¿Tiene sentido la vida?
Y es que la vida debe tener un sentido, un significado, ser una necesidad metafísica o trascendente para algo o para alguien. El Ente para quien podemos ser útiles se alimentará de nuestros alientos, de nuestras acciones, de nuestros pensamientos, de nuestros sueños, de nuestros suspiros, de lo que sea, pero hemos de servirle para sus propósitos. Porque si esto no tuviera sentido, si no fuésemos útiles para nadie, todo nos sería negado: nos sería negada la felicidad, nos serían negados los sentimientos, la lucidez, el amor, la placidez del alma, el sentido de plenitud, la creatividad, y hasta, en sentido contrario, no existiría la desdicha, ni la melancolía, ni la tristeza. Aquí en la Tierra, si todo fuese exclusivamente una implantación física y biológica, sería siempre todo igual, siempre lo mismo, como el estado de ánimo que puede tener una lombriz o un escarabajo. O la misma falta de perspectiva hacia la plenitud de dicha que posee un crustáceo, que nunca se pregunta para qué está aquí y cuál sería su papel. Tiene que haber algo, porque si el ser humano es capaz de imaginar, de concebir, de construir, de aprender, de destruir, de idealizar la belleza, o imaginar un campo de asombro y placidez, un «más allá» pletórico, algo más completo, más intenso de lo que existe aquí, es porque está capacitado para concebirlo, y lo desea, y si lo desea y es capaz de concebirlo es porque existe o porque puede existir y está reservado para él. Además, por alguna extraña razón se le habrá dotado de esta propiedad. Si el ser humano aspira a una felicidad superior a la que conoce aquí, es porque en este lugar no tiene todo lo que desea; no tiene todo lo que aspiraría a tener. Y, si no, ¿por qué se nos ha dado esa capacidad de sentir, de ambicionar, de evolucionar, de percibir niveles superiores? ¿Es una anomalía mental, un desgraciado gesto de nuestro corazón, un desquiciamiento horroroso de nuestras neuronas, una apetencia trascendental, sin sentido, inexistente, de nuestra alma insatisfecha? Tal vez nuestra existencia se deba a un imperativo evolutivo. ¿Sería posible que nuestro Dios fuera el mismo, de la misma hechura, que el de los primeros habitantes de la Tierra? Ellos eran, probablemente, seres que se asemejaban más unos a otros, con unas reacciones más parecidas, y de una mente más simple, y una misma igualdad entre ellos, y a su Dios no le creaban complicaciones. Mientras nosotros somos más heterogéneos y sofisticados, más complicados, más exigentes, más inconformes, más destructivos, más capaces y creativos, y por esa razón requerimos de un Dios más eficiente, más cercano, e, incluso, más despiadado.
viernes, 30 de mayo de 2014
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