miércoles, 28 de abril de 2010


Música y romanticismo


Hay veces que me encierro con mis canciones «tristes» y, mientras voy soltando gruesos lagrimones sobre el teclado, me dedico a soñar recordando aquellos buenos momentos vividos en torno a la música, con Angelines, claro, mi mujer, y también con otros personajes que mi pudor y el ambiente que intento dar a este escrito no me permiten nombrar. Es ésta, la de oír música con recogimiento, compréndalo, una buena forma de sobrellevar la soledad, de soportarla, de sentir las mismas emociones que sintió —en este caso— la cantautora en cuya música trato de «atrincherarme». Y es que, sí, y lo digo con la mayor cautela puesto que hay que contar con mi particular retraimiento: los momentos lánguidos me agradan y eso no significa que yo sea masoquista o inclinado a provocarme inactivas depresiones. No. Tal vez todo provenga de ese romanticismo que «padezco» mientras «disfruto» de un mundo imaginario donde todo se quiere asir con una dulzura algo angustiosa, de la cual soy declaradamente partidario…

Puedo afirmar que los momentos más intensos experimentados en mi vida han sido los románticos, los tiernos, los líricos, dándole a mi sentir un cariz mustio, pero calmado, y con cierto matiz de nostalgia, porque un romanticismo sin nostalgia no tendría sentido… Y habría que preguntarse: ¿a qué viene esto de la nostalgia? ¿Será que esta sensación melancólica procede de una insatisfacción espiritual, algo muy en consonancia con el ser humano? No sé, tal vez proceda de esa noción tan arraigada de que nada es eterno, y nada dura para siempre. O sea, que si algo bondadoso se percibe ahora, se acabará ya mismo… Aunque la poca duración de los momentos románticos también pueden representar una ventaja o un aliciente: imagínese si fuesen más durables, si uno tratara de estar dando besos apasionados a su amada día y noche, la amada acabaría por enviar al amante a freír espárragos, y tendría razón porque sería algo aburridísimo e insoportable, y aquí incluyo al acto sexual, que con todo y los goces que representa, es preferible que tenga una duración limitada (figúrese un acto sexual que durara toda la vida… ¡Eso solo Tiger Wood lo podría soportar, y, a lo mejor, ni él!), y nos deja la sensación de que en la vida todo es temporal, perecedero, y que después de este disfrute merecido o inmerecido, vendrá otro, pero entre ellos estará la rutina, la pesadez, el quehacer diario, o sea, bajar a comprar la leche, leer el periódico y aterrorizarse con él, pagar la factura de la luz, cambiar las sábanas de la cama, ir a la oficina…, o sea, esas obligaciones y actos simples que carecen de encanto y que, desde luego, romanticismo no tienen…

Pero, ojo, no nos desviemos, que yo soy de los que empieza hablando de la mecánica cuántica y acaba comentando un partido de fútbol entre el Arremete y el Arrempuja. ¡Hoy quería hablar del sentimiento romántico en relación con la música country, que es mi experimento más inmediato. Y de eso hablaré como me llamo Jacinto!

¡Ah, sí, ya sé! ¡Me refería a la música romántica! Precisamente a ésta que estoy escuchando ahora de Tammy Wynette, una mujer cantante y sufridora donde las haya, que se hizo famosa por escribir y cantar Stand By Your Man (Quédate con tu hombre) y por demandar a Hillary Clinton porque en un discurso ésta se refirió a Wynette despectivamente por su sometimiento a los hombres, quienes, por cierto, no la trataron muy bien… (se ve que Hillary Clinton de romántica no tiene nada…). Pero sí, la vida de Tammy fue triste: tuvo éxito profesional (dicen que vendió 50 millones de discos), pero no disfrutó de salud —murió de un derrame cerebral a los 56 años— e innumerables fracasos personales. Al escuchar sus canciones, se comprueba que era una mujer romántica… y también su dolor espiritual se advierte al oírla cantar.

Nosotros, mi mujer y yo, funcionábamos sin necesidad del romanticismo, pero, cada vez que nos metíamos en una situación romántica, el influjo de ésta nos empujaba a «desahogarlo» en la cama… ¡Claro, por eso tuvimos tantos hijos! Romántica ella y romántico yo, ¿qué se puede esperar? Pero la música siempre estuvo muy presente en la multiplicación de nuestras «seis especies».

A propósito de esto, alguien me preguntó que si no teníamos televisión… Y yo le contesté que es que mi mujer era tan fértil que solo le bastaba mirar mi calzoncillo para quedarse embarazada… ¡Oye, qué expresión tan poco romántica!

domingo, 25 de abril de 2010


Cierro los ojos y…


Cierro los ojos, apoyo mi mentón sobre mis manos y anclo mis codos en la mesa. Luego, evoco el pasado o, mejor dicho, buceo en las profundidades de mi cerebro para traer a mi memoria aquellos duros días de la niñez, buscando historias recónditas, escenas perdidas en el tiempo, la mayoría preñada de incertidumbres y melancolías, de soledades y extrañamientos, si se quiere, incluso de llantos y desalientos, pero también cargadas de sueños y fantasías y, sobre todo, de esperanza. Después me doy en pensar en aquellos seres que se acercaron a mí a lo largo de mi vida, que la influyeron de alguna manera, y participaron en mi formación y en mi condición como persona. Seres con los que coincidí en un momento determinado, que nos interesamos en asuntos comunes, o lloramos y reímos juntos, mientras se construía o deformaba nuestra personalidad. Todos aquellos que, luego, con el paso del tiempo, se convirtieron en borrosas sombras. Ahora me resulta inverosímil entender la idea de que un día ellos desaparecieran de mi lado, desplazándose a otros lugares, a otras encrucijadas, a reír o llorar en otros rincones, con diferentes personas; o que yo mismo me alejara de ellos, volando hacia distantes parajes, y olvidara a tantos amigos, a tanta gente que, un día, formó parte de mí, dando paso a que otros nuevos ocuparan su lugar en mis afectos.

