósitos reformadores, y a eliminar algunos de nuestros vicios e iniciar una vida sujeto a nuevos conceptos. Y todo lo que represente hacer el intento de perfeccionarse, procurar convertirse en alguien más humano, más persona, creo que es bueno. Además, en esta celebración sí veo un detalle simbólico y renovador, que nada tiene que ver con los mandatos religiosos, sino que es como si decidiéramos cambiarnos de vestido: despojarnos de la vestidura rota y pasada de moda para ponernos otra más nueva, algo que está más en consonancia con los tiempos.


(Postdata: he preferido no meter un blog nuevo durante estos días porque pretendía que quien lo abriera se encontrara con mi felicitación y mis consideraciones acerca de la navidad. Pero, a partir de ahora continuaré con la regularidad acostumbrada).


La fotografía que aparece a la entrada

es de un atardecer en la playa de Luquillo,

Puerto Rico. El autor soy yo.