martes, 22 de diciembre de 2009


Ser feliz por decreto


Expongo aquí mi felicitación navideña aunque debo confesar que lo hago con ciertos reparos. Por lo pronto, tengo que aclarar que no la fabriqué yo, sino mi subconsciente, que es el más pesimista de los dos… Porque, además, yo no soy un artista en toda la extensión de la palabra (¡No, eso ya se ve!, escucho que dice alguien del público). Sí puedo considerar que tengo cierta disposición para estos asuntos relacionados con el arte gráfico, pero no soy de los que pueden planificar, o sea, no puedo decir: voy a dibujar un Santa Claus montado en su trineo, con su traje rojo y sus ciervos voladores, o un Belén con el burrito, la vaca, las ovejitas y el niño Jesús. Primero porque mi subconsciente no me lo permitiría y, segundo, porque mi habilidad artística no da para tanto. Yo me tengo que limitar a lo que «puedo hacer» y a lo que decida «mi otro yo». Verás, comienzo a jugar con los recursos que me proporciona la técnica y voy haciendo esto (¡huy, qué mono me ha quedado!); voy poniendo aquello (¡oye, qué artista soy!), o voy metiendo lo otro (¡un poco triste, pero no puedo hacer otra cosa…!). Después tengo que adaptarme al gráfico, o sea: alinear mi pensamiento con el impredecible resultado.

Por ejemplo, aquí comencé haciéndome una fotografía con la propia computadora, cuyo objetivo lo tengo delante, y que, además, resulta muy cómodo; después eliminé todos los elementos que rodeaban mi cara, incluido mi cuerpo. A continuación, la traté con un filtro y le di un tono rojizo, así, muy navideño pero también con cierto cariz infernal. Después le metí un fondo negro y adapté un gorro de Santa Claus. Es como si estuviese haciendo un guiso y le fuera añadiendo distintos ingredientes sin saber cual sería el resultado final. O sea, está claro que fue mi subconsciente quien movió mis manos y anuló mi pensamiento racional. Luego, ante el resultado final, tuve que meter un mensaje acorde con las exigencias gráficas.

¡Ah! y me vi obligado a adaptar mi pensamiento preguntándome ingenuamente, ¿por qué tenemos que ser felices en Navidad, así, a la «cañona» (palabra puertorriqueña que significa «a como dé lugar»)? Porque, si acaso, tendríamos que tratar de serlo siempre, en todo momento, a toda hora y entonces la felicidad no sería felicidad porque se convertiría en algo normal y rutinario… La felicidad es felicidad cuando ocurre en momentos ocasionales… Además, continué pensando para hacer válido mi dibujo, esa felicidad navideña más bien forzada resulta un tanto artificial. Es como una felicidad por decreto o porque te lo ordenan los grandes almacenes, o los fabricantes de perfumes, o los de juguetes, o Perico de los Palotes…

Y ante un pensamiento de «tal grandeza», me sentí aliviado.

Vaya, me dije, mira por donde puedo aprovechar este garabato…

Y aquí lo tienen.

Claro, aprovechando lo negativo de la tarjeta, es conveniente reflexionar dejando a un lado al subconsciente. Cuando se tiene sensibilidad, corazón y sentido de como rueda hoy la vida, no se puede ser plenamente feliz, ni por tradición ni por motivos religiosos. Si acaso, es posible serlo sin exceso, con cierta naturalidad y con la normal reserva.

Porque hoy día la felicidad está en venta… y existe mucha, muchísima gente en todo el mundo que no la puede comprar…

lunes, 21 de diciembre de 2009


Conversaciones «intrascendentes»