Y me conmuevo ante la desaparición física de aquellos allegados entrañables que ya ofrendaron su vida y se ausentaron de mi lado de una forma tan grosera e inverosímil como sólo es capaz de actuar la muerte, y que todo ocurriera como si alguien dispusiese de ellos para otros fines, y me duele aceptar que me haya acostumbrado a vivir sin ellos, sin su compañía, sin sus palabras de aliento, sin sus alabanzas, sin sus censuras. Supongo que es legítimo, pero inverosímil que lograra sobrevivirles, y pudiera prescindir de su calor y de su apoyo… ¿Cuántas veces tenemos que maldecirnos por haberles negado o postergado, egoístamente, nuestro testimonio de solidaridad y de amor, o por no habernos entregado abiertamente a ellos, sin recelos, aprensiones ni egoísmos ocultos?

Cuando se es niño —y es esa una de las grandes ventajas de serlo—, cuando se vive esa etapa de la vida que es una fiesta constante, no se acaba de creer que la muerte ocurre de verdad, o que el ser querido que fallece se va definitivamente de nuestro lado. Se tiene fe en la existencia del más allá, en que la vida continúa en otro lugar, y se cree ciegamente que, tras de ella, los seres amados nos están esperando hasta el día que seamos llamados nosotros.

Lo verdaderamente doloroso viene después, con los años, a medida que perdemos la inocencia, y va naciendo y acrecentándose el sentimiento trágico de la existencia, cuando llega la náusea, al decir de Sartre, y nuestro pensamiento se endurece… Pero, a pesar de tantas peripecias y tantas ingratitudes, de tantos desasosiegos, son infinitos los itinerarios que nos propone la vida y, sobre todo, subyugantes. Cada cual tenemos frente a nosotros un variado y más o menos complicado número de rutas para determinar nuestro camino. Generalmente, partiendo desde nuestro egocentrismo, nos apoyamos en la proposición que se nos hace más asequible, aquella que nos resulta más útil para conquistar aquello que entendemos por felicidad, esa felicidad buscada incesantemente… El hecho triste de tan afanosa búsqueda, es que se ciegue, a veces, nuestro intelecto, y se atolondre y se insensibilice nuestra conciencia.

Me parece que lo más afín para la vida es vivir consciente de estar en ella, mantener la capacidad de asombro ante sus prodigios, tener la suficiente sensibilidad para captar la belleza del pétalo de una rosa, y deleitarnos al percibir su perfume… Y amar sin reservas, sin recelos, con toda la potencia que seamos capaces. Porque lo demás, el hecho de poseer un corazón que late, unos ojos que ven, unas manos que tocan y un sentimiento que invita a sentir el amor, es un ejercicio tan prodigioso, que ya de por sí sirve para justificar la vida y alegrarse de estar en ella…

jueves, 22 de abril de 2010



El interno que no comía verduras


Por más que pongo mi mayor empeño en borrarlo de mi mente, no puedo dejar de recordar aquel deleznable, frío y viejo edificio de gruesos muros, ventanas altas, suelo de grandes losas grises, techos abovedados, desposeído de cualquier adorno que significara un regodeo para la vista. En sus enormes naves semivacías, al hablar, si levantabas la voz, se escuchaba el eco… En este enorme caserón construido hacía dos o tres siglos, o más, con pretensiones de hospital, asilo o colegio para niños descarriados, vapuleados por la guerra, o de familias empobrecidas, en este caso del bando perdedor, es decir, de los rojos, allí fui encerrado cuando estaba a punto de cumplir nueve años.

Mi caso no ofrecía dudas: mi padre era rojo, y mi cerebro, por su juventud, todavía era apto para ser sometido a un lavado minucioso. Así que, de buenas a primeras, me encontré internado en aquella lúgubre mazmorra, es decir, sometido a una condena sin haber cometido delito alguno… Pero, no quedaba más remedio: tenía que pagar todos los platos que había roto mi padre.

Aún así, intenté amoldarme con docilidad, a pesar de considerar que el horror emanado de aquel lugar hacía que me sintiera ajeno a toda esperanza. Y contribuyó a que me afirmara en la sensación de no ser amado por nadie… Pues hace falta amar poco a un niño para encerrarlo en un recinto como éste.

De forma imprecisa, permanecen en mi mente las caras de los niños que me rodeaban, siempre afligidas, siempre con unos mocos verdes asomando por la nariz, y llamando a sus madres con desesperación. Veo en sus caras representado el lamentable estado emanado de la triste condición del abandono. Tal situación me acarreaba un doble problema: el desaliento generado por mi propia situación, y el desgarro emocional producido por los otros niños.

De tanto empeño que he puesto en olvidar aquel episodio, casi han desaparecido de mi mente infinidad de detalles de los cuatro meses y poco más que permanecí en aquel lugar. Recuerdo con cierta claridad el lánguido silbido del tren, y su traqueteo perdiéndose en la lejanía. Tampoco he olvidado el frío reinante, un frío que calaba hasta los huesos y me tenía encogido día y noche. Lo demás vive en mí envuelto en unos desagradables tonos grises entre la confusión y la realidad. Por ejemplo, no recuerdo bien el lugar donde estaba situado el lastimoso centro —aunque es posible que se trate del Hospital del Rey—. Sí podría asegurar que se hallaba cerca de Burgos, en un paraje sin encanto, desolado, abrupto y con barros perpetuos.

Pero, mira por donde, y este es el lado cómico del asunto, la verdura, mi aborrecida verdura, fue la que determinó la brevedad de mi estancia en aquel lugar.

Mi fobia a los vegetales no era un capricho. Era una realidad que me obligaba a luchar de forma permanente contra la incomprensión de los adultos. Porque no se trataba de una acción indisciplinada: era algo —todavía lo es hoy, aunque no tanto— cuya solución no estaba en mis manos. Ahí está el hecho probatorio de que ni siquiera en los días más crudos de la guerra, cuando la falta de alimentos era crítica, yo no aceptara ingerir vegetales, aún considerando que la mayoría de las veces era lo único que había. Eso lo dice todo. Y es que no era yo, era mi estómago, mi sistema metabólico, mi paladar, mi olfato, el conjunto de mi organismo, mi aparato digestivo, todo me llevaba a rechazarlo. Y cuando era instado, bajo amenazas, cuando me era impuesta su ingestión en contra de mi voluntad, no lo masticaba, me lo tragaba entero para que mi paladar no lo notara. Y después venían las consecuencias: en lugar de expelerlo por vía intestinal, como está mandado, lo expulsaba por el mismo sitio que había entrado, es decir, por la boca… Así que no puede extrañar a nadie que en aquel severo lugar donde me encontraba, gobernado por seres sin un ápice de amor, adoptara semejante actitud: mi boca se cerraba a cal y canto, se negaba rotundamente a permitir que las acelgas, o el maloliente repollo se introdujeran por ella… Por más hambre que tuviera. Y en aquel lugar solo había acelgas en el almuerzo; acelgas en la cena. Los domingos cambiaba el menú: en vez de acelgas, había berzas. Y como me aseguraban que de no comer aquello no me darían otra cosa, pues, hasta ahí podíamos llegar, si te lo cambiamos a ti todos los niños pedirán lo mismo… Así que no me quedó otro remedio que dejar que mi estómago se habituara a sostenerse con el mendrugo de pan negro —duro, a veces florecido—, y la pera o la manzana que completaba el menú. Y aquel mismo plato que había rechazado en la comida, me era presentada en la cena, el mismo, exactamente igual, solo que fermentado por el tiempo, y con un olor más nauseabundo si cabe.

Si no te comes esto, no habrá otra cosa… Era la canción que escuchaba a diario.

Las consecuencias le acarrearon a mi organismo una fuerte disminución de hierro, calcio y vitaminas, conocido vulgarmente como anemia, que derivó a perniciosa; pérdida de los dientes, extravío periódico del conocimiento y una debilidad que casi ni me permitía caminar. Los últimos quince días estuve hospitalizado en la enfermería, entre delirios y somnolencias, pendiente únicamente del paso del tren —que traía a mi mente ansiedades de evasión.

Me cambiaron el menú, pero ya no había mejoría posible y la fiebre no bajaba… Aunque ella, la fiebre, representaba una huida del fastidio cotidiano: en los delirios frecuentes me veía caminando por las paredes y observando el mundo colegial desde posiciones extrañas, o era visitado por un bondadoso anciano que me traía manjares apetitosos. Otras veces sentía que me inflaba como un globo y flotaba en el espacio. Hasta podía trasladarme de un sitio a otro, subir al campanario y hacer compañía a las cigüeñas. A veces sentía como si mi cabeza se separase de mi cuerpo y flotara por fuera del colegio, sobre aquel imperio del barro.

Finalmente, el médico de cabecera, un anciano que parecía más muerto que yo, se convenció: «Creo que lo que le pasa a este chico es que no le gusta vivir aquí —dijo—, y por esa razón se niega a comer. En ese caso, es mejor que lo saquen». Llamaron a mi madre y se lo expusieron sin rodeos: Señora: si desea que su hijo sobreviva, o si no quiere que se convierta en un imbécil momificado, debe sacarlo de aquí inmediatamente. Nosotros no podemos tenerle eternamente hospitalizado. Y, aún así, eso no representaría una solución para él, porque se niega a comer. Y no comer acarrea la muerte.

Cuando observé el expresivo gesto de disgusto de mi madre, advertí que no se sentía muy feliz de que volviese con ella. Pero no le quedó más remedio que tomarme de la mano, recoger mi maletilla marrón, y llevarme con ella a Madrid.

Más tarde, mientras viajábamos en tren hacia la capital —tercera clase, último asiento, último vagón—, mi madre no paraba de llorar. Y yo, al carecer de argumentos para consolarla, opté por poner la cara más compungida que tenía, y contemplar el paisaje en silencio.

