sábado, 5 de diciembre de 2009


Facultad de lo humano


Con carácter de exclusividad, a los seres humanos nos han sido otorgados —aunque no en la misma proporción a todos— unos dones únicos, unas facultades de detección y asimilación, unas aplicaciones que nos hacen diferentes de otras especies animales. Me refiero a la imaginación, los sueños, la ambición, la inconformidad, la esperanza, los anhelos, la inventiva, la compasión, el ingenio, la capacidad de desarrollar y admirar el arte… Tal parece como si estos atributos nos hubiesen sido asignados por algún espíritu con poder y facultad de decisión sobre nuestros sentidos. Parece que, detrás de todo ello, está la finalidad de que desarrollemos la habilidad, el don y la gracia de vivir. Yo, por ejemplo, si no hubiera carecido de la facultad imaginativa para reinventar a mi mujer, mi vida de viudo solitario hubiese sido diferente… ¿Es un atributo o una facultad que se me ha concedido para hacer del resto de mi vida una etapa más soportable? ¿Forma ello parte de la composición de la vida? En este momento, aquí en Puerto Rico, en mi pensamiento, la imagen de mi mujer, que está muerta, tiene la misma validez que la imagen de mi hija, que está viva. Eso es lo grandioso de la imaginación, que no tiene límites ni hace distinciones entre vivos y muertos. Fíjese: de tanto pensar en Angelines, mi mujer, casi la he resucitado o no la he dejado morir del todo. La siento ir y venir, la veo reírse de todas esas incongruencias propias del ser despistado que soy y que a ella le hacían tanta gracia; la veo almorzar a mi lado y mondar una toronja con la exquisitez que ella lo hacía… ¡Qué cosas! Todavía, a pesar de los años que han transcurrido desde su fallecimiento, la recuerdo como si estuviese aquí, comiendo a mi lado y riéndonos siempre, como si la vida fuese una broma permanente o una causa de alborozo.

Un día, no hace mucho, después de almorzar, me recosté en el sofá y me adormilé. Repentinamente, no sé por qué, me desperté y me la encontré parada delante. Retuve su imagen unos pocos segundos, pero, al principio, creí que se trataba de una persona que se había introducido en mi apartamento sin mi permiso. Incluso, la primera reacción mía fue mirar hacia la puerta de entrada porque pensé que me la había dejado abierta. Cuando volví a mirar hacia donde estaba, la imagen había desaparecido. Su cara estaba un poco borrosa y por esa razón no me percaté desde un principio que era ella. Luego, más calmado, sí la identifiqué.

Llámalo alucinación, recreación mental de lo que no existe, aparición, locura o descomposición de la mente, como quieras. Yo no creo en los espíritus y menos que se nos aparezcan así, espontáneamente, y sin un verlo y dejarlo de ver instantáneo porque no tiene ningún sentido, pero no hay duda de que son hechos que forman parte de las facultades propias del ser humano con el fin de mantenernos en la duda o de que a los seres queridos no les consideremos muertos del todo…

Claro, yo sé que son unos efectos recreados por la imaginación, por el propio deseo que tenemos de la presencia de ellos o por el subconsciente que, a veces, nos echa una mano. Si mi matrimonio con ella hubiera sido un desastre, si no hubiera habido un gran entendimiento entre nosotros, o la camaradería que existió, yo no la añoraría como la añoro, y no tendría las fotografías de ella adornando mi casa en lugares estratégicos, y no habría recuerdos, ni apariciones, ni sueños. Pero como no fue así, como nuestro matrimonio rayó en lo perfecto, el deseo de reproducirla, de volver a contemplar su mirada y gozar con su sonrisa, se convierte en una necesidad tan perentoria que mi imaginación se pone a trabajar a favor mío.

¿Que me engaño a mí mismo? ¡Pues si me engaño es porque puedo engañarme, porque eso forma parte del ser humano. Hay algo en mí que así lo condiciona! Y sé, lo juro, que esto no tiene sentido, pero si me siento más feliz actuando así, ¿por qué no he de hacerlo?


La "chica" que aparece en la foto echándole

migas de pan a las tortugas, es mi hija Adita.

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