Sí, la verdad es que la vida está formada por esos ritos de cada día: esas conversaciones triviales con la gente que se encuentra uno en el ascensor, y que te dicen que Ya llegó el frío…, Por Dios, señora, frío en Puerto Rico… El día que haga frío aquí… ¡Hemos llegado!, dice, y se santigua. ¡Que tengan un buen día! ¡Lo mismo para usted! Una vez afuera, veo venir a ese vecino que todos los días me da la monserga; trato de salir por la otra puerta, pero ya me ha visto y me sale al paso. Me pregunta que si me pasa algo, que hace unos cuantos días que no me ve; y cuando yo le digo que no me pasa nada, él sigue insistiendo y me vuelve a preguntar que si he estado fuera. Y yo le digo que no, que he estado en mi casa, que lo que pasa es que no hemos coincidido, y él me mira como si sospechara que estoy tratando de evitarlo. Es que yo no hago las mismas cosas a la misma hora todos los días —le digo—. Me gusta cambiar; me desagrada la rutina… Y él me mira como si yo acabara de llegar de otro planeta. ¡Huy, qué bueno está el día de hoy para caminar! digo para cambiar de conversación y darle a entender que lo que trato de hacer no se puede dejar para otro día. Luego, continuo caminando. ¿Qué le parece lo de Honduras? oigo que me dice desde atrás. Vuelvo la cabeza y lo veo ahí, como si estuviera decidido a no dejar de importunarme. Detengo mi marcha pero adoptando una postura provisional, tratando de que se dé cuenta de que estoy decidido a continuar mi camino sin él. Pues qué quiere que le diga… Hemos de dejar a los hondureños que resuelvan ellos solos sus conflictos «democráticamente» —le digo haciendo el gesto de comillas con los dedos…—. Si uno se va a preocupar por todo lo que ocurre en el mundo, arreglados estaríamos. Y vuelvo a la posición inicial con intención de continuar mi caminata. ¡Pero adónde vaaaaaaa…! me dice con un tono de mosqueo y mostrando su inconformidad de que no le preste la atención que solicita. En este momento —le digo— intento iniciar mi caminata de todos los días. ¡Vamos, siempre y cuando usted me lo permita…! , le manifiesto hablando claro y con cierto tono de desesperación. Pero él, ni por esas: erre que erre, se ve que no está dispuesto a claudicar. Llega hasta mi altura y se me queda mirando como si esperase una respuesta de mí (¿una respuesta a qué?). Mire, le digo con intención de dar por resuelto nuestro encuentro, el mundo está muy revuelto, pero yo, por las mañanas, trato de no agobiarme ni con Honduras, ni con Finlandia, ni con esos perros que ladran por la noche. Trato de no meter en mi cerebro ninguna idea negativa… Luego me dieron ganas de agregar con firmeza: «¡¡¡Meeee haaaaa enteeennndido!!!», pero me dio nosequé. Es que usted es una de las pocas personas con quien se puede hablar en este edificio… (ahora sí que me amoló. ¡Se me fastidió la caminata…!). ¿Ya tomó café? ¡Le invito! —me dice cuando ve que estoy cediendo. Veeeenga, vaaaamos a tomaaaaar cafééééé… —le digo ya sin oponer resistencia. ¿Y qué piensa de lo de esa mujer que está en huelga de hambre? (este hombre pretende que yo opine de todos los desaguisados del mundo). Pues, qué quiere que le diga, sus razones tendrá… Oiga, ¿no está usted hoy demasiado resignado? —me dice. Yo creo que hoy en día no podemos tomar posiciones imparciales —continúa. El mundo no está como para aceptarlo todo, así, como viene, con esa pasividad que usted demuestra… Hoy, porque otras veces no tanto… Pero si es que esto no tiene arreglo —le digo en tono quejumbroso. No dispongo de muchos años de vida y no puedo vivírmelos mortificado. ¿Y de qué otra forma se pueden vivir, si se mire para donde se mire solo se ven calamidades? Yo creo que la humanidad ha llegado a lo que se llama el principio de Peter, ja, ja, ja… ¡hemos rebasado nuestro nivel de competencia! ¡Ya no sabemos cómo hacer las cosas! Se dan grandes cantidades de dinero al que menos lo necesita o a quien no lo merece; los trabajadores están a merced de lo que decidan los ricos. Fíjese (bueno, parece que mi vecino solo buscaba un oyente), sólo repase los presidentes de gobierno que andan hoy por el mundo decidiendo nuestro futuro, vea al «canijo» de Berlusconi con la cara desecha por un ciudadano que está harto de su falta de respeto al pueblo, mientras él presume de ser el mejor presidente de Europa o del mundo; vea a Sarkozy subido en una banqueta para parecer más alto o retocando sus fotografías para bajarle la panza y llenando su mundo de frivolidades y presunciones; vea a Zapatero diciendo hoy una cosa y mañana otra, y apoyándose en sus cejas no en sus obras; vea a Obama prometiendo lo que no puede dar y recibiendo el Nobel de la Paz mientras envía más soldados a Afganistán; vea a Castro apoyándose en el bloqueo que, en el fondo, lo estimula él mismo porque, cada vez que se va a llegar a un acuerdo, comete un desmán para que el bloqueo continúe y tener algo con lo que justificar su enorme fracaso; vea a esa gente de la ETA, en su país, matando por matar, y sin nadie que les meta mano, cuando saben que ese no es el camino, pero lo único que les interesa es tener unos ingresos jugosos; vea a los piratas de Somalia, que actúan impunemente y ya solo les falta meter sus valores en Wall Street; vea a Chavez, el de Venezuela: un pueblo que vivía en una de las mejores condiciones de América Latina lo está convirtiendo en un desastre, lleno de deudas y gastando su dinero en unas armas que no le servirán de nada y que solo le dan importancia a él; vea al matrimonio ese que gobierna en Argentina, llenándose los bolsillos descaradamente; vea a la Unión Europea, que no acaba de surgir porque casi nadie opina lo mismo y no saben cuál ha de ser su destino; vea a Inglaterra, sin saber a qué árbol arrimarse, vea la polución y la lucha hipócrita con que se actúa para resolverla; vea a la…

¡Huy!, —digo yo—, este café tiene mal sabor y se me está quedando frío…

sábado, 19 de diciembre de 2009



Mi amiga María Dolores


¿Habrá una diferencia notable entre la amistad y el amor cuando se trata de una relación mujer-hombre? Me hago esta pregunta porque, aunque yo más de una vez he pontificado sobre el tema, no lo tengo muy claro. Por ejemplo, cuando conozco a una mujer bonita, y dada mi resolución de mantenerme unido y fiel a mi difunta esposa, me antepongo la teoría de que son dos cosas, dos sentimientos distintos; pero lo afirmo sin estar muy seguro. Es probable que teorice así más que nada para ponerme un escudo, para defenderme de mi propia debilidad (aunque, en realidad, no sé si lo deba llamar debilidad…). Porque, además, debo reconocer que soy —o que fui— un tanto mujeriego… No tanto como Tiger Woods —el pobre—, pero «por ahí, por ahí» (¡¡anda, xagerao…!!). Claro, no en el sentido que se da a esta expresión de Casanova enamoradizo a lo salvaje, sino en otro sentido más amplio. Tal vez deba decir que soy «mujerista», si esta forma estuviera aceptada por la Real Academia. Pero, sí, confieso que me gusta la mujer y que me gusta desde todos los ángulos: me agrada su forma de ser, su forma de pensar —que para algunos es un tanto indescifrable pero no lo es para mí—, su conversación, su forma de encarar las cosas de la vida, me agrada su delicadeza, su femineidad… ¡y no digamos su atractivo físico! No —en eso soy rotundo—, no me gusta la mujer que imita al hombre. Incluso, cuanto más distante su género del mío, más atraído me siento por ella.

Bueno, para no seguir teorizando, diré que, en el caso de María Dolores y yo, no tengo que distinguir entre esos dos sentimientos porque vivimos separados algo así como 8000 kilómetros: ella viven en Valencia y yo vivo en San Juan, Puerto Rico y, dentro de esa distancia geográfica, la amistad sí se puede sostener y estimular (especialmente por Internet), pero el amor no, sobre todo cuando se trata de un amor centrado en el atractivo físico (que ella lo tiene, qué duda cabe). Pero aquí, para tranquilidad de todos, prefiero considerar el atractivo de su alma… (¡¡Ejem, ejem!! ¡Qué remedio…!).

