jueves, 4 de marzo de 2010


Sensibilidades y exquisiteces


¿Hasta qué punto la lectura puede influir en la vida de una persona, por ejemplo, en la mía? Juzguemos precisamente por mí que es el ejemplo que más tengo a mano: Empecé a leer novelas a los 14 años aprovechando una etapa que apenas salía debido a que un acné un tanto repelente me mantenía enclaustrado. Pero, mira por donde, aquellos días de desmoralización y reclusión me sirvieron para interesarme por la lectura y mantuvieron mi afición por el resto de mi vida. Y el caso es que comencé sin ganas, pero acabé haciéndolo sin descanso. Terminaba una y comenzaba otra, pasando de Emilio Salgari a las hermanas Bronte; de Rafael Pérez y Pérez a Estefanía, de Ellery Queen a Agatha Christie, y lo hacía sin inmutarme porque para mí todo valía, todo estimulaba mi imaginación. Más adelante, ya con el acné más o menos desaparecido de mi rostro, y sin mantenerme tan encerrado como antes, el interés por leer permaneció como una de mis principales aficiones. A las lecturas más ligeras del principio, siguieron otras más profundas, como Louis Bromfield (el de Vinieron las lluvias), Viky Baum (Gran Hotel), Frank Yerby (Pasiones Humanas), Pearl S. Buck (La estirpe del dragón), Daphne duMaurier (Rebecca). De cuando en cuando daba un bajón en mi selección de calidad y me pasaba a una de «El Coyote». Así, tan campante. Y debo confesar que todavía mis conocimientos literarios no debían ir muy allá, porque casi ni notaba la diferencia… En realidad, me apasionaba con los argumentos. Más adelante descubrí que dentro de la colección Austral, había una serie —la de tapa roja— dedicada al tema policíaco, de detectives y espías, y que se salía de lo corriente o de lo trillado del género: eran más literarias, más íntimas o personales… y para qué quieres más. El poco dinero que entraba en mis bolsillos, me lo gastaba en libros. Incluso, en una pequeña librería que estaba cerca de mi casa hasta me abrieron una especie de cuenta de crédito y llegaron a fiarme los libros (no recuerdo si acabé liquidando lo que estaba pendiente cuando me cambié de barrio o me fui en silencio, sin despedirme de mi proveedor…).

Lo más curioso, lo que más llama la atención es que no por más que me entusiasmara con una lectura determinada, nunca me sentí inclinado a modificar mi vida, a imitar a alguien, a aplicarme un pensamiento o una frase que llamara mi atención y modificara mi vida. Ni siquiera una sentencia filosófica de alto contenido espiritual era aprovechada para dar otro sentido a mis andanzas. Claro, es posible que gracias a ese afán de leer, fuera formándome y cambiando algunos hábitos sin que yo no me diera cuenta, de una manera consciente, pero abiertamente nunca me sentí inclinado a cambiar o a tratar de imitar a algunos de los personajes, ni siquiera los que más me calaban.

En cambio, el cine sí me dejaba huella. Ahí sí me sentía inclinado a imitar a los diferentes personajes que desfilaban ante mi vista. Y tal vez me fui transformando. Es posible que mis actitudes se fueran modificando conforme a la última película contemplada. De repente me convertía en Alan Ladd (al que me decían que yo me parecía y eso hinchaba mi vanidad), después cambiaba a Tyrone Power; más adelante pasaba a ser Danny Kaye, luego Gary Cooper… Hubo una época que el cine me influyó de tal manera que me producía sueños e imitaciones respecto a mi forma de ser y hasta en mi forma de hablar. Será que lo visualizado se grababa mejor en la memoria y en el alma… Además, en el cine comencé a sentir un gran amor por algunas de mis actrices preferidas: por ejemplo, Virginia Mayo me producía sudores fríos… Y Betty Gable, ni se diga… Otra que me encantaba de una forma más dulce y poética era Joan Fontaine: sus gestos, su dulzura, su forma de mirar me hicieron prometerme que solo me casaría cuando encontrase una mujer parecida a ella (luego, cuando me casé, descubrí que en mi mujer había cierto parecido en su forma de ser). ¡Ah! Y también, desde que vi Casablanca, me quedé prendado no solo de la película, sino también de Ingrid Bergman. Esas lágrimas, esa forma de llorar cuando tiene que partir en aquel avión con su marido, Paul Enreid, hacia la libertad, a cambio de alejarse de su verdadero amor, que es Humphrey Bogart, casi me hacía —y aún me hace— llorar a mí, que siempre he sido un sentimental de tomo y lomo. Esta película la he debido contemplar unas quince o veinte veces en mi vida. Y nuca me canso. Para mí representa el Cine, con mayúscula, el mejor, el que refleja maravillosamente sentimientos humanos como la amistad, el honor y, sobre todo, el amor, el auténtico amor y la calidad cinematográfica…

Sí…, es posible que, en términos generales, leer, ver cine, ir al teatro, asistir a conciertos o a funciones de ballet, visitar museos y exposiciones son acciones que van ejerciendo cambios paulatinos e importantes en nuestras vidas, que nos van haciendo más sensible, más exigentes con nosotros mismos, más animados a convertirnos en «alguien» destacado en la actividad que cumplimos, que nos invitan a volver nuestra mirada hacia nosotros mismos, y conocernos mejor. Ese afán por cultivarnos nos va proporcionando determinados valores; vamos adquiriendo nuevos conceptos y sentimientos, más sensibilidad hacia el arte y hacia las otras personas, esas que nos rodean. Y nos ayuda a vivir y a tener mayor percepción del mundo. Sobre todo, hacen que nuestra vida sea más sensible y exquisita. Menos basta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario