Podría ser que Freud tuviera razón y que el sexo fuera el verdadero incentivo, el motor que impulsa la vida, o el que con más insistencia motiva nuestros actos. Porque, esto es una señal clara: cuando la facultad para desarrollar el ejercicio sexual –es decir, la procreación– se acaba, cuando llega la vejez y el sexo comienza a decaer (bien por imposiciones biológicas, psicológicas, o por ambas), el interés por la vida, el amor hacia ella, se va difuminando: ya no hay afanes, ya no hay futuro, ya no hay pasión, ya no hay enamoramientos. Y es en ese momento cuando uno tiene la sensación de que ha sido utilizado. A veces he escrito que la verdadera necesidad, la única motivación, el verdadero impulso de la Naturaleza es procrear y multiplicar la especie. La razón de este hecho, su significación, se sitúa muy lejos de mi entendimiento (¿por qué razón alguien necesitará a alguien?), pero no hay duda de que esa es la primordial tarea que existe para fomentar la vida. El amor y, como consecuencia, el sexo, es lo que nos impulsa en todas nuestras actividades: vive en nuestro arreglo personal, en el cuidado de nuestro aspecto y nuestra figura, en el afán de progresar en el trabajo, en la adquisición de cultura, en la convivencia, en el deseo de resultar simpático y agradable para atraer al género opuesto, en esa misma presunción de adornar nuestros actos, en el uso de una vestimenta determinada… Detrás de ello, como imposición exigente, solo está el sexo. Puede haber excepciones, lo sé, pero ese afán de destacar en actividades con alto contenido de glamour es definitivo. Eso me produce la impresión de que la existencia de macho-hembra, es decir, la creación de géneros, obedece a un plan trazado por alguien de más arriba. Aun considerando que el creador estuviera sometido a las imposiciones de unas leyes biológicas y químicas (algo que va adherido con la vida y forma parte esencial de ella), impuso que para que arribe un ser vivo clasificado en la especie animal, es necesaria la colaboración de una hembra y un macho. ¿Cómo y por qué? Ya lo dijimos antes y, además, es algo que lo sabemos todos: el varón expide un espermatozoide y la hembra pone en su camino al óvulo para que se fertilice. Es el único camino. No hay otro. Y para que esa acción se realice, ha colocado ante nosotros el cebo, la atracción del placer sexual (llamado también amor en algunas ocasiones…). ¿Has pensado alguna vez que si no fuera por el placer sexual el mundo se habría acabado? Para cumplir ese menester, se dijo el Creador, con un hombre y una mujer basta, y esa podría ser una razón suficiente; pero creo que no es la única. Si partimos de un ser por encima de nosotros (no un ser superior como el que pinta la Biblia, el cual trajo la vida al mundo chasqueando sus dedos mientras pronunciaba el famoso grito de «¡Hágase la luz!») que determinó que nuestra existencia material dependiera de la acción biológica, luego advirtió que en el nuevo ser existían ambiciones espirituales: tenía frente a él a un elemento que era poseedor de una condición mística, que anhelaba cosas, que narraba historias, que se relacionaba con las otras personas, que amaba, que sonreía, que lloraba, que abrazaba… Y ahí es donde el creador se dijo: «Está bien. Démosle un soplo en la frente para que este ser sienta lo que representa la transcendencia de una mirada, el amor, los sentimientos, los complementos de la personalidad, la sublimación de la belleza, la creación conjunta, la pasión del sexo: para eso tiene que existir un hombre y una mujer, desde luego; y no solo para que traigan seres al mundo, sino también para que se complementen y la vida, espléndida y entrañable, gire en torno de ellos, en su acción».
(En la foto, mis tres primeros hijos: Adita, David y Mónica.)
(En la foto, mis tres primeros hijos: Adita, David y Mónica.)
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