La conocí en Valencia, España, el año 2002, y desde el mismo momento que nos presentaron, me quedé prendado de ella, por la amabilidad que se desprendía de su mirada y lo grato de su sonrisa, por lo acogedora y atrayente, y por lo poco protocolaria (al momento de aquel primer encuentro, pareció que nos conocíamos de toda la vida). Fue un amigo común quien nos presentó: el Dr. Álvaro Pascual-Leone —del cual ya he hablado algo anteriormente, pero tengo que hablar mucho más, porque es una de las amistades más significativas de mi vida—. A partir de aquel día nuestra amistad siguió en ascenso (aunque más tarde sufrió un bajón, y no por fallos de nuestras personalidades respectivas, sino por asuntos tontos y ajenos que no vienen al caso). Pero hay personas que están destinadas a ser amigas, a conocerse y compenetrarse, a vivirse, a «sentirse», a darse apoyo de forma recíproca, a conformar ese respaldo moral del que tan necesitados estamos los humanos. Y María Dolores con respecto a mí, reúne esas cualidades y condiciones. En este momento considero que los lazos que me unen a ella son del género indestructible. Ella se ha convertido en mi paño de lágrimas, en mi descarga de emociones, en la persona en quien deposito mis alegrías y mis penas, en una clara y total referencia de mi vida y mis pensamientos, y de mis actitudes. No se puede pedir más…

viernes, 18 de diciembre de 2009


Melancolía de los recuerdos


Creo haberlo dicho antes: hay veces que caigo en una especie de estados melancólicos que me estancan en la apatía y la insensibilidad. No estoy muy seguro por qué me ocurre, tal vez al escuchar determinados sones de música, o cuando contemplo una película que me recuerda algo… Y claro, cuando vienen los acepto de buen grado, incluso, a veces, los recibo con cierto regusto porque me irresponsabilizan de cosas serias y me permiten vivir en un mundo flotante, casi intangible. Un psicólogo o un neurólogo diría que me deje de autoengaños, que se trata de una simple depresión. Pero yo no lo creo. Es más: estoy seguro que no se trata de eso. Puede haber semejanza, pero la melancolía es un estado triste, suave, de corte romántico… Sí, lo mismo que en la depresión, cuando se está melancólico los estímulos se vienen abajo y a uno le entra el deseo de aislarse, de encerrarse en casa, de decir no estoy para nadie, solo estoy para mí y en mí pienso vivir todo el día, en mis recuerdos, en mis añoranzas, en mi desinterés de deseos frívolos por la vida. También creo que lo dije antes: no es fácil llegar a mi edad y no sentirse a veces con el ánimo decaído porque muchos de los pasos que se han dado en la vida han sido falsos, o fútiles, o sin sentido, o porque fueron buenos y duraron poco, o porque uno trató de meter la cabeza por donde no cabía, o porque perdió el tiempo en abrirse camino en algo que creía fundamental, sin conseguirlo o, consiguiéndolo, encontró que detrás de todo ello solo había decepción o desencanto, o malas maneras, y que su contenido no le llenaba a uno como se hubiera esperado…

También sobrevienen estos estados melancólicos por el recuerdo de grandes momentos de felicidad de los cuales lo único que se sabe es que no se van a repetir jamás.

Lo mío de ahora comenzó precisamente al escuchar unos acordes de piano que me sumieron en un mundo de recuerdos, todos ellos gratos. A mi mujer y a mí nos encantaba la música, especialmente la música romántica. Nuestros gustos coincidían en algunas piezas, en algunos estilos; en otros no o no tanto, ya que no se puede afirmar así, de una forma tan categórica, que en otros no había coincidencias, porque bastaba que determinadas piezas le gustaran a ella para que acabaran por gustarme a mí, y lo mismo en sentido contrario.

Yo —no sé si ya he contado antes esta historia— me enamoré de Angelines viéndola bailar (con otro, claro, no conmigo). Una chica —me dije— no puede bailar de esa forma y carecer de alma. Tiene que haber algo profundo, interesante, íntimo, y muy femenino en ella, tiene que haber una gran sensibilidad que le hace captar la música con el espíritu y después transmitirla con sutiles movimientos de su cuerpo. Y hasta tal punto me impresionó su forma de bailar que al rato nos habíamos convertido en novios. Y ustedes pensarán: ¡pues vaya detalle tan frívolo como para llegar a matrimoniarse! Bueeeeeeno, concedo que no todo fue el verla bailar. Esto puede considerarse como un principio, un punto de partida, una señal que instó a que me interesara por ella. Lo demás fue llegando por sí mismo. Primero fue un cruce de miradas que duró un instante, pero que estaban cargadas de mensajes; luego un ligero intercambio de sonrisas (más adelante, cuando ya éramos novios, ella me confirmó que no era un intercambio de sonrisas, sino que era que le causaba cierta gracia ver mis contorsiones con aquella chica gordita y corpulenta que me había caído en suerte y cuyos brazos me atenazaban como si temiera que me fuera a escapar al primer descuido. A Angelines, gran bailarina por condición natural, le causaba cierta risa ver mis movimientos sincopados un tanto americanizados. Algo así como si yo padeciera una especie de epilepsia crónica, mientras en ella todo eran sentimientos y movimientos sutiles). Pero, cuando en una pausa de la orquesta nos sentamos a descansar, el «hado casamentero» intervino eficazmente y decidió que nos encontráramos juntos, es decir, en asientos contiguos, uno junto al otro. Y allí comenzó a desarrollarse todo el protocolo recomendado por la naturaleza: nos miramos, nos sonreímos (ahora sí era una sonrisa dedicada a mí), y, espontáneamente, nos comprometimos para el turno siguiente. Y en esa fase nos sentimos conquistados…

Poco después, bailando con ella, mi sentimiento cambió de forma radical: antes, con la gordita, se inflamaban mis testículos; ahora, con Angelines, se inflamaba mi corazón…

¡Y en ello hay una gran diferencia!

miércoles, 16 de diciembre de 2009


¡Ay, subconsciente, subconsciente…!


Existen muchas especulaciones sobre la vida: unas se apoyan en el hecho científico; otras en la imaginación, o en el concepto espiritual, tal vez en la fe. Hay algunas, incluso, cuya explicación es un tanto absurda. Pero entre tantas suposiciones, ninguna existe que sea constatada, ninguna que podamos aceptar con absoluta certeza. Yo, que, como habrán visto, siempre estoy tratando de meter mi nariz en el lado misterioso de la vida (y, a veces, la punta de mi napia sale medio chamuscada), y que en mi mente, muy dentro de ella, vive permanentemente activada mi propia tormenta existencial, no encuentro una hipótesis que me seduzca, pero sí muchas que me maravillan. Y es que, ya lo dije, existe una clara contradicción entre mis hemisferios derecho e izquierdo cuyo propósito, el de ambos, parece consistir en no ponerse nunca de acuerdo. Posiblemente a esa falta de afinidad frontal se deben las contradicciones que tanto padecemos (bueno, ¿padecemos o disfrutamos?) los humanos. Porque la cosa no queda ahí: por otro lado tenemos nuestro subconsciente, ese otro yo —o ese otro él podríamos decir— que actúa como si se tratara de una persona ajena —y a veces enemiga—, que vive dentro de nosotros sin pagarnos hospedaje, y que en tantas ocasiones nos gobierna y nos impulsa a realizar acciones de las que luego nos arrepentimos, aún cuando no seamos los verdaderos culpables. Este subconsciente nos azuza, nos zarandea, nos dice que veamos las cosas como hay que verlas y no con los ojos de la imaginación.

De todos modos, hay que ser muy zoquete(a), muy falto de sensibilidad para no darse cuenta de que todo a nuestro alrededor es misterioso e inexplicable (y hay quienes lo califican de absurdo), y me refiero, por ejemplo, a un simple hecho, tan cotidiano como es el acto de defecar («cagar», le dicen los castizos de mi pueblo). Verán, no suelo fijarme en ello porque es una visión repugnante, pero el otro día, tras expulsar en el inodoro los alimentos ingeridos no metabolizados, es decir, los no aprovechados por mi organismo para convertirlos en proteínas, vitaminas, azúcares, sales, energía, etc., observé por un momento esas porciones repudiadas por mi cuerpo, de un color caqui-verdoso, que reposaban en el fondo de la taza (y como verán, hago todo lo posible por utilizar expresiones eufemísticas para evitar caer en lo grosero). Y mi pensamiento, atendiendo a su manía acostumbrada, inmediatamente comenzó a elaborar una tesis sobre ese servicio integral de limpieza que vive dentro de nosotros. ¿Quién decide dentro de mi organismo la distribución de la tortilla de patatas con chorizo que acabo de comer? ¿Quién le grita a mis glándulas salivales que produzcan saliva en abundancia para que lo que estoy comiendo llegue hasta mi estómago y, una vez allí, se mezcle con los jugos gástricos y facilite el recorrido hasta mi intestino grueso? ¿Quién hace que mi vesícula biliar riegue con bilis el intestino delgado para favorecer la digestión de las grasas? Sí, ya sé que es el hígado, pero ¿quién?, ¿quién?, ¿quién da las órdenes; quien los pone en movimiento? ¿Quién hace que mi hígado sienta la obligación de facilitar la digestión y hacer que lo que no se metaboliza se convierta en mierda (perdón, quise decir en caca, o en excremento, o mejor en heces…)? ¿Por qué mi páncreas, cuando detecta que llega la tortilla de chorizo —ya medio descompuesta— a su jurisdicción, suelta el jugo pancreático para que siga la descomposición de las grasas y las proteínas en el intestino y absorba las sustancias nutritivas? ¿Es que alguien ahí, dentro de mí, tiene vida y ordena lo que hay que hacer en cada caso para que mi cuerpo funcione? ¿Quién ha metido dentro de mí a toda esa cuadrilla de obreros especializados que hacen lo posible para que yo siga con vida y suelte el alimento inerte en el retrete, después me limpie el cu… el trasero; a continuación me lave las manos; me mire en el espejo y ponga caras raras que me obliguen a reírme de mí mismo, o compruebe mi gesto de satisfacción tras haber soltado aquello que me oprimía el vientre y que unas horas antes había sido una tortilla de patatas con chorizo?

domingo, 13 de diciembre de 2009



El Arte y el ser

El ingenio, la creatividad, el don del arte, la espiritualidad es lo que mejor explica la unicidad del ser humano. Cuando oigo una buena interpretación del Ave María de Schubert, o de Gounod, en un solo de piano o violín, no puedo dejar de considerar la trascendencia de lo humano, y pienso en la dimensión de amor y misticismo que son capaces de sentir los seres. Hay que experimentar mucha fe y amor a la Virgen —me digo— para componer unas melodías tan celestiales… Y me pregunto si será posible que tanta sensibilidad, tanto amor, tanta creatividad sea gestado para perderse en la nada. Es algo que me parece insostenible y falto de espiritualidad, incluso de respeto, de amor y sentimiento hacia la vida. A mí la música, la pintura, ¡el arte en general!, me sitúan casi en el camino de creer en Dios o creer en «algo», o, por lo menos, agranda en mi mente la dimensión acerca del misterio de la existencia en la cual no puede haber un vacío porque en ella permanecen las pinturas, los pensamientos y las notas musicales de los mortales. ¿Cómo pueden haber en el mundo unos seres salidos de la nada y poseedores de tal grado de sensibilidad? Es lo que realmente me parece un enorme desacuerdo de la vida, un descomunal desajuste.

Incluso, ciertas manifestaciones artísticas activan nuestros sentimientos y nos convierten en seres más amorosos, más dados a sentir amor. Por ejemplo, ¿por qué razón cuando escucho una sonata de Chopin, o el Concierto núm. 2 para piano, de Rachmaninov, o la Serenata al claro de luna, de Beethoven, siento la necesidad de atraer a mi lado a mi mujer y amarnos con más intensidad que cuando no se oye ninguna música? ¿O por qué cuando íbamos a bailar y sonaba una de las melodías de nuestra preferencia nos abrazábamos con más ternura y amor y bailábamos más unidos, sin hablarnos apenas, solo sintiendo el ritmo de la música y el latido de nuestros corazones?

¿Todo eso es pura filfa? Es decir, ¿cuando mi condición emocional al contemplar una obra de arte, escuchar determinados acordes musicales, o leer una divina poesía mueve mi corazón alocadamente, es porque mi imaginación trabaja dentro de mí y se propone engañarme? ¿Y con qué fin lo hace? ¿Para decirme que la vida puede ser así o de otra manera fría y despojada de amor? ¿Y a quien le interesa que yo crea esto o lo otro?


