jueves, 3 de diciembre de 2009


Mi vida con Angelines


El otro día un vecino mío entró por primera vez en mi casa y manifestó su asombro al observar la entronización que hay aquí de mi mujer. Y me preguntó que si no resultaba contraproducente que al cabo de 10 años de su fallecimiento yo la tuviera todavía tan presente. ¿Contraproducente, por qué? le pregunté yo. Pues porque este sometimiento que tienes a su memoria te ha de quitar libertad, respondió él. Eso que tú me dices me parece un tópico o una contradicción. He elegido libremente mantener su recuerdo vigente mientras yo tenga vida, porque eso me ayuda a vivir, a respirar; me facilita sentirme habitado y atendido por ella. Es una forma, dentro de lo posible, de continuar mi vida con ella, de tener la sensación moral de que ella permanece a mi lado… Yo, dentro de la tristeza que siento ante su falta, me engaño a mí mismo sosteniendo su memoria con intensidad e insistencia. A eso quería llegar —me dijo él—. Tú mismo acabas de decir que te engañas a ti mismo… Si no fuera por eso, tú serías un hombre más libre; tal vez tendrías relaciones con otras mujeres… Si es que yo no quiero tener relaciones con otras mujeres. Los pocos intentos que hice, fracasaron porque a todas las comparo con ella y ninguna resiste la comparación. Angelines tuvo tal importancia en mi vida —la tiene aún— que nunca lo reconoceré lo suficiente. Puedo asegurarlo sin temor a exagerar o a resultar cursi o presuntuoso: unirme a ella ha sido el acontecimiento más extraordinario que me pudo ocurrir en la vida, el que más me ha marcado, el que me ha hecho como soy. Al hablar de nuestra relación tendría que hablar de una intervención de los dioses, de las hadas, o de los que fabrican los destinos. Ella fue lo que me salvo… ¿De qué? No sé, posiblemente de mí mismo… Yo me quedo viendo sus fotografías y tengo que atenerme a la ilusión de que ella está en alguna parte, por muy descabellada e irrazonable que sea esta idea, porque, de lo contrario, el mundo se me haría insoportable… Mi vida entera se realizó con ella y en ella descargué todos los contenidos de mi alma. Mi supuesta relación con otra mujer sería sobre esas bases, y eso no se puede repetir, porque 45 años de vida en común, comunicándome, sintiéndome feliz a su lado, es algo irrepetible… Angelines era una mujer de espíritu limpio y candoroso, sin maldad. Era un ser perfecto y lo digo sin intención de caer en el clásico tópico donde se exageran y se alaban las cosas superficialmente, porque ella lo era sin halaracas, con naturalidad, sin pedanterías ni presunciones, y sin la frialdad que significa esa denominación en toda la gente que se dice perfecta. La perfección de Angelines consistía en su normalidad, en la naturalidad con que impartía su enorme bondad, y no lo hacía por timidez o inferioridad, sino por convencimiento. Lo era en su forma de sentir el amor, en su manera de hacer las cosas, en su sonrisa, en su generosidad —más que nada, en su generosidad—. Lo era en su dulzura, en el amor y el cariño que proyectaba, en su ilusión por la vida, en el goce que le producían las cosas sencillas, en su forma de amar, en su forma de mirar, en su forma de ser. ¿Puedo yo renunciar a eso por mucho que ella esté muerta? No, porque son cosas referidas al espíritu y el espíritu de ella sigue aquí, conmigo. Ella era el témino medio perfecto, alguien que jamás eludió una responsabilidad: lo que tenía que hacer lo hacía sin poner objeciones, sin darse importancia, y no importaba que fuera una cosa sencilla o una cosa transcendental o complicada. Nunca jamás la escuché criticar a nadie y menos hablar mal de una persona. Después de su muerte, cuando regresé a Puerto Rico y les di la triste noticia a sus amigas, lloraron con tanta sinceridad y dolor como nunca vi llorar a nadie. O la expresión de doña Lolita, del asilo de ancianos de Ponce, a la cual protegíamos, cuando dijo que nunca había sentido con nadie tanta felicidad como la que ella proyectaba y se la hacía sentir solo con mirarla. Era divino verla caminar descalza por la playa, y ver cómo disfrutaba, con qué fuerza sentía la vida. Sus hijos, todavía a estas alturas, la veneran, la adoran. Rodrigo llegó a decirme que mamá era como nuestra niña, la niña de todos nosotros. Ella todo lo hacía con profundidad y devoción. Cuando yo la acompañaba a la iglesia, me quedaba embelesado viendo la devoción que sentía; cuando íbamos a bailar, la gente a nuestro alrededor la aplaudía por su entrega y por cómo disfrutaba del baile (yo me enamoré de ella viéndola bailar); cuando hacía el amor, era un portento espiritual y físico… Ella disfrutaba haciendo disfrutar a los demás, y ese es el mejor ejemplo de lo que es el amor.

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