jueves, 22 de abril de 2010



El interno que no comía verduras


Por más que pongo mi mayor empeño en borrarlo de mi mente, no puedo dejar de recordar aquel deleznable, frío y viejo edificio de gruesos muros, ventanas altas, suelo de grandes losas grises, techos abovedados, desposeído de cualquier adorno que significara un regodeo para la vista. En sus enormes naves semivacías, al hablar, si levantabas la voz, se escuchaba el eco… En este enorme caserón construido hacía dos o tres siglos, o más, con pretensiones de hospital, asilo o colegio para niños descarriados, vapuleados por la guerra, o de familias empobrecidas, en este caso del bando perdedor, es decir, de los rojos, allí fui encerrado cuando estaba a punto de cumplir nueve años.

Mi caso no ofrecía dudas: mi padre era rojo, y mi cerebro, por su juventud, todavía era apto para ser sometido a un lavado minucioso. Así que, de buenas a primeras, me encontré internado en aquella lúgubre mazmorra, es decir, sometido a una condena sin haber cometido delito alguno… Pero, no quedaba más remedio: tenía que pagar todos los platos que había roto mi padre.

Aún así, intenté amoldarme con docilidad, a pesar de considerar que el horror emanado de aquel lugar hacía que me sintiera ajeno a toda esperanza. Y contribuyó a que me afirmara en la sensación de no ser amado por nadie… Pues hace falta amar poco a un niño para encerrarlo en un recinto como éste.

De forma imprecisa, permanecen en mi mente las caras de los niños que me rodeaban, siempre afligidas, siempre con unos mocos verdes asomando por la nariz, y llamando a sus madres con desesperación. Veo en sus caras representado el lamentable estado emanado de la triste condición del abandono. Tal situación me acarreaba un doble problema: el desaliento generado por mi propia situación, y el desgarro emocional producido por los otros niños.

De tanto empeño que he puesto en olvidar aquel episodio, casi han desaparecido de mi mente infinidad de detalles de los cuatro meses y poco más que permanecí en aquel lugar. Recuerdo con cierta claridad el lánguido silbido del tren, y su traqueteo perdiéndose en la lejanía. Tampoco he olvidado el frío reinante, un frío que calaba hasta los huesos y me tenía encogido día y noche. Lo demás vive en mí envuelto en unos desagradables tonos grises entre la confusión y la realidad. Por ejemplo, no recuerdo bien el lugar donde estaba situado el lastimoso centro —aunque es posible que se trate del Hospital del Rey—. Sí podría asegurar que se hallaba cerca de Burgos, en un paraje sin encanto, desolado, abrupto y con barros perpetuos.

Pero, mira por donde, y este es el lado cómico del asunto, la verdura, mi aborrecida verdura, fue la que determinó la brevedad de mi estancia en aquel lugar.

Mi fobia a los vegetales no era un capricho. Era una realidad que me obligaba a luchar de forma permanente contra la incomprensión de los adultos. Porque no se trataba de una acción indisciplinada: era algo —todavía lo es hoy, aunque no tanto— cuya solución no estaba en mis manos. Ahí está el hecho probatorio de que ni siquiera en los días más crudos de la guerra, cuando la falta de alimentos era crítica, yo no aceptara ingerir vegetales, aún considerando que la mayoría de las veces era lo único que había. Eso lo dice todo. Y es que no era yo, era mi estómago, mi sistema metabólico, mi paladar, mi olfato, el conjunto de mi organismo, mi aparato digestivo, todo me llevaba a rechazarlo. Y cuando era instado, bajo amenazas, cuando me era impuesta su ingestión en contra de mi voluntad, no lo masticaba, me lo tragaba entero para que mi paladar no lo notara. Y después venían las consecuencias: en lugar de expelerlo por vía intestinal, como está mandado, lo expulsaba por el mismo sitio que había entrado, es decir, por la boca… Así que no puede extrañar a nadie que en aquel severo lugar donde me encontraba, gobernado por seres sin un ápice de amor, adoptara semejante actitud: mi boca se cerraba a cal y canto, se negaba rotundamente a permitir que las acelgas, o el maloliente repollo se introdujeran por ella… Por más hambre que tuviera. Y en aquel lugar solo había acelgas en el almuerzo; acelgas en la cena. Los domingos cambiaba el menú: en vez de acelgas, había berzas. Y como me aseguraban que de no comer aquello no me darían otra cosa, pues, hasta ahí podíamos llegar, si te lo cambiamos a ti todos los niños pedirán lo mismo… Así que no me quedó otro remedio que dejar que mi estómago se habituara a sostenerse con el mendrugo de pan negro —duro, a veces florecido—, y la pera o la manzana que completaba el menú. Y aquel mismo plato que había rechazado en la comida, me era presentada en la cena, el mismo, exactamente igual, solo que fermentado por el tiempo, y con un olor más nauseabundo si cabe.

Si no te comes esto, no habrá otra cosa… Era la canción que escuchaba a diario.

Las consecuencias le acarrearon a mi organismo una fuerte disminución de hierro, calcio y vitaminas, conocido vulgarmente como anemia, que derivó a perniciosa; pérdida de los dientes, extravío periódico del conocimiento y una debilidad que casi ni me permitía caminar. Los últimos quince días estuve hospitalizado en la enfermería, entre delirios y somnolencias, pendiente únicamente del paso del tren —que traía a mi mente ansiedades de evasión.

Me cambiaron el menú, pero ya no había mejoría posible y la fiebre no bajaba… Aunque ella, la fiebre, representaba una huida del fastidio cotidiano: en los delirios frecuentes me veía caminando por las paredes y observando el mundo colegial desde posiciones extrañas, o era visitado por un bondadoso anciano que me traía manjares apetitosos. Otras veces sentía que me inflaba como un globo y flotaba en el espacio. Hasta podía trasladarme de un sitio a otro, subir al campanario y hacer compañía a las cigüeñas. A veces sentía como si mi cabeza se separase de mi cuerpo y flotara por fuera del colegio, sobre aquel imperio del barro.

Finalmente, el médico de cabecera, un anciano que parecía más muerto que yo, se convenció: «Creo que lo que le pasa a este chico es que no le gusta vivir aquí —dijo—, y por esa razón se niega a comer. En ese caso, es mejor que lo saquen». Llamaron a mi madre y se lo expusieron sin rodeos: Señora: si desea que su hijo sobreviva, o si no quiere que se convierta en un imbécil momificado, debe sacarlo de aquí inmediatamente. Nosotros no podemos tenerle eternamente hospitalizado. Y, aún así, eso no representaría una solución para él, porque se niega a comer. Y no comer acarrea la muerte.

Cuando observé el expresivo gesto de disgusto de mi madre, advertí que no se sentía muy feliz de que volviese con ella. Pero no le quedó más remedio que tomarme de la mano, recoger mi maletilla marrón, y llevarme con ella a Madrid.

Más tarde, mientras viajábamos en tren hacia la capital —tercera clase, último asiento, último vagón—, mi madre no paraba de llorar. Y yo, al carecer de argumentos para consolarla, opté por poner la cara más compungida que tenía, y contemplar el paisaje en silencio.

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