sábado, 6 de marzo de 2010


Ser o no ser, esa es la cuestión


Fue en la etapa de mi primera juventud —tan cerca y tan lejos al mismo tiempo— cuando me «eché novia» (curiosa expresión ésta de «echarse novia» que se usaba para anunciar una relación formal entre un hombre y una mujer…). Apenas cumplía 22 años. Pero a los dos meses del noviazgo comencé a poner en duda si procedía crearme una responsabilidad así, de una manera tan firme, tan seria, que iba a trastocar mi vida de una forma tan radical, y más cuando todavía no estaba muy seguro de lo que quería hacer conmigo. Pero no era yo solo: también por el lado de Angelines empecé a observar una actitud que estaba cambiando: en sus ojos, en su comportamiento ya no se apreciaba la ilusión de los primeros días. Lo que me llevó a pensar que ella no estaba muy conforme tampoco (en realidad, lo que sucedía —me enteré después— es que yo no era aceptado en su casa; que tanto sus padres como su tía se oponían a nuestra relación. Eso le producía a ella una preocupación que la ensimismaba). Y esta circunstancia me ayudó en mi eventual arrepentimiento.

Precisamente, reproduje aquella situación en mi novela De la misma tela que los sueños:


«Es inaudito que siendo yo como soy, un individuo desmesurado, que sólo usa el cerebro para saber cómo no usarlo, que primero dispara y luego pregunta, uno de tantos que no distingue lo conveniente de lo inconveniente, venga ahora a ahogar un potencial y sublime sentimiento de amor invocando al sentido común. Debo preguntarme si mi pasión hacia ti es genuina o no pasa de ser un capricho accidental más, ya que, mientras creo estar embebido en un estado de ansiedades sublimes, permito que la razón me zarandee. Lo cual no encaja, porque el amor verdadero no es cálculo ni reflexión: es impulso sin medida, ímpetu arrollador, complicidad ciega con la ley natural. Es contigo pan y cebolla y la negación de la razón, según Berther. «El amor que se razona —dijo— es como un niño que no puede vivir porque tiene demasiada inteligencia». Y luego Edgar Morin nos vino con que «El sentido del amor y el sentido de la poesía es el sentido de la calidad suprema de la vida». Y es que se han hecho tantas definiciones que han convertido el amor en un sentimiento confuso, metafórico, a veces ñoño, cuyo sentido se versifica, y suele ser presentado como una verdad reposada a un tiempo en el alma y en el cuerpo —Rimbaud—; o en el deseo de poseer a quien nos posee —Edgar Morín—; y como la simple respuesta al llamado del otro —Heller—; o que «no es otra cosa que el localizar en un ser, en una vida, dentro de los límites de un rostro y un cuerpo, todo un mundo de abstracciones y anhelos, de espacios infinitos e irrealidades sin medida», que se le ocurrió decir a un poeta como Pedro Salinas. O la sentencia de Robert Herrich, que nos anonadó con aquello de: «Por favor, ámame poco si quieres amarme mucho tiempo». O lo que, para desilusión de muchos, Marguerite Yourcenar expresó: «Hay que amar mucho a una persona para arriesgarse a padecer».

¿Estamos incluidos nosotros en alguno de estos modelos o soy yo, que ignoro cómo calibrar mi realidad, o que, de forma no deliberada, trato de huir de lo que parece ser un arriesgado sometimiento a lo convencional, al inmovilismo responsable, al abandono definitivo de la vida frívola y loca? Las mujeres hasta hoy, hasta hace seis semanas, aún teniendo en mi vida una presencia irrefutable, siendo considerada —tanto instintiva como cerebralmente— imprescindible su participación en mi propia historia, de forma subyacente se limitaba a suplir un sentimiento frívolo. Nunca hasta entonces me había planteado la idea de atarme a una para toda la vida, aunque, tácitamente, daba por hecho que algo así tendría que suceder algún día. Pero, mientras tanto, en las conversaciones con los amigos —donde quedaba constatado que todos sufríamos las mismas pasiones, teníamos iguales prejuicios, y sentíamos las mismas necesidades—, la mujer, al mismo tiempo que un objeto de deseo, se convertía en un trofeo necesario de conquistar, no sólo con la finalidad de confirmarse uno a sí mismo en su condición de hombre, sino con la de adquirir el relieve grupal consiguiente. Es decir, respondía a un objetivo de carácter físico más que espiritual. No busco disculpas, pero debes saber que fue la educación recibida durante la adolescencia, donde siempre se nos dio un formato mistificado de vosotras, ajeno, desde un punto de vista moral, a nuestra realización como personas, y cuya utilidad se cifraba, más que nada, en realzar el prestigio del macho y la posibilidad de ejercitar con ella la imperiosa exigencia del sexo. Incluso, desde un punto de vista frívolo, aceptado como normal, muchos de nosotros podíamos llegar a elegir determinadas carreras, lo mismo daba que fuera piloto, marino o periodista, que de actor, tenista y pintor, por ejemplo, con el fin de alcanzar el glamour necesario para atraer la atención femenina.»


Este era mi condicionamiento hace 50 años…

Claro, no había duda de que estábamos predestinados: a las tres horas del rompimiento, cuando llegué a mi casa medio borrachón y un tanto frustrado de la vida, mi madre me dijo que tú me habías llamado. Que me pusiera al habla contigo aunque fuera tarde, porque te quedarías a esperar mi llamada. Y yo que estaba loco por hablar contigo para arreglar las cosas, para qué quieres más… Así que, después de un diálogo romántico, íntimo y vehemente, decidimos continuar.

Y ahora, al preguntarme cómo habría sido mi vida si no hubiéramos vuelto a unirnos, siento un escalofrío y el corazón casi se me paraliza. Y es que no puedo considerar mi vida sin tu presencia, sin contar contigo a mi lado…

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