martes, 16 de marzo de 2010


No, de política ni una palabra


¡Pero, por favor! ¿usted me confunde? –le digo a mi vecino cuando me lo encuentro en el mismo momento que asomo mi jeta por el parque–. Para mí, como simple ciudadano —no digamos ya como intelectual— es humillante dedicarle una pizca de interés a un político, sea del partido que sea y piense como piense —si es que piensa, porque es dudoso que lo haga—. Y aunque ahora me refiera a los de España, todos me merecen la misma opinión… ¡Pero si ni tan siquiera nos tienen respeto…! ¿Es que no lo comprende? Mire, vamos a descartar que trabajen para nosotros, o que formen parte del partido de nuestra preferencia, ¡eso no quita que nos informen con la verdad, que nos digan la realidad de su gestión…! ¡Pues que si quieres arroz Catalina! Ellos a lo suyo… Mire, todo nos lo disfrazan, lo tergiversan, le echan tierra por encima cuando ven que la verdad los perjudica. Y eso no es nada: a veces pretenden que nos traguemos unas enormes bolas de boñiga de vaca: que caigamos rendidos ante unas frases sin significado; que nos riamos ante sus insustanciales gracias; que aplaudamos sus sesiones de mentiras, y que hagamos caso omiso de sus continuos fracasos. Y eso, como usted podrá calcular, es un tiempo perdido, despilfarrado, inútil, alejado de mi verdadero sentir de cómo gestionar la vida. Antes prefiero dedicarme a contemplar programas del corazón en la tele, o visitar al dentista, que son las acciones que peor soporto…

No, no, de verdad, no insista, que yo no hablo de política. ¿Cree usted que voy a perder mi tiempo comentando los excesos y el derroche, o los gastos desorbitados, o la enorme y considerable cantidad de dinero que le cuestan estos individuos al ciudadano? ¡Por favor, no me confunda ni me tome el pelo! Ellos casi nunca lo comentan porque es una especie de secreto de estado, pero ¿se ha detenido a calcular usted lo que le cuesta al erario público mantener a esa pandilla de vagos, mangantes, simuladores, chaqueteros, comisionistas, secretarios, asesores, a esa caterva de aduladores y meapilas cuya única «profesión» es mantenerse en la palestra y dar su voto a su jefe de filas mientras ellos andan por ahí chupando del frasco sin producir en su vida ni una brizna de yerba a favor de su país del cual perciben su enorme salario?

No, no, no me tire de la lengua, por favor, que ya le dije que de política no hablo. Que me niego a hacer un comentario sobre esos individuos estrafalarios que dormitan en las sesiones del Congreso o que se reúnen por las mañanas en sus regios despachos para preguntarse sobre qué pendejada debemos comentar para hoy, algo que cubra de humo los asuntos de absoluta trascendencia. Yo, se lo digo de verdad, no quiero considerarme un ciudadano dirigido y encasillado por ese tropel de individuos inferiores que solo pierden el tiempo insultándose entre ellos, o en faltarle al respeto al ciudadano —que, por si no lo sabía, es el que paga su salario, el que sufraga sus dietas, y sus cuantiosos gastos «imprevistos», sus viajes, sus cacerías, sus fastuosas celebraciones—, y que, además, es el que los elige y los apoya para que después ellos se rían bajo sus barbas…

No, no, por favor, no me haga hablar de política, que es un tema que me descompone todo, me produce urticaria, picor en el cuerpo, y me causa diarreas, colitis y vómitos además de sacarme de mis casillas (y no me refiero al portero del R. Madrid). Esta es una gente que se dedica exclusivamente a burrear a todo aquel que no piensa como ellos, o de los del partido contrario, como si eso sirviera para incrementar el avance de España o para corregir sus defectos económicos… Pues no: prefieren dedicarse a elaborar una antología de la mentira o de la falacia. Al fin y al cabo, el ciudadano paga sus despilfarros.

No, por favor, no me obligue a usar ni un microgramo de mi cerebro para demostrar que el político, su única misión en la vida, solo consiste en desfigurar la realidad, acomodarla a su conveniencia, manipularla sin respetar al contrario y a esa enorme masa de sufridas personas (contribuyentes) que éste representa, como si la razón-sinrazón solo le perteneciera a él, o tuviera como única misión el desprestigio del contrario, o como si su única ocupación fuera demostrar que éste es más horrible, más feo y más deforme que él.

¿Pero es que no va a cansarse de pedirme que hable o escriba sobre política? Mire, le pondré un ejemplo: si usted alguna vez acude a presenciar una obra de teatro, lo menos que exige al protagonista que interprete bien su papel, que tenga la suficiente sensibilidad para entender e interpretar al personaje que representa, ¿no? Pues eso mismo exige uno de los políticos: que interpreten bien su papel; que tengan sensibilidad hacia sus votantes; que antepongan a sus intereses personales el bien de su país; que se sacrifique por el bien común; que respete a sus oponentes aunque no piensen como él; que considere en todo momento que es un empleado del pueblo y que no está en eso para hacer fortuna… Ya ve, ¡qué gran diferencia con la realidad!

No, no, ¿es que todavía no se ha dado cuenta de que yo no hablo de política? ¿Usted cree que voy a perder mi tiempo por alguien que nos trata a los ciudadanos y las ciudadanas como si solo fuéramos un puñado de cretinos aborregados, sin inteligencia ni capacidad de razonar? ¡Por favor, que todavía me queda un poco de orgullo!

Y, ¡ojo!, que no es que yo no tenga una inclinación, una ideología, un sentimiento de como deben funcionar las cosas, pero me veo tan desplazado de la idea de ellos, mi realidad está tan lejos y me siento tan distanciado de los «ideólogos» oficiales… A ellos solo les va la demagogia, el pragmatismo, la lucha por el poder, la derrota del contrario, su cuenta bancaria… ¡Y al pueblo que le parta un rayo!

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