Ilustración: Vermeer, Doncella vertiendo leche (1660)

martes, 8 de diciembre de 2009




Mi vida hoy


Refiriéndome a la condición que me toca vivir ahora, carezco de razones de peso para quejarme: mi vida actual solo se ve contrariada por ínfimos detalles de tipo doméstico, porque en lo profundo, en lo verdaderamente trascendente, está tocando la perfección. Claro, es inevitable que, aunque quiera quitármelos de encima, todavía me azucen vestigios del pasado ya que a lo largo de la vida hay detalles que se van incrustando en el corazón con tal fuerza que es imposible desecharlos del todo: me refiero a esas obligaciones comunes de cada día, como los acuerdos que había que cumplir, el ruido de los hijos, las llamadas telefónicas pendientes, tomarse unas cervezas o unos cafés con los amigos, la celebración de reuniones en la sala de juntas; la gran ilusión despertada por el coche nuevo, la compra del mueble para la sala, o del cuadro para el pasillo. Y también estaba el estreno de la película favorita, o el libro de un autor de mi culto, que me producía el deseo imperioso de tenerlo cuanto antes entre mis manos como si fuera el talismán sagrado que abriría mi entendimiento un poco más, y estimulará mi afán de soñar con otros mundos, con otras filosofías y con diferentes actitudes ante la vida… Bueno, lo de los libros, en otra medida, claro, continúa igual, porque es una tendencia, una obsesión que nunca muere; ahora no es tan intensa como antes, cierto, pero todavía cuando paso por una librería, entro y, una vez allí, se me pasan las horas sin darme cuenta. A propósito de ello quiero meter un inciso: se habla mucho ahora del libro digital, pero no creo que se pueda comparar esa innovación tecnológica con el acto casi litúrgico de entrar en un templo del libro, sentir ese olor especial que ningún otro lo iguala, ver una obra que llama mi atención, tomarla entre mis manos y ojearla mientras paso sus páginas al albur, y olisqueo su tinta nueva. Esa actitud es como un rito, efectuado con el espíritu inquisitivo de ver si se encuentra ese libro mágico escrito por un alma gemela, o por alguien cuyo pensamiento se aproxime al mío, alguien que comparta mis ilusiones y mi mundo encantado. (¡Me apasiona «descubrir» libros mágicos, esos que nunca dejan de leerse! Es como un vicio. Cuando los encuentro, los compro sin pestañear, y, luego, al llegar a casa, tras ponerme cómodo, los voy sacando de la bolsa como quien saca un tesoro, y les doy una revisión profunda hasta convencerme de que la compra ha valido la pena… Luego hay que tomar la decisión de con cual comienzo primero, y eso suponiendo que no tenga que meterlos a todos en lista de espera hasta que termine el que estoy leyendo). Mi último descubrimiento fue Philip Roth. Antes de incluir este autor entre mis preferidos, sus libros habían pasado por mis manos en varias ocasiones, pero nunca me sentí atraído por él. Ese personaje suyo llamado Zuckerman no acababa de gustarme. Tal vez porque yo conocí a un Zuckerman que era un tipo insoportable o de una mentalidad confusa y contradictoria. El caso es que miraba sus libros —sobre todo Zuckerman encadenado—, leía algunos párrafos, incluso me sonreía con ciertas expresiones que parecían sacadas de mi propia cosecha, pero no acababa de decidirme. Y era raro entrar en una librería (a veces, en Valencia, era una rito de cada día) y no acabar teniendo entre mis manos un libro de Philip Roth… Finalmente un día me decidí y compré uno que acababa de aparecer: se titulaba Patrimonio, y en él trataba de los últimos días de la vida de un padre narrados por el hijo. Lo comencé a leer con cierto escepticismo y acabé prendado. Ahí mismo comenzó mi «idilio» con este autor porque, de alguna manera, me vi retratado en sus historias. No como protagonista, sino que me sentía como si fuese yo quien escribió sus libros… Pero esa es la magia de los libros: que uno, de alguna forma, se ve retratado en ellos. Si no como es, sí como quisiera ser.

Perdón por el inciso, porque lo que intentaba decir respecto a mi vida de ahora, es que se cumple sin obligaciones ni compromisos, excepto los contraídos conmigo mismo. Esta vida donde me construyo yo y construyo mis imágenes, mis sombras, las que conviven conmigo. Esta vida donde duermo cuando tengo sueño; como cuando tengo hambre, escribo cuando me viene la inspiración (a veces hay que provocarla para que llegue) y leo, paseo, hablo con la gente sin que importe si los conozco o no. También hablo con mis amigas/os por cualquiera de los medios que me brinda Internet. O de repente un día me da por prepararme una comida regia o hacerme una tortilla de patatas marca de la casa… Y sobre todo, escribo, invento otros mundos y otras vidas, y los muevo con pasión. A veces, al hablar con las gente, me doy cuenta de que me he convertido en uno de mis personajes y estoy hablando de unos pasados que no siempre corresponden con el mío. Tal vez se trata de unos pasados que en un tiempo fueron soñados pero que nunca se cumplieron…

lunes, 7 de diciembre de 2009


Situaciones


La vida es una sucesión de situaciones gratas, aborrecibles o anodinas. La felicidad depende de cómo éstas se repartan, en qué medida fluctúen y cómo nos desenvolvamos dentro de ellas. Por ejemplo, en un instante, casi sin darme cuenta, me siento enfurecido porque las cosas, mis asuntos afectivos, mis obsesiones, mis anhelos, mi equipo de fútbol, lo que sea, no van del todo bien o no funcionan como yo desearía. Este quebranto llega a mí, me sucede, en un momento que me encuentro sentado frente a mi computadora, y noto que hay algo que entorpece de forma directa en mi cerebro, algo que es ajeno a lo que me propongo hacer y me impide hacerlo… ¿Qué puede ocurrir ahí dentro? me pregunto con la misma curiosidad que si hubiese escuchado unos ruidos extraños o unos gritos destemplados en casa de mi vecino. ¿Por qué de repente me enfrento a este desorden, a este déficit interpretativo? ¿A qué se debe que no me puedo concentrar…? Como un acto reflejo, giro mi cabeza a la izquierda y me quedo absorto, admirado, subyugado al contemplar el paisaje que hay frente a mi ventana. Y mi sentido de la vida cambia como por encantamiento. Ante tan magnífica visión, ante una acción inesperada elaborada con la ayuda de mi función visual, mis neuronas aumentan su producción de dopamina, esa sustancia salvadora con la que mi organismo —mi sangre, mi cerebro, mi corazón, mis glándulas— quiere lubricarse para salir del trance depresivo. Es decir, si lo vemos bien, nuestro estado de ánimo, el lado espiritual de nuestra vida depende de nuestro cerebro, de cómo funcione, de cómo se adapte a las diferentes situaciones, de cómo reaccione ante la vida, de cómo interprete las dulces o amargas consecuencias del vivir.

