sábado, 10 de abril de 2010


Tú sufres, yo sufro, nosotros sufrimos…


Hay veces que de mi garganta sale un ruido medio carraspeado que podría considerarse como una especie de risa loca o una tos con risa… Y no es que se trate de una risa de anormal (de lo cual podría no estar muy lejos), porque es una risa como irónica, o sarcástica, tal vez sardónica, y hasta puede ser escatológica, o sea: ese tipo de risa a la que se recurre como disimulo, o para desfigurar un pensamiento triste o para ocultar un sentimiento inoportuno, o con la que uno tratara de engañarse a sí mismo. Tal vez, para describirla bien, habría que recurrir a esa frase tan conocida de «me río por no llorar». El asunto es que estoy leyendo —o, mejor, releyendo— un libro de Pascal Bruckner, un filósofo francés actual que me tiene bastante atrapado porque su pensamiento encaja muy bien con el mío. Se titula La euforia perpetua —y lo recomiendo encarecidamente (aunque después de leerlo llegues a sospechar que tu cerebro se ha convertido en una coliflor). Presenta este libro un resumen histórico, desconcertante y dramático de las tendencias o imposiciones ideológicas del mundo a través de los tiempos, promovidas por ese grupo de «elegidos» que siempre surge en las altas esferas del misticismo e imponen su pensamiento, tanto religioso como cultural y, especialmente, el filosófico, pero que lo hacen con unos fines determinados, sin razonamiento alguno. Es decir, que proviene de aquellos que analizan las ideas, los hechos, los modales y la insulsez, y nos los imponen a los pasmados, a los que designan como «gente común». Trata, sobre todo, de esa necesidad irreductible que nos han creado a los mortales de «buscar la felicidad» como base de la vida, aunque sea un término que para cada quien tenga un significado distinto.

¿Usted se ha detenido a pensar que dentro de esa enorme cantidad de descripciones de la vida, de la ingente configuración de dioses, filosofías, intentos de explicarnos por qué y para qué estamos aquí, de tantísimas opiniones y dogmas que circulan por doquier, solamente uno puede ser el verdadero, y que los demás son falsos; es decir que nuestra presencia obedece a una sola razón, sea la que sea, y que nuestra existencia en el mundo sólo tiene una explicación y un sentido, la cual, incluso, puede estar o no estar mencionada entre esos miles —o miles de millones— de teorías? Imagínese que a lo largo de la historia, entre preceptos, religiones, sentencias, filosofías, conceptos científicos, actitudes adquiridas, movimientos filosóficos y culturales, la necesidad social de determinadas creencias, los reglamentos, las formas de adorar a un dios que a su vez está representado por miles de formas y de figuras, existen varios millones de representaciones y formas relacionadas, las cuales producen ganancias a quien las propaga o hacen que sirvan para sostenerse en la vida gracias a las ideas que han programado en nuestro cerebro… Esta diversidad de criterios, esta competencia entre los diferentes dioses más las supuestas dádivas otorgadas por ellos como camelo, vienen a demostrar la falsedad de las religiones, y su invento por aquellos que intentan mover los hilos de la vida y explotarla. Porque, ¿quién puede alardear de que posee el verdadero conocimiento? ¿Quién estará en lo cierto? ¿Quién y con qué fin estimula la presencia de vírgenes, santos, beatos, seres milagrosos, que nos pueden solucionar la mayoría de los problemas que nos acechan? En realidad, si el Dios verdadero —suponiendo que exista—, hubiese querido que conozcamos todo el intríngulis de la vida, nos lo hubiera mostrado sin necesidad de dar lugar a tantos equívocos ni tener que jugar a la gallina ciega entre nosotros. Porque no solo en el sentido religioso se propagan estas deformes falacias, sino también en torno al comportamiento de las personas, a las ideas políticas, a los asuntos raciales, al amor, incluso al sabor del vino…

El sufrimiento, por ejemplo, al cual dedica todo un capítulo del libro —el primero—, es a algo tan afín con la Iglesia Católica, quien se ha hartado de decirnos durante muchos siglos que sufrir, además de reivindicativo, es una forma de alcanzar la felicidad eterna; que Cristo nos invita a sufrir, porque nos produce incalculables méritos ante ese Dios incomprensible, y que forma el carácter y la personalidad de los fieles creyentes… Lo que mucha gente no sabe es que esta idea se comenzó a propalar allá por los comienzos de la Edad Media, o antes, cuando el 90 por ciento de la población enfrentaba miles de problemas, desde necesidades alimenticias, hasta las relacionadas con la seguridad personal, e incalculables padecimientos de salud, epidemias y asaltos. ¿Cómo en una situación de tal calibre y cuantía se iba a recomendar que los penitentes se lo expusieran a Dios para obtener el remedio? Está claro que si los pobres le rogaban a Dios que los auxiliara y el auxilio no llegaba nunca, hubiesen ido perdiendo la fe y dejando de creer en él… Entonces, a los padres de la iglesia se les ocurrió presentar al «sufridor» como el portador de grandes méritos muy apreciadas por el ser supremo, y cuanto más grandes eran sus padecimientos más grande era el amor que Dios sentía por él, y mejor y más digno sería el sitio que se le tenía reservado en el paraíso… Esta vida, se le decía, no tiene importancia. La otra, sí, la que le sigue a ésta, la que viene después de que te mueras. Esa sí. Ahí te tienen reservadas todas las compensaciones de lo que has sufrido aquí, así que sufre y sigue sufriendo que con ello consigues que Dios te quiere cada día más… Y así, de esa manera, se aguantaba el golpe.

Pero mira, para calmar las ansiedades que te he producido con este texto, tómate un bocadillo de calamares con una cerveza, y volverás a la realidad positiva…

No hay comentarios:

Publicar un comentario