lunes, 19 de abril de 2010


Así es mi vida, y así deseo que sea


Sin caer en egoísmos ni excentricidades; sin convertirme en un tipo reacio, terco ni obstinado; sin dejar de mostrar a los que quiero, eso, que los quiero y que para mí el amor de y hacia ellos es una necesidad esencial, me mantengo en mi derecho de decidir cómo ha de ser la vida que me quede por delante… Quiero atenerme sin ambigüedades tanto a lo que amo como a lo que detesto, a lo que me satisface y a lo que deploro, a lo que aplaudo y a lo que me decepciona. Y esto lo digo sin aspavientos, sin exageraciones ni arrebatos. Solo con sencillez: así es como intento exponerlo… Porque no se trata de un capricho, ni de una originalidad, y menos aún de una excentricidad, sino que es mi único y verdadero afán. Busco pulirme a mí mismo con esta vida más armoniosa, así, tal cual la he diseñado, que me ayuda a vivir y a que mi etapa final sea más soportable. Y no me refiero a la vida física, sino a hacer todo lo que esté en mi mano para que mi cerebro no se encoja, para que no se deteriore, para que no se vea afectado por ingredientes ajenos, y, sobre todo, para que no vea burros volando en lugar de mariposas. Y punto. ¡Ah! y no acepto discusiones ni llamadas al orden, ni pongo mi salud a subasta. Se trata de que a mi edad, ya no deben aceptarse preceptos convencionales, ni reglas elaboradas desde el «qué dirán», ni unos principios filosóficos o antefilosóficos que desfiguren mi pensamiento. No necesito que nadie implante mis estatutos porque es algo de mi competencia; ni que determine mis reglas para vivir; sólo acepto aquellas que surgen de mi «fondo de previsiones» interno… Porque mi norma es ésta, la que yo he adoptado, la que me he inventado, la que he considerado aplicable para mí mismo. Así que no me llaméis viejo terco, cascarrabias, incapacitado mental, ni obsesionado. Me he salido de la ruta, lo acepto, pero ha sido para inventarme un camino más apropiado, que me conduzca instintivamente a lugares ideales, que estén más en consonancia con mis anhelos y con aquello poco que va quedando de mis pasiones y de mi arraigo. Y para implantar una vida más afín conmigo, y sostenerme en ella, he inventado mis propias herramientas, como ésta de escribir mientras voy analizando mi entorno y a mí mismo, y, para ello, he asimilado mis sensaciones y mis delirios, me he acogido con más claridad a lo que sirve para desvincularme de lo que no sirve. Ahora soy yo, el verdadero, el dueño de mí, el que decide mi vida, el que se sujeta a la existencia con un pensamiento más puro, con una actitud más leal hacia mí y hacia los que me rodean, con un sentido más ajustado a mis circunstancias… Antes, tenía que actuar en correspondencia con lo que los demás esperaban de mí; ahora, no. Ahora soy yo. Con una nueva visión del amor, con mis sueños nuevos y mis desvaríos, tal vez algo locos…

viernes, 16 de abril de 2010



Predestinación


Posiblemente ahora, tú, querida mía, si tienes acceso a la verdad y conoces lo que realmente es, te será posible determinar los entresijos de todo aquello que para mí permanece oculto, y sonreirás dulcemente al contemplar el desbarajuste que se forma en mi cerebro cuando intento llegar más allá de los límites permitidos por la Naturaleza, cuando trato de analizar el entrañamiento de fuerzas extrañas en los hechos que perfilan nuestras vidas y que, a no dudarlo, pueden considerarse como un conjunto de sincronías o coincidencias.

¿Quién pudo seleccionar a este mediocre estudiante de medicina que lleva por nombre Félix para que hiciera el papel de mediador, como iniciador, como instrumento de nuestra historia mancomunada, la tuya y la mía? Lo ignoro, pero quien quiera que fuera el confabulador, lo tenía todo programado: tú y yo debíamos conocernos; unir nuestros destinos, y engendrar los seis hijos que trajimos al mundo. Pero, si la presencia de Félix, es decir si mi amistad con él no hubiera sido sellada en aquel tren que mi padre me obligó coger, si aquel venturoso día que definió nuestra historia, él, mi padre, no me hubiera expulsado de Medina de Pomar por mi mal comportamiento, y a Félix, el suyo, no lo hubiera obligado a salir del pueblo y embarcarse en el mismo tren que yo en dirección a Madrid, tú y yo no nos habríamos conocido; nunca hubiera existido nuestra familia; tú hubieras tenido tus hijos y yo los míos, cada uno por su lado, y no serían estos que son porque no tendrían los mismos genes, y nuestra historia, en vez de así, como ha sido, habría transcurrido por distintos derroteros. Y aquella fotografía tuya que llegó a mis manos un año antes de que ambos tuviésemos noción de nuestra existencia, en lugar de estar en nuestro álbum, como está, declarando una historia ciertamente curiosa y mágica, habría acabado en el fondo de una gaveta, olvidada, o habría sido destruida por la esposa que me hubiera correspondido de haber sido todo diferente a como fue. Ella, esa supuesta mujer, al encontrarla, se habría enfrentado a mí con un tono de reproche, recriminándome por guardar entre mis pertenencias la foto de una enigmática joven, bonita, con aspecto de niña inocente, y una leve sonrisa que le producía un ligero pliegue en la comisura derecha de su boca. Y me habría sometido —quizá entre lágrimas— a un interrogatorio dictado por los celos, inquiriendo acerca de la causa de tu presencia en mi vida. Y mi explicación, que un muchacho en la «mili» me pidió que se la guardara en mi taquilla, de la cual él carecía, y que después no volví a verlo nunca más; que yo nunca en mi vida había conocido a esa persona, que ni sabía cómo se llamaba, ni quién era, ni dónde vivía. Explicación que no le convencería, y seguiría pensando, obstinada, que aquella mujer podría haber significado un amor fallido, o un recuerdo íntimamente guardado, o un enamoramiento secreto que, en determinado momento, podría resurgir. En cualquier caso, una idea insoportable que podría haber supuesto nuestra ruptura, o que hubiera convertido mi matrimonio en una unión desdichada… La presencia de esa foto en mi vida, que es simple en apariencia, pero profunda y enigmática en su contenido verdadero, en mi hermana produjo un efecto singular. El descubrimiento ocurrió el día que yo llegué a mi casa con la primera foto que tú me diste. Ella, cuando la vio, me miró extrañada, «Tú ya conocías a esta chica…», me dijo. «No, la conozco hace aproximadamente tres meses…», «Pues entre las fotos que trajiste cuando viniste del servicio militar, hay una que o es ella o se parece mucho. Espera un momento…». Cuando mi hermana vino con la foto en la mano y comprobé que eras tú, me quedé tan pasmado, tan asombrado que pensé en la predestinación; en la ley de probabilidades; en el significado que un hecho semejante podía encerrar. Porque lo asombroso del caso es que esa foto yo la tuve en mi poder un año antes de conocerte. Yo y el que me la confió estábamos en Cádiz haciendo el servicio militar; este chico en su vida civil vivía en Logroño, lugar adonde tú fuiste a pasar unos días. En aquella ciudad, una amiga común os presentó. Después, tú regresaste a Madrid y la relación continuó de forma epistolar. Un día él te pidió una foto tuya y tú se la enviaste. Al poco tiempo no supiste más de él. Por lo que se refiere a mí, te conocí en Madrid, bajo el reloj de Movado en la centenaria Gran Vía, gracias a que asistí a una reunión organizada por Félix —reunión a la que acudí no sin haberlo dudado antes, porque no estaba yo por aquellos días muy animado para fiestas— y a la cual tú también acudiste invitada por él. Aquel día, como recordarás, quedó sellada la historia de nuestras vidas.