También hay quien nos asegura que la vida es una sucesión de encuentros y desencuentros, de palabras y discursos, y de amores, de eso sobre todo, de amores. ¿Y por qué de amores? Pues porque el amor es lo que más mediatiza nuestras vidas, lo que con más ímpetu nos impone un género de vida determinado (según la clase de amor que sea, claro). ¿A cuántas cosas renunciamos por amor? Y no solo por amor entre una mujer y un hombre (que de por sí, ya contempla todas las renuncias del mundo), sino, en el caso de algunos, por amor a Dios; en otros, por amor a los animales; en los de más allá (que son la mayoría), por amor a los hijos; en otros (como en el caso de la madre Teresa de Calcuta, por ejemplo), por amor al pobre y a la humanidad… También los hay que renuncian a todo por amor a la Naturaleza.

¡Renunciar! ¡Renunciar! ¿Cómo sería una vida sin presentar ninguna renuncia? ¿Se puede vivir así, sin renunciar? Yo creo que no. No podemos abarcarlo todo: si queremos esto tenemos que renunciar a aquello. Es ley de vida. A mí, en cierta etapa de mi vida, me gustaban dos mujeres: la mía y otra que no era mía pero podía serlo, solo dependía de mí. Tuve que renunciar a una. A esta citada en último lugar. Me costó pero se impuso la razón…

No hace mucho leí un versículo de un poeta español, José Antonio Muñoz Rojas, que me impresionó. Decía: «Vivir no es otra cosa que un discurso, una adición de sombras incesantes». ¡Es otra interpretación de la vida y, además, no puede ser más hermosa… Aunque, tal vez, algo deprimente…!


La foto de la cabecera es de mi hija Adita cuando tenía un año.

En mi álbum la puse una leyenda que dice: «¡Qué aburrida

es la vida! ¡Nadie me saca a bailar!».

sábado, 5 de diciembre de 2009


Facultad de lo humano


Con carácter de exclusividad, a los seres humanos nos han sido otorgados —aunque no en la misma proporción a todos— unos dones únicos, unas facultades de detección y asimilación, unas aplicaciones que nos hacen diferentes de otras especies animales. Me refiero a la imaginación, los sueños, la ambición, la inconformidad, la esperanza, los anhelos, la inventiva, la compasión, el ingenio, la capacidad de desarrollar y admirar el arte… Tal parece como si estos atributos nos hubiesen sido asignados por algún espíritu con poder y facultad de decisión sobre nuestros sentidos. Parece que, detrás de todo ello, está la finalidad de que desarrollemos la habilidad, el don y la gracia de vivir. Yo, por ejemplo, si no hubiera carecido de la facultad imaginativa para reinventar a mi mujer, mi vida de viudo solitario hubiese sido diferente… ¿Es un atributo o una facultad que se me ha concedido para hacer del resto de mi vida una etapa más soportable? ¿Forma ello parte de la composición de la vida? En este momento, aquí en Puerto Rico, en mi pensamiento, la imagen de mi mujer, que está muerta, tiene la misma validez que la imagen de mi hija, que está viva. Eso es lo grandioso de la imaginación, que no tiene límites ni hace distinciones entre vivos y muertos. Fíjese: de tanto pensar en Angelines, mi mujer, casi la he resucitado o no la he dejado morir del todo. La siento ir y venir, la veo reírse de todas esas incongruencias propias del ser despistado que soy y que a ella le hacían tanta gracia; la veo almorzar a mi lado y mondar una toronja con la exquisitez que ella lo hacía… ¡Qué cosas! Todavía, a pesar de los años que han transcurrido desde su fallecimiento, la recuerdo como si estuviese aquí, comiendo a mi lado y riéndonos siempre, como si la vida fuese una broma permanente o una causa de alborozo.

Un día, no hace mucho, después de almorzar, me recosté en el sofá y me adormilé. Repentinamente, no sé por qué, me desperté y me la encontré parada delante. Retuve su imagen unos pocos segundos, pero, al principio, creí que se trataba de una persona que se había introducido en mi apartamento sin mi permiso. Incluso, la primera reacción mía fue mirar hacia la puerta de entrada porque pensé que me la había dejado abierta. Cuando volví a mirar hacia donde estaba, la imagen había desaparecido. Su cara estaba un poco borrosa y por esa razón no me percaté desde un principio que era ella. Luego, más calmado, sí la identifiqué.

Llámalo alucinación, recreación mental de lo que no existe, aparición, locura o descomposición de la mente, como quieras. Yo no creo en los espíritus y menos que se nos aparezcan así, espontáneamente, y sin un verlo y dejarlo de ver instantáneo porque no tiene ningún sentido, pero no hay duda de que son hechos que forman parte de las facultades propias del ser humano con el fin de mantenernos en la duda o de que a los seres queridos no les consideremos muertos del todo…

Claro, yo sé que son unos efectos recreados por la imaginación, por el propio deseo que tenemos de la presencia de ellos o por el subconsciente que, a veces, nos echa una mano. Si mi matrimonio con ella hubiera sido un desastre, si no hubiera habido un gran entendimiento entre nosotros, o la camaradería que existió, yo no la añoraría como la añoro, y no tendría las fotografías de ella adornando mi casa en lugares estratégicos, y no habría recuerdos, ni apariciones, ni sueños. Pero como no fue así, como nuestro matrimonio rayó en lo perfecto, el deseo de reproducirla, de volver a contemplar su mirada y gozar con su sonrisa, se convierte en una necesidad tan perentoria que mi imaginación se pone a trabajar a favor mío.

¿Que me engaño a mí mismo? ¡Pues si me engaño es porque puedo engañarme, porque eso forma parte del ser humano. Hay algo en mí que así lo condiciona! Y sé, lo juro, que esto no tiene sentido, pero si me siento más feliz actuando así, ¿por qué no he de hacerlo?


