jueves, 1 de abril de 2010


Conversaciones a cien por hora


Una de las formas más intensas de disfrute que me depara la vida, ahora, en la «edad tardía», es la que experimento cuando mantengo una conversación profunda, íntima y esclarecedora con alguno de mis hijos. En Puerto Rico —donde ahora estoy pasando una temporada—, suele presentarse esta oportunidad con cierta frecuencia, lo mismo si se trata de Rodrigo o de Dany, que son los que viven aquí. Solo es necesario aprovechar un viaje en automóvil con cualquiera de ellos (en especial si el trayecto es largo), y comenzar la charla con un comentario trivial, como sin dar mucha importancia al tema, y acabamos en una confrontación verbal de alta calidad humana, íntima y personal. Y digo confrontación porque esas charlas mientras se viaja a cien por hora por una autopista, contienen distintos matices y proporcionan la posibilidad de profundizar en nosotros y nuestros propios valores, los que cada uno de nosotros adoptamos. Sobre todo, tienen un sentido que a mí me encanta: tratar de contrastar cómo ven la vida mis jóvenes hijos y como la veo yo. Y esto se realiza con la seguridad de que se tocan los asuntos con absoluta sinceridad y salvando cualquier tipo de amaneramiento o presunción, ya que ninguno trata de exagerar el tema o intenta despertar de forma frívola la admiración del otro bien ante sus logros o bien ante sus conquistas, de las cuales no necesito decir que me siento orgulloso.

Por lo pronto, debo advertir que no soy de esas personas que mantienen una fijación con el pasado, ni que se aviene en modo alguno a aquella sentencia tan manoseada de que «todo tiempo pasado fue mejor», porque es un tópico que no tiene sentido. Creo que la vida, toda, se realiza en un proceso, en un tanteo de soluciones, una especie de borrón y cuenta nueva constante, un desechar aquello que está sobrando, o deshacerse de lo que ya no funciona, mientras se abre paso aquello que va llegando nuevo, que, salvo excepciones, suele resultarnos más útil, y tiene un significado de progreso. Claro, tampoco quiere decir que desprecie a priori las «antiguallas» ni los procedimientos de ayer. Siempre han existido cosas buenas y cosas malas y todo va progresando lentamente, afincándose en la actualidad, en los anhelos actuales que se suceden sin prisa pero sin pausa, como las estrellas. Las generaciones anteriores, sobre todo las más antiguas, tendemos a estancarnos —aunque en mi caso no ocurra tanto—, y con el paso de los años disminuimos el ritmo, o vamos desinteresándonos por todo lo que excede a nuestro entendimiento.

Pero renunciando a dominar los asuntos técnicos —hacia los cuales trato de mantenerme al día, especialmente en lo referente a computación, Internet y mundo digital—, lo que más me atrae de mis hijos es su pensamiento filosófico, su adaptación al momento que viven, su interpretación de la vida tal como ellos la ven y la necesitan, que, en realidad, es lo que cuenta, así como su modo emocional de vivir, su forma de encarar las exigencias modernas e integrarse a ellas. Y me conmueve en especial su grado natural de sensibilidad hacia las cosas. Hacia esta vida de ahora, que pertenece a una época donde ya casi nada sorprende ni produce emociones, porque todo se ve normal y se acepta sin aspavientos, lo cual contrasta con esa expresión encapsulada, y hasta cierto punto alarmista de la gente mayor, y su insistencia respecto a cómo ha cambiado la vida. Mientras la respuesta de las nuevas generaciones es que todo es normal, que es propio de la evolución, que la vida —para bien o para mal— sigue su marcha, aunque haya que tomar algunas precauciones con vistas a la Naturaleza, de cuyo asunto ellos van tomando conciencia. En cuestiones de filosofía, por ejemplo, y en el concepto de la creación de la vida, poseen un pensamiento muy distinto del mío. Ni mejor ni peor, pero el de ellos es más natural. Y, de cualquier manera, no es algo que les quite el sueño —como me lo quitó a mí tantas veces—, porque la vida para ellos es así, como es, como la vemos, como ha evolucionado en todos los sentidos, en el bueno y en el malo, y no es cuestión de estarle dando demasiadas vueltas.

Y ya, en términos generales, respecto a nuestras relaciones, me agrada sentir lo comprensivos que son conmigo y cómo, en medio de todo, me consienten en mis terquedades (que, en muchos aspectos, son uno de los signos más evidentes de que ya uno es un viejo) en términos de salud, ese empecinamiento de que mi salud es cosa mía y no depende de lo que pueda decirme o hacerme un médico.

El resumen de este comentario vendría a ser que de todas las referencias obtenidas acerca del espíritu de mis hijos, se viene a patentizar el sostenimiento de la idea de que Angelines, mi mujer, ha de sentirse muy orgullosa y satisfecha: en realidad, hemos creado una familia muy armoniosa dentro de esa forma de pensar tan independiente y original por parte de cada uno…


Nota: En la fotografía figura también David, pero él falleció el año 1997 en Ibiza, víctima de un accidente de carretera.

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