miércoles, 2 de diciembre de 2009


Mi amor al periodismo (2)


Es posible que pecara de impaciencia, que quisiera percibir rápidamente que mi voz, dentro del periodismo, se notaba, vamos, que tenía peso específico; que muy pronto lo dicho por mí se convertiría en norma de vida para mucha gente. Ahora, cuando pienso en esa actitud mía de entonces, se me escapa una sonrisa: ¡Qué bellos y candorosos son esos años de juventud! A los 28 años todo era en mí ímpetu, acción irreflexiva, energía descontrolada, fe en que uno va a conquistar el mundo a poco que haga… Debí prestar atención a lo que me dijo Mada en cuanto llegamos a México: «Trabaja medio tiempo en el ámbito editorial para generar unos ingresos seguros (y es que en esa actividad —muy a pesar mío—, me desenvolvía muy bien y en todos sus campos, incluido el artístico…) y dedica el otro medio tiempo a prepararte concienzudamente, con solidez, como las estrellas (me repetía): sin prisa pero sin pausa…». Pero, ¡qué poco me conocías, Mada! ¡A quién se le ocurre venirme a mí con recomendaciones de calma y reflexión! ¡A mí, que estaba lanzado! ¿Es que no te habías dado cuenta de que yo era un triunfador, alguien que sin haber estudiado apenas y sin contar con el respaldo de mis padres —es decir, partiendo de cero—, había alcanzado unos niveles envidiables, me había casado con la mujer más encantadora del mundo, habíamos cruzado el Atlántico en un barco primoroso y en un camarote de primera clase? ¿Y tú me propones que abandone mi camino hacia la gloria para meterme a trabajar en una editorial de medio pelo? ¡Por favor, que yo soy Jacinto de Ontañón, periodista…! ¿Es que no te has dado cuenta? ¿Había llegado tan lejos para hacer lo mismo?

Cuando extraoficialmente fui «invitado» por el gobierno de Franco a abandonar España, Mada se hizo cargo de los trámites para que México nos concediera el visado y pudiéramos ir Angelines y yo a residir a aquel país, algo extremadamente difícil de lograr en los días finales del año 59 y primeros del 60 si se tiene en cuenta que no existían relaciones diplomáticas entre ambos países.

Mi mujer y yo —nos habíamos casado tres meses antes— viajamos a México en un camarote de primera clase del «Monte Ulía», un paquebote mixto, no muy grande, pero sumamente agradable. Yo tenía 28 años y Angelines 26. La travesía duraría un mes, y nosotros encantados porque era, prácticamente, nuestro viaje de bodas… Hicimos escala en Canarias, La Guaira, Curasao, Santiago de Cuba y Habana. Y arribamos a Veracruz un primero de mayo. Eso ocurría en el año 1960.

Y ahora la veo allí, frente a mí, entre intrigada y curiosa, sonriendo emocionada. Al evocar aquel momento se reproduce en mi alma casi la misma emoción de entonces. Su inteligente mirada denotaba afecto sincero y curiosidad. Lo primero que pienso ante su presencia es que es una mujer atractiva, y a continuación me sonrojo porque creo que ella, de alguna manera, ha intuido mi frívola valoración. Claro, no pude evitar recorrer su cuerpo con mi mirada… Pero, enseguida me tranquilizo al comprobar que ella me sigue observando con simpatía y con un gesto casi divertido, quizá sintiéndose halagada de ser admirada desde ese ángulo.

Habíamos llegado a México la noche anterior, con ocho maletas, tres baúles y muy cansados, y Mada nos encuentra recién levantados de la cama. Por la gran ventana de la sala del apartamento amueblado de la calle Xochicalco, donde hemos pasado la noche —alquilado previamente por ella—, entra esa claridad típica de las mañanas mexicanas, que te obliga a guiñar los ojos.

Es Mada quien rompe ese primer momento insulso que nunca se sabe cómo salvar. Toma ella la iniciativa, se acerca a nosotros, nos abraza y nos besa. Después, nos sentamos los tres para iniciar el protocolo de una conversación: Cuánto te pareces a tu padre; Qué tan emocionante resultó vuestro viaje en barco; Tú, Angelines, eres muy bonita, y pareces muy joven. Y cosas así. Yo, en ese momento, no dejo de sentir un fuerte y rápido golpeteo en las sienes, embargado por la intensa emoción: aquella primera reunión con Mada venía a significar mi ingreso oficial en el mundo intelectual, compuesto por personas inteligentes, sensibles, capaces de expresar por escrito los sentimientos humanos, y que son, además, pensaba yo, poseedores del secreto de la vida.

Desde aquel día, Mada fue para mí algo así como mi directora espiritual, mi guru, mi máxima consejera. Pero, claro, en lo que se refería a dividir mi trabajo entre el negocio editorial y el periodismo, aquello era otra cosa. Y no le presté ninguna atención…

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