La "chica" que aparece en la foto echándole

migas de pan a las tortugas, es mi hija Adita.

viernes, 4 de diciembre de 2009


Bueno, todavía nos queda la ja de Jauja…


De todos modos, no hay duda de que vivimos en un mundo cargado de malos presagios. Parece que todo este tinglado fuera sostenido artificialmente, que se viviera disimulando, como si en lugar de desdichas y amenazas dejadas a nuestra puerta, todo fueran satisfacciones y felicidades. ¡Que importa la crisis económica! Hay que presentar buena cara, disimular la tragedia, demostrar que con crisis o sin ellas, es posible vivir sin estar todo el día llevándose las manos a la cabeza. ¡Escondamos la basura debajo de la alfombra y disfrutemos, que la vida no tiene otro sentido, que todo es esto que estamos viendo: los pájaros cagando encima de los coches; las ratas saliendo de las cloacas porque prefieren nuestra comida a la de ellas; las bolsas de ese plástico indestructible y no reciclable revoloteando por ahí, mecidas por el viento, la desertización de la Tierra…! Sí, hay múltiples amenazas en el ambiente, pero cada día es cada día… ¡Qué nos importa que haya un Bin Laden ahí escondido amenazando con destruir el mundo en nombre de su dios, o una capa de ozono que se va debilitando y permite que se pierdan nuestros recursos respirables y nuestras defensas y que penetre la radiactividad hasta convertirnos en estatuas de piedra, o la crisis económica que aumenta la pobreza de unos y la riqueza de otros, o las epidemias desatadas por los laboratorios para después vendernos los antídotos que ellos mismo fabrican…! Todavía nos queda la ja de Jauja, o sea, dos letras más. Sí, ya se ha destruido jau, pero todavía podemos disfrutar mientras nos quede ja. Además, nosotros no somos los culpables. ¡Fue Adán, el que se comió la manzana! ¡Qué cabrón el tipo! Pero, está bien claro que esto ha venido armándose desde generaciones atrás. ¿Por qué nosotros hemos de arreglar los desarreglos iniciados por nuestros antepasados? ¿Somos culpables de que se hayan cargado los bosques quemándolos o talando los árboles de forma indiscriminada para fabricar muebles, casas y palillos de dientes? ¿Tenemos la culpa de que el que nos creó haya comenzado a cansarse de nosotros? Pero, digo yo, ¿no nos podía haber hecho sin nariz y sin pulmón y en lugar de piel con poros habernos dado un vestido impermeable antirradiactivo? ¿Para qué sirve tener tanto poder, entonces? Pero, se ve que todo estaba previsto y, si no ¿con qué idea quedaron encerradas en el subsuelo esas enormes bolsas de materia orgánica que luego se convertirían en el petróleo contaminante de hoy? ¿No habrá la posibilidad de que el ser humano y los animales, dentro de su método evolucionista, lleguen a soportar lo nocivo del ambiente? ¿No nos hemos adaptado a comer carroña en formato de hamburguesa o a viajar en el metro? Además, estas amenazas que se ciernen sobre nuestras cabezas, ¿no serán exageraciones para asustar al pobre peatón y motivarle a comprar sombrillas protectoras, o antídotos, o vacunas, o cascos irreductibles, o gafas protectoras, o salchichas imperecederas, o ropa no radiactiva, o condones con detergente limpiador de triple efecto?

Sí, tal vez llegue un día que se acabe el don de la fertilidad y que dejen de nacer niños. En ese momento la humanidad solo envejecerá. ¡Qué risa! Llegaría un momento que solo habría viejos discutiendo en la plaza del mercado. Porque ese es el mayor signo de la vejez: discutir. Y conste que los viejos lo saben —lo sabemos— todo… El único problema es que lo que sabe el uno nunca coincide con lo que sabe el otro…

jueves, 3 de diciembre de 2009


Mi vida con Angelines


El otro día un vecino mío entró por primera vez en mi casa y manifestó su asombro al observar la entronización que hay aquí de mi mujer. Y me preguntó que si no resultaba contraproducente que al cabo de 10 años de su fallecimiento yo la tuviera todavía tan presente. ¿Contraproducente, por qué? le pregunté yo. Pues porque este sometimiento que tienes a su memoria te ha de quitar libertad, respondió él. Eso que tú me dices me parece un tópico o una contradicción. He elegido libremente mantener su recuerdo vigente mientras yo tenga vida, porque eso me ayuda a vivir, a respirar; me facilita sentirme habitado y atendido por ella. Es una forma, dentro de lo posible, de continuar mi vida con ella, de tener la sensación moral de que ella permanece a mi lado… Yo, dentro de la tristeza que siento ante su falta, me engaño a mí mismo sosteniendo su memoria con intensidad e insistencia. A eso quería llegar —me dijo él—. Tú mismo acabas de decir que te engañas a ti mismo… Si no fuera por eso, tú serías un hombre más libre; tal vez tendrías relaciones con otras mujeres… Si es que yo no quiero tener relaciones con otras mujeres. Los pocos intentos que hice, fracasaron porque a todas las comparo con ella y ninguna resiste la comparación. Angelines tuvo tal importancia en mi vida —la tiene aún— que nunca lo reconoceré lo suficiente. Puedo asegurarlo sin temor a exagerar o a resultar cursi o presuntuoso: unirme a ella ha sido el acontecimiento más extraordinario que me pudo ocurrir en la vida, el que más me ha marcado, el que me ha hecho como soy. Al hablar de nuestra relación tendría que hablar de una intervención de los dioses, de las hadas, o de los que fabrican los destinos. Ella fue lo que me salvo… ¿De qué? No sé, posiblemente de mí mismo… Yo me quedo viendo sus fotografías y tengo que atenerme a la ilusión de que ella está en alguna parte, por muy descabellada e irrazonable que sea esta idea, porque, de lo contrario, el mundo se me haría insoportable… Mi vida entera se realizó con ella y en ella descargué todos los contenidos de mi alma. Mi supuesta relación con otra mujer sería sobre esas bases, y eso no se puede repetir, porque 45 años de vida en común, comunicándome, sintiéndome feliz a su lado, es algo irrepetible… Angelines era una mujer de espíritu limpio y candoroso, sin maldad. Era un ser perfecto y lo digo sin intención de caer en el clásico tópico donde se exageran y se alaban las cosas superficialmente, porque ella lo era sin halaracas, con naturalidad, sin pedanterías ni presunciones, y sin la frialdad que significa esa denominación en toda la gente que se dice perfecta. La perfección de Angelines consistía en su normalidad, en la naturalidad con que impartía su enorme bondad, y no lo hacía por timidez o inferioridad, sino por convencimiento. Lo era en su forma de sentir el amor, en su manera de hacer las cosas, en su sonrisa, en su generosidad —más que nada, en su generosidad—. Lo era en su dulzura, en el amor y el cariño que proyectaba, en su ilusión por la vida, en el goce que le producían las cosas sencillas, en su forma de amar, en su forma de mirar, en su forma de ser. ¿Puedo yo renunciar a eso por mucho que ella esté muerta? No, porque son cosas referidas al espíritu y el espíritu de ella sigue aquí, conmigo. Ella era el témino medio perfecto, alguien que jamás eludió una responsabilidad: lo que tenía que hacer lo hacía sin poner objeciones, sin darse importancia, y no importaba que fuera una cosa sencilla o una cosa transcendental o complicada. Nunca jamás la escuché criticar a nadie y menos hablar mal de una persona. Después de su muerte, cuando regresé a Puerto Rico y les di la triste noticia a sus amigas, lloraron con tanta sinceridad y dolor como nunca vi llorar a nadie. O la expresión de doña Lolita, del asilo de ancianos de Ponce, a la cual protegíamos, cuando dijo que nunca había sentido con nadie tanta felicidad como la que ella proyectaba y se la hacía sentir solo con mirarla. Era divino verla caminar descalza por la playa, y ver cómo disfrutaba, con qué fuerza sentía la vida. Sus hijos, todavía a estas alturas, la veneran, la adoran. Rodrigo llegó a decirme que mamá era como nuestra niña, la niña de todos nosotros. Ella todo lo hacía con profundidad y devoción. Cuando yo la acompañaba a la iglesia, me quedaba embelesado viendo la devoción que sentía; cuando íbamos a bailar, la gente a nuestro alrededor la aplaudía por su entrega y por cómo disfrutaba del baile (yo me enamoré de ella viéndola bailar); cuando hacía el amor, era un portento espiritual y físico… Ella disfrutaba haciendo disfrutar a los demás, y ese es el mejor ejemplo de lo que es el amor.

