miércoles, 24 de marzo de 2010


Tratar de ver con el corazón


«Este es mi secreto, dijo el zorro. Es muy

sencillo: no se ve bien si no es con el corazón.

Lo esencial resulta invisible para los ojos.»

Antoine de Saint-Exúpery


Mirar, ver con el corazón… ¡Qué maravillosa figura de Antoine de Saint-Exúpery para sugerirnos cómo debemos profundizar en las cosas y cómo hacer lo posible por entenderlas! Claro, es muy difícil —diría que casi imposible— que un adolescente observe los sucesos de su vida «con el corazón» porque él tiende a aceptarlos con la superficialidad que le dicta su temprana edad. En realidad, a esa edad ir más allá de lo aparente depende exclusivamente de la inteligencia emocional, y ella no está disponible en la misma intensidad para todos.

Porque, eso es lo raro de la vida: cuando realmente se aprende a ver con el corazón, uno ya está caduco o en camino de estarlo.

«El hombre no vive una vez», decía Gustav Fechner allá por el 1835, «sino tres: durante el primer estadio de su vida no deja de soñar; durante el segundo va alternando entre el sueño y el despertar, y sólo en el tercero despierta para siempre. (…) En el segundo estadio es su mente la que se desarrolla, preparando los órganos que requerirá en la tercera fase. Sólo en ésta nace el germen de lo divino que descansa oculto en el fondo de cada ser humano.» (Citado por Wilber.) Y sin dejar de considerar la distancia que hoy nos separa de este pensamiento de Fechner, hemos de convenir que encierra una gran verdad. Yo mismo, a pesar de la extrañeza unida a la enorme satisfacción que me produce sentir como siento ahora, lamento no haber contemplado antes el mundo montado en el mismo prisma: es decir, contemplarlo con esa claridad que se ve cuando las respuestas brotan del corazón. Y es que ahora sí las veo, y, aunque no se me ocurre frustrarme por lo tarde que he alcanzado este grado, no dejo de lamentarme por mi incapacidad para ver siempre mi conducta con clarividencia. ¡Cuántas cosas hubieran ocurrido de otra manera! ¡Cuánta gente habría sufrido menos si yo hubiera mirado o sentido las cosas como las siento ahora…! Y esta es una de las rarezas de la vida, tal vez la más decepcionante: cuando se te abren los ojos a la verdad, cuando entiendes el significado del amor —ojo, del amor verdadero, no del simple y ocasional—, cuando accedes a los sentimientos profundos, cuando estás en condiciones de comprender el sentido del ser, ya estás entrando en la etapa final… Y antes, antiguamente, la vejez tenía otro significado porque los viejos tenían algo que legar a las generaciones que venían tras de él, y se les daba cierta importancia; ellos sentenciaban sobre el comportamiento y el respeto hacia los demás y hacia sus ideas; eran más magnánimos en su forma de pensar e interpretar la vida, y se les escuchaba, pero hoy no, hoy ya no tenemos nada que proponer porque en la mayoría de los casos, tras de nosotros solo queda una estela de pasos mal calculados. Además tenemos que hoy el mundo cambia a una velocidad vertiginosa y se escapa velozmente de nuestro entendimiento.

Yo, aunque solo sea para suavizar las exigencias de mi alma, suelo enturbiar por un momento los objetos materiales que permanecen al alcance de mi mirada, para pasar a encerrarme dentro de un compartimento de paredes aislantes y no transparentes, un lugar donde solo tenemos cabida mi mujer —Angelines—, y yo, y cuando ella está junto a mí, aprovecho para consultarle si está satisfecha de como soy ahora, puesto que mi actitud de ahora tiene mucho que ver con su propia obra. «¿Así es como tú querías que fuera yo, verdad? —le pregunto—. ¡Pues así soy! Lo has conseguido. Seguro que estarás satisfecha…». Sentenciado lo cual, me envuelve la paz.

Y no se ría de mí, por favor: se trata de un ejercicio mental ante el cual, si bien escucho a mi razón elevar su protesta o soltar una carcajada burlona, y me dice que los cuerdos no hacen esto que hago ahora, yo, obcecado, convoco la presencia de mi subconsciente y le dejo que tome la palabra. Y él le sale al paso a la razón con toda la autoridad que se le atribuye, y logra anular sus burlas. Luego, me da palmadas en la espalda, para que no me desanime, y me recomienda que continúe con estas huidas que me llenan de ensueños…

Y todo son ventajas, porque así he suavizado mi carácter a base de negarme a ser un viejo refunfuñón, supersticioso y gazmoño. Ahora puedo afirmar que soy más amplio, más sensible, más comprensivo, con unas entendederas más fáciles, y acepto perfectamente que existan seres que no piensen ni actúen como yo y que hagan las cosas de distinta manera. Sus razones tendrán, como yo tengo las mías.

Además, tengo que transigir pues con ello logro que nazca en mí una relación de amor con la vida, y que ésta sea más intensa y más espiritual de cuando únicamente era un joven pretencioso.

El secreto solo consiste en aceptar las confluencias. Que viajan en todos sentidos…

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