Una vida para cada quién
¡Hay tantas formas, tantos conceptos, tantas maneras de interpretar y encontrar sentido a la vida…! ¡Casi tantas como personas viven en nuestro planeta! Y es que tanto la comprensión como la formación histórica de cada uno, así como la elección del modelo a seguir, dependen de tantas y tantas cosas… Dependen de las circunstancias que atravesemos, de la educación recibida, de nuestras relaciones y nuestras experiencias con los demás, de la manera como interpretemos los sucesos que nos salen al paso —y de cómo los resolvamos—, de nuestras necesidades materiales y nuestras ambiciones, y hasta de nuestra picardía, de la frivolidad o la seriedad como intentamos encaramarnos en el mundo… Y depende, sobre todo, de nuestro grado de entendimiento, de nuestra inteligencia; es decir, de la sensibilidad para captar y digerir las informaciones que llegan a nuestro departamento de redacción interno. En realidad, viene siendo algo así como las huellas dactilares, que, en apariencia, se asemejan, pero que no hay una igual a la otra.
Yo, por todas estas razones, ahora, en este punto de mi madurez, tiendo a respetar el talante de cada quien… siempre y cuando no sea excesivamente disparatado y no cree un perjuicio a los demás.
A propósito de esto, acabo de leer un pequeño y maravilloso libro de Alan Watts, La vida como juego, que me introduce en una parte —quizá la más importante— del mundo tal como yo me inclino a concebirlo, o sea, fundamentado en una estructura espiritual suficientemente sólida y significativa, la cual, a su vez, a medida que voy entrando en las figuras y estructuras del pensamiento de mentes tan preclaras, me siento impulsado a creer más en ese espacio trascendente, al mismo tiempo que me proveo de un mayor y significativo apoyo moral.
Alan Watts —filósofo, naturalista, escritor, místico, ecologista— es uno de los más sensibles y preclaros maestros cuyo pensamiento, al transferírmelo, aproxima mi vida y mi entendimiento a la dimensión que busco y que, diría, necesito con cierta premura. Hay otros, como Ken Wilber, una de las principales figuras a la cual yo sitúo al frente de todos los demás. Y está Pierre Teilhard de Chardin, Sri Aurobindo, Carl. G. Jung, Aldous Huxley, Abraham Maslow, Charles Tart, James Fadiman, Stan Grof, etc., todos ellos pertenecientes al grupo de pensadores que, entre miles y miles de seres de aguda sensibilidad, penetrabilidad e inteligencia, destacan armoniosamente, y son pertenecientes al aparato científico o al intelectual, por el cual nuestro ser y nuestra presencia aquí no se limita a cubrir una sola dimensión, de condición casual e inexplicable —y de índole material—, sino que se incluye en una escala de valores, sentimientos, sensaciones, afinidades y proyecciones de condición metafísica y elevado grado de consciencia.
A grosso modo, podría decirse que el mundo, su población, hoy sobre todo, se divide en dos bandos fundamentales: los que carecen de sensibilidad, los que entienden solo aquello que puede ser visto, los materialistas, los que han perdido su calidad de asombro, aquellos quienes para los que el espíritu es un recurso propio de una mente débil, y aquellos otros que consideran que la vida es trascendente, que tiene sentido, que constituimos un todo donde el cuerpo y el espíritu es una sola entidad, inseparable y en armonía; que no somos el resultado de pruebas o experimentos con ratas, porque nosotros somos seres humanos y respondemos a esa condición, que no deseamos ser monos con más o menos habilidad, y que, sobre todo, tenemos una visión más amplia de la vida, de sus significados y de sus emociones.
En este bando es donde me inscribo yo.
Y que me perdonen los burros…
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