miércoles, 2 de diciembre de 2009


Mi amor al periodismo (2)


Es posible que pecara de impaciencia, que quisiera percibir rápidamente que mi voz, dentro del periodismo, se notaba, vamos, que tenía peso específico; que muy pronto lo dicho por mí se convertiría en norma de vida para mucha gente. Ahora, cuando pienso en esa actitud mía de entonces, se me escapa una sonrisa: ¡Qué bellos y candorosos son esos años de juventud! A los 28 años todo era en mí ímpetu, acción irreflexiva, energía descontrolada, fe en que uno va a conquistar el mundo a poco que haga… Debí prestar atención a lo que me dijo Mada en cuanto llegamos a México: «Trabaja medio tiempo en el ámbito editorial para generar unos ingresos seguros (y es que en esa actividad —muy a pesar mío—, me desenvolvía muy bien y en todos sus campos, incluido el artístico…) y dedica el otro medio tiempo a prepararte concienzudamente, con solidez, como las estrellas (me repetía): sin prisa pero sin pausa…». Pero, ¡qué poco me conocías, Mada! ¡A quién se le ocurre venirme a mí con recomendaciones de calma y reflexión! ¡A mí, que estaba lanzado! ¿Es que no te habías dado cuenta de que yo era un triunfador, alguien que sin haber estudiado apenas y sin contar con el respaldo de mis padres —es decir, partiendo de cero—, había alcanzado unos niveles envidiables, me había casado con la mujer más encantadora del mundo, habíamos cruzado el Atlántico en un barco primoroso y en un camarote de primera clase? ¿Y tú me propones que abandone mi camino hacia la gloria para meterme a trabajar en una editorial de medio pelo? ¡Por favor, que yo soy Jacinto de Ontañón, periodista…! ¿Es que no te has dado cuenta? ¿Había llegado tan lejos para hacer lo mismo?

Cuando extraoficialmente fui «invitado» por el gobierno de Franco a abandonar España, Mada se hizo cargo de los trámites para que México nos concediera el visado y pudiéramos ir Angelines y yo a residir a aquel país, algo extremadamente difícil de lograr en los días finales del año 59 y primeros del 60 si se tiene en cuenta que no existían relaciones diplomáticas entre ambos países.

Mi mujer y yo —nos habíamos casado tres meses antes— viajamos a México en un camarote de primera clase del «Monte Ulía», un paquebote mixto, no muy grande, pero sumamente agradable. Yo tenía 28 años y Angelines 26. La travesía duraría un mes, y nosotros encantados porque era, prácticamente, nuestro viaje de bodas… Hicimos escala en Canarias, La Guaira, Curasao, Santiago de Cuba y Habana. Y arribamos a Veracruz un primero de mayo. Eso ocurría en el año 1960.

Y ahora la veo allí, frente a mí, entre intrigada y curiosa, sonriendo emocionada. Al evocar aquel momento se reproduce en mi alma casi la misma emoción de entonces. Su inteligente mirada denotaba afecto sincero y curiosidad. Lo primero que pienso ante su presencia es que es una mujer atractiva, y a continuación me sonrojo porque creo que ella, de alguna manera, ha intuido mi frívola valoración. Claro, no pude evitar recorrer su cuerpo con mi mirada… Pero, enseguida me tranquilizo al comprobar que ella me sigue observando con simpatía y con un gesto casi divertido, quizá sintiéndose halagada de ser admirada desde ese ángulo.

Habíamos llegado a México la noche anterior, con ocho maletas, tres baúles y muy cansados, y Mada nos encuentra recién levantados de la cama. Por la gran ventana de la sala del apartamento amueblado de la calle Xochicalco, donde hemos pasado la noche —alquilado previamente por ella—, entra esa claridad típica de las mañanas mexicanas, que te obliga a guiñar los ojos.

Es Mada quien rompe ese primer momento insulso que nunca se sabe cómo salvar. Toma ella la iniciativa, se acerca a nosotros, nos abraza y nos besa. Después, nos sentamos los tres para iniciar el protocolo de una conversación: Cuánto te pareces a tu padre; Qué tan emocionante resultó vuestro viaje en barco; Tú, Angelines, eres muy bonita, y pareces muy joven. Y cosas así. Yo, en ese momento, no dejo de sentir un fuerte y rápido golpeteo en las sienes, embargado por la intensa emoción: aquella primera reunión con Mada venía a significar mi ingreso oficial en el mundo intelectual, compuesto por personas inteligentes, sensibles, capaces de expresar por escrito los sentimientos humanos, y que son, además, pensaba yo, poseedores del secreto de la vida.

Desde aquel día, Mada fue para mí algo así como mi directora espiritual, mi guru, mi máxima consejera. Pero, claro, en lo que se refería a dividir mi trabajo entre el negocio editorial y el periodismo, aquello era otra cosa. Y no le presté ninguna atención…