domingo, 28 de marzo de 2010


50 años atrás…


Ante la proximidad de Semana Santa, ayer, movido por el influjo de estos días de silenciosa calma, me dio la tontera por hurgar en los recuerdos del pasado lejano… Y, mira por donde, se me ocurrió darle un vistazo a uno de los primeros artículos que escribí en mi vida: el titulado «Semana Santa en Madrid», el cual fue publicado en Jueves de Excelsior, de México, allá por el año 1957, y por el que percibí 300 pesos mexicanos (unas 1.500 pesetas de las de entonces). Nada más y nada menos… Aún así, en el momento de escribir este comentario, todavía estoy dudando de si hice bien o no tanto. A veces pienso muy seriamente que, quizás, debiera tratar de evitar entretener mis ocios dedicándome a hurgar en el pasado. Porque, me pregunto, ¿conduce a algo positivo a fin de cuentas?

El caso más insólito de esta mirada hacia atrás es que acabé llorando como un tonto, siguiendo la costumbre de ese ser blandengue que habita en mí ahora y se emociona por todo…

Aunque tampoco puedo decir que fuese desagradable, porque volví a vivir aquella etapa tan representativa y crucial como fue «el comienzo —en serio— de mi vida profesional», es decir, cuando daba mis significativos primeros pasos en una actividad fervorosamente idealizada, la cual, además de colmar mis ilusiones, comenzó a producirme unos ingresos que aupaban enormemente mi orgullo, además de venir acompañada de los plácemes y admiración correspondiente… Cuando en aquellos adorados años —sólo 56 antes de hoy—, a pesar de que eran los tiempos difíciles del franquismo, o sea del Franco déspota y feroz, que te regulaba la vida aunque tú no quisieras, no se podía evitar sentir el gran orgullo de advertir que, a pesar de él, uno transitaba por los senderos adecuados. Y no se cabía en sí de gozo.

Lo más emocionante de esta incursión al pasado distante, fue ver como aquel niño aspirante a periodista, aquel imberbe que quería ser escritor, usaba un lenguaje grandilocuente, ingenuo pero ostentoso, como si solo él estuviera en situación de utilizar la palabra y solo él se encontrara en condiciones de describir un mundo como era aquel, un tanto «paletorro» y plagado de acciones grotescas o surrealistas… Y uno se sentía tan importante y se daba tales ínfulas con sus escritos, y usaba un tono tan afectado y referente, como si a medida que escribía estuviera descubriendo la cuadratura del círculo aplicada al género periodístico, como si aquella Semana Santa, tan triste, solo iluminada a base de cirios, y hundida a las profundas tinieblas de una dictadura —que era quien nos la imponía—, combinada con aquellas desgarradoras saetas, y el piiiipa, parapiiipa, porrón, porrón, porrón… que provenía de las cornetas y el redoble de tambores, y los sentimentales pasos de réquiem de las escoltas, y que solamente uno fuese capaz de describirla al mundo usando esta especial sensibilidad y ese verbo redicho que dios me había dado. Era esa Semana Santa perfumada por los cirios y las castañas asadas, que tenía ese tono luctuoso o de ultratumba, al cual Franco era tan proclive, ese tono lorquiano, plagados de ¡ays diosmíos! y de teatrales golpes de pecho, insertada en una penitencia estéril y lúgubre que pretendía presentarnos a un Dios deprimido y vengativo, que al primer descuido nos arreaba un estacazo, y que por muy surrealista que fuera él, no creo que de ninguna manera nos obligara a mostrarnos tan arrepentidos y a hacer esa sarta de sacrificios para redimirnos de un delito cometido —supuestamente— por otros antes que nosotros. Era una Semana Santa de velos y negruras, de cielos nublados, de vientos del averno y sermones de las siete palabras, y sangre, mucha sangre, y coronas de espinas, donde se nos conminaba a sufrir —«¡arrepentíos, pecadores!»—, y donde se nos prohibía comer carne ni siquiera de tercera clase —que ya de por sí representaba un violento sacrificio—, y había que hacer ayunos y darse golpes de pecho con un ladrillo, y visitar los fúnebres monumentos levantados en las iglesias, cubiertos con deprimentes telas moradas, y ver por enésima vez el vía-crucis para que nos grabáramos bien en qué consistió la caminata de Cristo hasta el Calvario… Era esa Semana Santa que prohibía cines, músicas —a no ser las de corte sacro— y jaranas. Menos mal que las mujeres, algunas, se colocaban unas mantillas y unas peinetas con cierta gracia, y unos vestidos negros ajustados, y caracoleaban lo suyo, lo que venía siendo el único tono de frívolidad que nos estaba permitido, y eso, tal vez, debido a que las brigadas de la decencia y las buenas costumbres no se atrevían a liquidarlo por respeto al turista y dado su sentido erótico-místico, que si no…

Mientras, en las puertas de las iglesias los vendedores, las gitanas, los quincalleros, pregonaban las carracas, las estampitas, los via-crucis y las almendras garrapiñadas… Y no había playas, ni jolgorios, ni mucho menos discotecas…

¡Qué vida! Menos mal que luego, una vez que pasaba el viernes y los días tristes de pesadumbre, dolor fingido y penitencia quedaban atrás, y llegaba el sábado de gloria, que era cuando todo se convertía en felicidad, y la oscuridad se tornaba en luminosidad cegadora, y la gente salía a la calle y se mostraba contenta, como si el mundo hubiese empezado de nuevo en aquel momento, y fuera cierto que Cristo había resucitado por enésima vez y nos había perdonado a todos… Era cuando los vestidos negros se cambiaban por otros estampados, y se estrenaba alguna prenda, una camisa, una corbata, un vestido, o un traje al que se le había dado la vuelta. Y estaban las misas de gloria, los coros, las sonrisas… ¡Alegraos, Cristo ha resucitado! ¡Piiipa, parapiiipa, porrón, porrón, porrón…! ¡Y todos hemos sido perdonados…! ¡Aleluyaaaaa…!

Y así, todos felices, como si la realidad fuera tan moldeable, es decir, como si la pasión de Cristo, su resurrección, ocurriera todos los años con el mismo derecho que llegaba la primavera o el otoño…

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