viernes, 18 de diciembre de 2009


Melancolía de los recuerdos


Creo haberlo dicho antes: hay veces que caigo en una especie de estados melancólicos que me estancan en la apatía y la insensibilidad. No estoy muy seguro por qué me ocurre, tal vez al escuchar determinados sones de música, o cuando contemplo una película que me recuerda algo… Y claro, cuando vienen los acepto de buen grado, incluso, a veces, los recibo con cierto regusto porque me irresponsabilizan de cosas serias y me permiten vivir en un mundo flotante, casi intangible. Un psicólogo o un neurólogo diría que me deje de autoengaños, que se trata de una simple depresión. Pero yo no lo creo. Es más: estoy seguro que no se trata de eso. Puede haber semejanza, pero la melancolía es un estado triste, suave, de corte romántico… Sí, lo mismo que en la depresión, cuando se está melancólico los estímulos se vienen abajo y a uno le entra el deseo de aislarse, de encerrarse en casa, de decir no estoy para nadie, solo estoy para mí y en mí pienso vivir todo el día, en mis recuerdos, en mis añoranzas, en mi desinterés de deseos frívolos por la vida. También creo que lo dije antes: no es fácil llegar a mi edad y no sentirse a veces con el ánimo decaído porque muchos de los pasos que se han dado en la vida han sido falsos, o fútiles, o sin sentido, o porque fueron buenos y duraron poco, o porque uno trató de meter la cabeza por donde no cabía, o porque perdió el tiempo en abrirse camino en algo que creía fundamental, sin conseguirlo o, consiguiéndolo, encontró que detrás de todo ello solo había decepción o desencanto, o malas maneras, y que su contenido no le llenaba a uno como se hubiera esperado…

También sobrevienen estos estados melancólicos por el recuerdo de grandes momentos de felicidad de los cuales lo único que se sabe es que no se van a repetir jamás.

Lo mío de ahora comenzó precisamente al escuchar unos acordes de piano que me sumieron en un mundo de recuerdos, todos ellos gratos. A mi mujer y a mí nos encantaba la música, especialmente la música romántica. Nuestros gustos coincidían en algunas piezas, en algunos estilos; en otros no o no tanto, ya que no se puede afirmar así, de una forma tan categórica, que en otros no había coincidencias, porque bastaba que determinadas piezas le gustaran a ella para que acabaran por gustarme a mí, y lo mismo en sentido contrario.

Yo —no sé si ya he contado antes esta historia— me enamoré de Angelines viéndola bailar (con otro, claro, no conmigo). Una chica —me dije— no puede bailar de esa forma y carecer de alma. Tiene que haber algo profundo, interesante, íntimo, y muy femenino en ella, tiene que haber una gran sensibilidad que le hace captar la música con el espíritu y después transmitirla con sutiles movimientos de su cuerpo. Y hasta tal punto me impresionó su forma de bailar que al rato nos habíamos convertido en novios. Y ustedes pensarán: ¡pues vaya detalle tan frívolo como para llegar a matrimoniarse! Bueeeeeeno, concedo que no todo fue el verla bailar. Esto puede considerarse como un principio, un punto de partida, una señal que instó a que me interesara por ella. Lo demás fue llegando por sí mismo. Primero fue un cruce de miradas que duró un instante, pero que estaban cargadas de mensajes; luego un ligero intercambio de sonrisas (más adelante, cuando ya éramos novios, ella me confirmó que no era un intercambio de sonrisas, sino que era que le causaba cierta gracia ver mis contorsiones con aquella chica gordita y corpulenta que me había caído en suerte y cuyos brazos me atenazaban como si temiera que me fuera a escapar al primer descuido. A Angelines, gran bailarina por condición natural, le causaba cierta risa ver mis movimientos sincopados un tanto americanizados. Algo así como si yo padeciera una especie de epilepsia crónica, mientras en ella todo eran sentimientos y movimientos sutiles). Pero, cuando en una pausa de la orquesta nos sentamos a descansar, el «hado casamentero» intervino eficazmente y decidió que nos encontráramos juntos, es decir, en asientos contiguos, uno junto al otro. Y allí comenzó a desarrollarse todo el protocolo recomendado por la naturaleza: nos miramos, nos sonreímos (ahora sí era una sonrisa dedicada a mí), y, espontáneamente, nos comprometimos para el turno siguiente. Y en esa fase nos sentimos conquistados…

Poco después, bailando con ella, mi sentimiento cambió de forma radical: antes, con la gordita, se inflamaban mis testículos; ahora, con Angelines, se inflamaba mi corazón…

¡Y en ello hay una gran diferencia!

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