domingo, 11 de abril de 2010


A los 10 años


Hoy, al cumplirse diez años de tu fallecimiento, mía Angelines, como ofrenda a ti y en homenaje a tu siempre vivo recuerdo, reproduzco este texto que fue escrito a raíz de tu dolorosa pérdida y que, para mí, continua vigente.


Debatiéndome como estoy entre la fascinación y la duda, querida mía, permíteme fantasear y suponer que eres un ser consciente, que disfruta de otra vida en otro lugar. Y, puesto a ello, déjame deducir que si tu ánima, además de haber trascendido, mantiene conciencia del pasado, es probable, entonces, que te haya sido otorgada la facultad de la clarividencia, virtud con la que estarás en condiciones de comprender la irrazonable razón de la actitud humana.

Mi delirio acerca de tu insólita propiedad me lleva a la conclusión de que, tal vez, en tu nueva advocación, te has de sentir predispuesta a disculpar las torpezas en las que pudo haber caído una mente arrebatada como la mía. Antes lo hiciste: con más razón has de hacerlo ahora dado que cuentas con tales propiedades sublimes. Y ante tan espléndida indulgencia vertida sobre mi maltrecha conciencia, al percibirla mi ser, recobrará la paz que necesita. Y el misterio de tu presencia junto a mí tendrá mayor verosimilitud.

Una vez disculpado de mis transgresiones, si esta presunción tiene visos de certeza, en ese lugar donde tú puedes estar, no dudo que gozarás de la ductilidad requerida para penetrar en mi alma y conocer la fortaleza, la autenticidad y consistencia de mi sentimiento hacia ti.

Con lo que, sin salirme de la base expuesta, o sea, manteniendo mi divagación como promotora de la inspiración producida por tal fantasía, concluyo mostrando mi sospecha de que ahora, cuando conoces el secreto de la existencia, has de saber si, realmente, en nuestro deambular por la vida, somos asistidos por fuerzas provenientes de mundos inescrutables; es decir, si indefinidos entes no humanos coexisten con nosotros y se inmiscuyen en nuestras vidas.

Saco a relucir este detalle a propósito de nuestro encuentro y la consiguiente historia que trazamos juntos, en contra de tantos imponderables y de tantas taras personales, llámense inseguridad, timidez u otros prejuicios, sin dejar de sopesar la enconada persecución que nos infligieron en un intento de convertir nuestro amor en indignidad, y que a punto estuvieron de lograrlo. Te expongo este interrogante porque tal pareciera que, en nuestra unión, alcanzada y sostenida únicamente sobre bases de preferencias personales, no convencionales, podríamos pensar que existió la intervención sobrenatural.

sábado, 10 de abril de 2010


Tú sufres, yo sufro, nosotros sufrimos…


Hay veces que de mi garganta sale un ruido medio carraspeado que podría considerarse como una especie de risa loca o una tos con risa… Y no es que se trate de una risa de anormal (de lo cual podría no estar muy lejos), porque es una risa como irónica, o sarcástica, tal vez sardónica, y hasta puede ser escatológica, o sea: ese tipo de risa a la que se recurre como disimulo, o para desfigurar un pensamiento triste o para ocultar un sentimiento inoportuno, o con la que uno tratara de engañarse a sí mismo. Tal vez, para describirla bien, habría que recurrir a esa frase tan conocida de «me río por no llorar». El asunto es que estoy leyendo —o, mejor, releyendo— un libro de Pascal Bruckner, un filósofo francés actual que me tiene bastante atrapado porque su pensamiento encaja muy bien con el mío. Se titula La euforia perpetua —y lo recomiendo encarecidamente (aunque después de leerlo llegues a sospechar que tu cerebro se ha convertido en una coliflor). Presenta este libro un resumen histórico, desconcertante y dramático de las tendencias o imposiciones ideológicas del mundo a través de los tiempos, promovidas por ese grupo de «elegidos» que siempre surge en las altas esferas del misticismo e imponen su pensamiento, tanto religioso como cultural y, especialmente, el filosófico, pero que lo hacen con unos fines determinados, sin razonamiento alguno. Es decir, que proviene de aquellos que analizan las ideas, los hechos, los modales y la insulsez, y nos los imponen a los pasmados, a los que designan como «gente común». Trata, sobre todo, de esa necesidad irreductible que nos han creado a los mortales de «buscar la felicidad» como base de la vida, aunque sea un término que para cada quien tenga un significado distinto.

