viernes, 12 de marzo de 2010


Carchuto, digo cartucho


El domingo por la tarde, repentinamente, me dio un ataque de afasia… En ese momento entraba en el ascensor de mi edificio. Una vecina me preguntó algo relacionado con el tiempo y yo respondí por peteneras, con algunas palabras que no tenían sentido, o con una verborrea desbaratada. Lo curioso que con mi pensamiento advertía perfectamente la falta de sentido de mis palabras, pero de mi boca solo salían frases inconexas, sincopadas, incoherentes, sin lógica, deslavazadas, inarticuladas… Se ve que la facultad de la palabra y la del pensamiento proceden de lóbulos diferentes. Porque mientras uno, el de los pensamientos, funcionaba bien, el otro, el de la facultad de hablar, estaba medio escacharrado. Las personas que entraron en el ascensor al mismo tiempo que yo mostraron su extrañeza ante mi complicado pronunciamiento, y me dieron la espalda: debieron pensar que estaba drogado o que era portador de una borrachera fenomenal. Y yo, en medio de la gracia que me causaba la situación y la forma de mi diálogo roto o sin sentido pronunciado por mi boca, sentí un pánico horripilante, una incomodidad, un vacío, una enorme sensación de soledad, un aislamiento del mundo ante mi incongruencia verbal, como si me hubiese quedado mudo o con una incapacidad severa para comunicarme con mi prójimo.

En realidad, ¡qué solos estamos los mortales!, me dio tiempo a pensar. Aquí estoy rodeado de personas y sin poder comunicar mis desbaratadas sensaciones, sin poder consultar acerca de mi estado a nadie porque la gente echa mano de sus prejuicios, de sus miedos, y proceden a juzgarte despiadadamente antes de mirarte a los ojos y detectar la situación que te mantiene en un azoramiento comprometido… Como mi pensamiento se mantenía indemne, pude abrir sin dificultad la puerta de mi apartamento, dejar las bolsas en el suelo, sacar mi teléfono celular y marcar el número de mi hijo. Lo malo vino después, pues cuando Rodrigo contestó a mi llamada, solo acerté a manifestar: «Cuarenta desquiciados con el leche del ascensor descabalado…», me escuché decir. Cuando él, extrañado, me preguntó «¿Qué te pasa?», solo pude articular «No puedo hablar» haciendo un enorme esfuerzo. Él entendió enseguida que algo andaba mal y me dijo: «Quédate ahí quieto. Voy para allá». Y es que no hay nada igual que ser de la misma sangre para entenderse…

Nota: hoy, cinco días después, tras hacerme revisiones, C.T.’s y someterme a distintas terapias caseras, veo que voy mejorando, pero todavía no sabemos a qué se debió el inconveniente verbal. Y es que el cerebro es la maquinaria más cordisplicada, digo casplicada, digo cusplicosada, no, quise decir complicada de la vida (no haga caso, es una broma. Ya puedo pronunciar bien la palabra «carchuto», digo cartucho…)

Lo que pasa es que en realidad no somos nada…

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