Mi amiga María Dolores
¿Habrá una diferencia notable entre la amistad y el amor cuando se trata de una relación mujer-hombre? Me hago esta pregunta porque, aunque yo más de una vez he pontificado sobre el tema, no lo tengo muy claro. Por ejemplo, cuando conozco a una mujer bonita, y dada mi resolución de mantenerme unido y fiel a mi difunta esposa, me antepongo la teoría de que son dos cosas, dos sentimientos distintos; pero lo afirmo sin estar muy seguro. Es probable que teorice así más que nada para ponerme un escudo, para defenderme de mi propia debilidad (aunque, en realidad, no sé si lo deba llamar debilidad…). Porque, además, debo reconocer que soy —o que fui— un tanto mujeriego… No tanto como Tiger Woods —el pobre—, pero «por ahí, por ahí» (¡¡anda, xagerao…!!). Claro, no en el sentido que se da a esta expresión de Casanova enamoradizo a lo salvaje, sino en otro sentido más amplio. Tal vez deba decir que soy «mujerista», si esta forma estuviera aceptada por la Real Academia. Pero, sí, confieso que me gusta la mujer y que me gusta desde todos los ángulos: me agrada su forma de ser, su forma de pensar —que para algunos es un tanto indescifrable pero no lo es para mí—, su conversación, su forma de encarar las cosas de la vida, me agrada su delicadeza, su femineidad… ¡y no digamos su atractivo físico! No —en eso soy rotundo—, no me gusta la mujer que imita al hombre. Incluso, cuanto más distante su género del mío, más atraído me siento por ella.
Bueno, para no seguir teorizando, diré que, en el caso de María Dolores y yo, no tengo que distinguir entre esos dos sentimientos porque vivimos separados algo así como 8000 kilómetros: ella viven en Valencia y yo vivo en San Juan, Puerto Rico y, dentro de esa distancia geográfica, la amistad sí se puede sostener y estimular (especialmente por Internet), pero el amor no, sobre todo cuando se trata de un amor centrado en el atractivo físico (que ella lo tiene, qué duda cabe). Pero aquí, para tranquilidad de todos, prefiero considerar el atractivo de su alma… (¡¡Ejem, ejem!! ¡Qué remedio…!).
La conocí en Valencia, España, el año 2002, y desde el mismo momento que nos presentaron, me quedé prendado de ella, por la amabilidad que se desprendía de su mirada y lo grato de su sonrisa, por lo acogedora y atrayente, y por lo poco protocolaria (al momento de aquel primer encuentro, pareció que nos conocíamos de toda la vida). Fue un amigo común quien nos presentó: el Dr. Álvaro Pascual-Leone —del cual ya he hablado algo anteriormente, pero tengo que hablar mucho más, porque es una de las amistades más significativas de mi vida—. A partir de aquel día nuestra amistad siguió en ascenso (aunque más tarde sufrió un bajón, y no por fallos de nuestras personalidades respectivas, sino por asuntos tontos y ajenos que no vienen al caso). Pero hay personas que están destinadas a ser amigas, a conocerse y compenetrarse, a vivirse, a «sentirse», a darse apoyo de forma recíproca, a conformar ese respaldo moral del que tan necesitados estamos los humanos. Y María Dolores con respecto a mí, reúne esas cualidades y condiciones. En este momento considero que los lazos que me unen a ella son del género indestructible. Ella se ha convertido en mi paño de lágrimas, en mi descarga de emociones, en la persona en quien deposito mis alegrías y mis penas, en una clara y total referencia de mi vida y mis pensamientos, y de mis actitudes. No se puede pedir más…
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