¿Usted se ha detenido a pensar que dentro de esa enorme cantidad de descripciones de la vida, de la ingente configuración de dioses, filosofías, intentos de explicarnos por qué y para qué estamos aquí, de tantísimas opiniones y dogmas que circulan por doquier, solamente uno puede ser el verdadero, y que los demás son falsos; es decir que nuestra presencia obedece a una sola razón, sea la que sea, y que nuestra existencia en el mundo sólo tiene una explicación y un sentido, la cual, incluso, puede estar o no estar mencionada entre esos miles —o miles de millones— de teorías? Imagínese que a lo largo de la historia, entre preceptos, religiones, sentencias, filosofías, conceptos científicos, actitudes adquiridas, movimientos filosóficos y culturales, la necesidad social de determinadas creencias, los reglamentos, las formas de adorar a un dios que a su vez está representado por miles de formas y de figuras, existen varios millones de representaciones y formas relacionadas, las cuales producen ganancias a quien las propaga o hacen que sirvan para sostenerse en la vida gracias a las ideas que han programado en nuestro cerebro… Esta diversidad de criterios, esta competencia entre los diferentes dioses más las supuestas dádivas otorgadas por ellos como camelo, vienen a demostrar la falsedad de las religiones, y su invento por aquellos que intentan mover los hilos de la vida y explotarla. Porque, ¿quién puede alardear de que posee el verdadero conocimiento? ¿Quién estará en lo cierto? ¿Quién y con qué fin estimula la presencia de vírgenes, santos, beatos, seres milagrosos, que nos pueden solucionar la mayoría de los problemas que nos acechan? En realidad, si el Dios verdadero —suponiendo que exista—, hubiese querido que conozcamos todo el intríngulis de la vida, nos lo hubiera mostrado sin necesidad de dar lugar a tantos equívocos ni tener que jugar a la gallina ciega entre nosotros. Porque no solo en el sentido religioso se propagan estas deformes falacias, sino también en torno al comportamiento de las personas, a las ideas políticas, a los asuntos raciales, al amor, incluso al sabor del vino…

El sufrimiento, por ejemplo, al cual dedica todo un capítulo del libro —el primero—, es a algo tan afín con la Iglesia Católica, quien se ha hartado de decirnos durante muchos siglos que sufrir, además de reivindicativo, es una forma de alcanzar la felicidad eterna; que Cristo nos invita a sufrir, porque nos produce incalculables méritos ante ese Dios incomprensible, y que forma el carácter y la personalidad de los fieles creyentes… Lo que mucha gente no sabe es que esta idea se comenzó a propalar allá por los comienzos de la Edad Media, o antes, cuando el 90 por ciento de la población enfrentaba miles de problemas, desde necesidades alimenticias, hasta las relacionadas con la seguridad personal, e incalculables padecimientos de salud, epidemias y asaltos. ¿Cómo en una situación de tal calibre y cuantía se iba a recomendar que los penitentes se lo expusieran a Dios para obtener el remedio? Está claro que si los pobres le rogaban a Dios que los auxiliara y el auxilio no llegaba nunca, hubiesen ido perdiendo la fe y dejando de creer en él… Entonces, a los padres de la iglesia se les ocurrió presentar al «sufridor» como el portador de grandes méritos muy apreciadas por el ser supremo, y cuanto más grandes eran sus padecimientos más grande era el amor que Dios sentía por él, y mejor y más digno sería el sitio que se le tenía reservado en el paraíso… Esta vida, se le decía, no tiene importancia. La otra, sí, la que le sigue a ésta, la que viene después de que te mueras. Esa sí. Ahí te tienen reservadas todas las compensaciones de lo que has sufrido aquí, así que sufre y sigue sufriendo que con ello consigues que Dios te quiere cada día más… Y así, de esa manera, se aguantaba el golpe.

Pero mira, para calmar las ansiedades que te he producido con este texto, tómate un bocadillo de calamares con una cerveza, y volverás a la realidad positiva…

jueves, 8 de abril de 2010


Vivir de milagro


Aceptando por partes iguales que exista Dios o que no exista, o sea, creyendo en su presencia o sin creer en ella, estaremos todos de acuerdo en que, durante nuestro periodo de permanencia en este seductor e inaudito planeta llamado Tierra, la naturaleza, básicamente, nos ha construido, nos ha configurado, nos ha acondicionado de tal forma que no tengamos otra opción que limitar la obtención de nuestros recursos a las fuentes de abastecimiento disponibles aquí, es decir aceptar que, al mismo tiempo que nosotros, están presentes los elemento que nos procuran el mantenimiento y la felicidad que necesitamos y a los que todos aspiramos. Esto significa que el azar o el intendente general, quien sea, ha puesto a nuestro alcance toda una serie de instrumentos que nos permiten vivir, alimentarnos y sentirnos más o menos dichosos.

Si la vida en sí significa nacer, crecer, alimentarse, recibir amor, darlo, educarnos, colaborar con los otros, mientras cada cual va doblegando o amoldando sus sentimientos y sus costumbres, sometiéndolos al reglamento general —al paso que criamos a nuestros hijos—, y si, paulatinamente, nos vamos sometiendo a ciertos requerimientos comunes como son trabajar y, de una u otra forma, perfilar nuestra vida, estamos cumpliendo con las exigencias de nuestro ciclo vital. Y tras una serie de intereses desarrollados y toda una sucesión de desvelos y empeños —a veces vanos—, llegamos a envejecer, para acabar muriendo… O sea, una representación instaurada en la historia de una vida que, como acto final, solo le aguarda la muerte. Pero si en este trecho que se nos concede, nosotros, por nuestra cuenta, estimamos que algo falta en esta estructura, e intentamos añadirlo obteniéndolo mediante ruegos dirigidos al más allá, quiere decir que estamos considerando que a la creación, a la naturaleza que nos ha sido dada, o a nosotros mismos nos falta algo; que la vida no nos lo ha dado todo y que, por lo tanto, ésta no es tan perfecta como pensábamos, y hasta nos impulsa a pensar que este mundo no es tan maravilloso como nos hicieron creer… Ante tal situación, y al intentar obtener los recursos que echamos en falta por medios no regulares, mágicos o religiosos, estamos recurriendo a fantasías, ilusiones, a ideologías vanas e irreales pues tratamos de obtenerlas de forma complementaria, y como un instrumento para darnos seguridad y aumentar nuestro bienestar material, o bien con la idea de prolongar nuestra vida debido a que ésta, además de parecernos corta, nos resulta un tanto inacabada.

Pero es aquí, solo aquí, en esta bendita o despreciable Tierra —porque todo cabe— donde están los tesoros o las amarguras que podemos esperar, como son la felicidad, la desgracia, la dicha, la desdicha, el amor o el odio, el salir adelante o quedarse arrinconado. Y hemos de supeditarnos a atender o encarar las situaciones de forma que seamos nosotros mismos quienes nos las procuremos con los medios lícitos disponibles, cada uno por su cuenta o con la ayuda de otros, o con sus comportamientos, o con sus puntos de vista y con sus actitudes. Y no existe nadie venido del espacio exterior o procedente de un venturoso mundo de deidades mágicas y dadivosas que nos lo procure. Creer lo contrario sería implementar nuestra vida con elementos imaginarios requeridos a causa de determinadas deficiencias en nuestra personalidad o por el susto que nos produce depender de nosotros mismos. Porque, ¿habrá algo más injusto, más ilícito y arbitrario que esos milagros atribuidos a Dios, a ese favor exclusivo que podemos esperar egoístamente de él en beneficio nuestro?

Porque, si tú crees en Dios, si piensas que él te ha dado la vida, debes considerar que su obra es suficientemente perfecta y completa, y que no necesitas ningún agregado. Pedirle algo que complemente tus necesidades, algo que esté por encima de las que él te facilitó originalmente, es faltarle al respeto, porque estás considerando que se ha quedado corto o que contigo no se ha portado bien.

Y si no tienes creencias, pues debes de conformarte con lo que tienes o luchar por mejorarlo pero solo a base de echarle… corazón y utilizando los recursos que tienes aquí. Sin más protestas ni lamentos

A ver, explícame esto: yo conocí a una persona que le gustaba jugar a la lotería, y que siempre que compraba un número, se lo encomendaba a Dios. Y, ya ves: le tocó en un par de ocasiones… ¡¡Milagro!! gritó él agradecido. Y realmente, viéndolo de forma aislada, sí lo parece… Pero conozco a otras muchas, muchísimas, que también juegan, y también creen en Dios, y se lo encomiendan con el mismo fervor que el otro… y Dios no les ha escuchado jamás en la vida. Si yo fuese creyente, ante tamaña injusticia, dejaría de serlo. ¿No habría que considerar que es un trato injusto, propio de un ser un tanto voluble, que trata a unos seres como si lo merecieran todo y a otros como si no merecieran nada? Por otra parte, ¿usted cree que ese Dios, si existe y usted confía en él, puede estar pendiente de tales nimiedades con la cantidad de gente que reside en la Tierra mas la que pueda existir en otros confines del Universo?

Mire, aquí, en este asunto, es donde entra la suerte, lo aleatorio y, como todo en la vida, unas personas la tienen a raudales mientras otras carecen de ella. Sin que deje de reconocer que eso de la suerte —sincronía, lo llamaba Jung para darle un sentido más humano o trascendental— es uno de los misterios que nos rodean. Uno de tantos.

La conclusión de este discurso es dejar establecido que si existe Dios, es muy poco probable que él mismo corrija su creación a base de conceder favores… Y si no existe, entonces sale sobrando abundar en una explicación acerca de la inexistencia de ellos…

Aún así, convengo en que los milagros existen, que en algunos casos son hechos comprobados. Pero pueden provenir de otras fuerzas no dominadas hasta ahora por el ser humano. Algunas de ellas podrían estar cercanas al subconsciente…

martes, 6 de abril de 2010


Una extraña convocatoria


Estaba dándole vueltas o echándole pensamiento a una novela que se me ocurrió recientemente, cuyo argumento trataría sobre un hombre viudo que, después de diez años de muerta su mujer, decide convocarla para que se presente —no ella, naturalmente, sino su espíritu— ante él y mantener ambos una entrevista que versaría sobre el amor, los pecados conyugales mantenidos ocultos, el perdón y los deseos retenidos o desfigurados… Pero, principalmente, se centraría en los secretos del corazón, en los deseos y los propósitos de signo inconfesable, de aquellos hechos particularísimos relacionados con los anhelos, las ambiciones y las promesas no cumplidas dentro de la relación, de los engaños y de las posibles quejas no manifestadas pero ocurridas en la vida matrimonial, o sea todo aquello que fue guardado bajo siete llaves y que nunca salió a relucir porque no se atrevieron a dilucidarlo ni consideraron la necesidad de aclararlos entre ellos.

Y al meditar sobre el tema, me dio por anotar los detalles más sobresalientes que llegaban a mi mente, los hechos, las situaciones que se dieron a lo largo de nuestra vida juntos, la de Angelines y la mía, esas situaciones que no fueron aclaradas convenientemente. Incluso, elaboré mi propio cuestionario de preguntas: ¿Hasta dónde eres capaz de amar? le preguntaría. ¿Qué es, qué significa para ti el amor? ¿Hasta qué grado permaneces fundida en mí? ¿Después de tu muerte, sigues amándome o es solo una ilusión, una reminiscencia presente en mi corazón? Cuando yo me muera, ¿nos encontraremos y continuaremos amándonos? ¿Y de qué forma nos amaremos? Pero lo que más me preocupa como ser humano es si nuestros corazones, los de ambos, son capaces de abrirse recíprocamente ante nosotros mismos de forma total y sin reserva alguna, y si tienen la suficiente entereza para llegar a confesarse los detalles más vergonzosos, tratando en todo momento de no disfrazarlos ni buscar una justificación. Y, desde luego, no disimularlos nunca ni ponerse trampas. Hemos de atenernos a la más absoluta verdad en la medida que nosotros somos capaces de verla, y eliminar el temor a que tú o yo, al conocerlos, tengamos el deseo de ejercer el papel de jueces.

Luego, según escribía esta nota, me preguntaba: ¿es posible que dos personas, mujer y marido, lleguen a conocerse tan profundamente, a amarse, tal y como intento expresar en este escrito, de tal manera que se produzca entre ellos un punto de fusión inquebrantable, sin fisuras ni ninguna posibilidad de que lo construido vaya desapareciendo por el olvido o la tibieza de sentimientos…? Y resultó un tema tan tentador que me causó el deseo de comenzarlo de inmediato, hasta el punto de llevarme a posponer la otra novela que estoy escribiendo con el fin de dedicarme exclusivamente a esta. Pienso que iniciarla me hará volver a Angelines, y traerla de nuevo a la vida, y a que ella vuelva a ser el tema más presente en mí…

jueves, 1 de abril de 2010


Conversaciones a cien por hora


Una de las formas más intensas de disfrute que me depara la vida, ahora, en la «edad tardía», es la que experimento cuando mantengo una conversación profunda, íntima y esclarecedora con alguno de mis hijos. En Puerto Rico —donde ahora estoy pasando una temporada—, suele presentarse esta oportunidad con cierta frecuencia, lo mismo si se trata de Rodrigo o de Dany, que son los que viven aquí. Solo es necesario aprovechar un viaje en automóvil con cualquiera de ellos (en especial si el trayecto es largo), y comenzar la charla con un comentario trivial, como sin dar mucha importancia al tema, y acabamos en una confrontación verbal de alta calidad humana, íntima y personal. Y digo confrontación porque esas charlas mientras se viaja a cien por hora por una autopista, contienen distintos matices y proporcionan la posibilidad de profundizar en nosotros y nuestros propios valores, los que cada uno de nosotros adoptamos. Sobre todo, tienen un sentido que a mí me encanta: tratar de contrastar cómo ven la vida mis jóvenes hijos y como la veo yo. Y esto se realiza con la seguridad de que se tocan los asuntos con absoluta sinceridad y salvando cualquier tipo de amaneramiento o presunción, ya que ninguno trata de exagerar el tema o intenta despertar de forma frívola la admiración del otro bien ante sus logros o bien ante sus conquistas, de las cuales no necesito decir que me siento orgulloso.

Por lo pronto, debo advertir que no soy de esas personas que mantienen una fijación con el pasado, ni que se aviene en modo alguno a aquella sentencia tan manoseada de que «todo tiempo pasado fue mejor», porque es un tópico que no tiene sentido. Creo que la vida, toda, se realiza en un proceso, en un tanteo de soluciones, una especie de borrón y cuenta nueva constante, un desechar aquello que está sobrando, o deshacerse de lo que ya no funciona, mientras se abre paso aquello que va llegando nuevo, que, salvo excepciones, suele resultarnos más útil, y tiene un significado de progreso. Claro, tampoco quiere decir que desprecie a priori las «antiguallas» ni los procedimientos de ayer. Siempre han existido cosas buenas y cosas malas y todo va progresando lentamente, afincándose en la actualidad, en los anhelos actuales que se suceden sin prisa pero sin pausa, como las estrellas. Las generaciones anteriores, sobre todo las más antiguas, tendemos a estancarnos —aunque en mi caso no ocurra tanto—, y con el paso de los años disminuimos el ritmo, o vamos desinteresándonos por todo lo que excede a nuestro entendimiento.

Pero renunciando a dominar los asuntos técnicos —hacia los cuales trato de mantenerme al día, especialmente en lo referente a computación, Internet y mundo digital—, lo que más me atrae de mis hijos es su pensamiento filosófico, su adaptación al momento que viven, su interpretación de la vida tal como ellos la ven y la necesitan, que, en realidad, es lo que cuenta, así como su modo emocional de vivir, su forma de encarar las exigencias modernas e integrarse a ellas. Y me conmueve en especial su grado natural de sensibilidad hacia las cosas. Hacia esta vida de ahora, que pertenece a una época donde ya casi nada sorprende ni produce emociones, porque todo se ve normal y se acepta sin aspavientos, lo cual contrasta con esa expresión encapsulada, y hasta cierto punto alarmista de la gente mayor, y su insistencia respecto a cómo ha cambiado la vida. Mientras la respuesta de las nuevas generaciones es que todo es normal, que es propio de la evolución, que la vida —para bien o para mal— sigue su marcha, aunque haya que tomar algunas precauciones con vistas a la Naturaleza, de cuyo asunto ellos van tomando conciencia. En cuestiones de filosofía, por ejemplo, y en el concepto de la creación de la vida, poseen un pensamiento muy distinto del mío. Ni mejor ni peor, pero el de ellos es más natural. Y, de cualquier manera, no es algo que les quite el sueño —como me lo quitó a mí tantas veces—, porque la vida para ellos es así, como es, como la vemos, como ha evolucionado en todos los sentidos, en el bueno y en el malo, y no es cuestión de estarle dando demasiadas vueltas.

Y ya, en términos generales, respecto a nuestras relaciones, me agrada sentir lo comprensivos que son conmigo y cómo, en medio de todo, me consienten en mis terquedades (que, en muchos aspectos, son uno de los signos más evidentes de que ya uno es un viejo) en términos de salud, ese empecinamiento de que mi salud es cosa mía y no depende de lo que pueda decirme o hacerme un médico.

El resumen de este comentario vendría a ser que de todas las referencias obtenidas acerca del espíritu de mis hijos, se viene a patentizar el sostenimiento de la idea de que Angelines, mi mujer, ha de sentirse muy orgullosa y satisfecha: en realidad, hemos creado una familia muy armoniosa dentro de esa forma de pensar tan independiente y original por parte de cada uno…


Nota: En la fotografía figura también David, pero él falleció el año 1997 en Ibiza, víctima de un accidente de carretera.