viernes, 21 de octubre de 2016

Dios y Richard Dawkins
Bueno, aceptémoslo, es posible que Dios no exista… Que se trate de una burda mentira inventada por aquellos que deseaban dominar al mundo. El infierno, al paraíso, el premio, el castigo, la dicha, la desdicha no reflejan aplicaciones que vengan de nadie… ¿Y a dónde nos lleva todo esto? 
No recuerdo si el texto que antecede lo he escrito yo o lo leí en algún sitio y se quedó grabado en mi coco, pero mío o de otro, la suposición nos atañe a todos, a todos los mortales, porque tan inverosímil es que hayamos sido creados por un Dios como que seamos frutos del azar.  Y lo más duro es que no podamos hallar la respuesta. Esa situación de ignorancia es lo que más me inclina a pensar que por encima de nosotros existe alguien. ¿Que nos ocurriría si encontráramos con certeza que somos fruto de la casualidad? Que caeríamos en la ley del absurdo, en la incomprensión y el desacato, en la burla, en cumplir las leyes solo por miedo al castigo y no porque nos haya sido inculcada como base de nuestro comportamiento. Y si descubriéramos que somos el fruto de un ser que está por encima de nuestras cabezas, un creador, en este mundo donde vivimos se acabaría el progreso, esperaríamos la hora de nuestra muerte adoptando una actitud pasiva con la esperanza de llegar lo antes posible a ese otro mundo que sabemos superior a este.
Ahora, razonemos: la negación acérrima de Dios proviene principalmente de los científicos y yo de los científicos desconfío mucho, aunque para esta desconfianza me base en mi propio criterio y no en mis conocimientos académicos. Ahora mismo acabo de ver un programa dedicado a la ciencia, en un canal de televisión… Y me admiro: cuántas teorías, cuántos principios, cuantas elucubraciones sin base. Nadie habla apoyado por un conocimiento profundo, todo son elucubraciones, posibilidades, mitos, creencias falsas o pretenciosas. Y la única verdad es que no hemos sido puestos aquí con un folleto bajo el brazo donde se explique nuestra utilidad y nuestro manejo. ¿Qué hace un científico en esta época? Trabajar para quien le paga, claro, experimentar, hacer números y fórmulas que nadie entiendo y decir: esto es así porque lo digo yo.
De cualquier forma, a Dios, si existe, le ha de tener sin cuidado que creamos o no en él: ya la vida nos ha dado un sentido del bien y el mal y con eso es suficiente. Lo demás, que creamos o no creamos carece de importancia.

Contemplemos el caso de Richard Dawkins, una especie de fanático de la negación, y, digamos, esa actitud suya le ha producido mucho dinero. Dicho eso, ya no tenemos más que hablar: Richard Dawkins mantiene esa postura para ganar dinero. Yo tampoco creo, pero no lo discuto con nadie, no lo publico y no escribo libros porque prefieren respetar a aquellos que tienen otras creencias. Por otra parte, está muy claro de que RD es un hombre con poca o nada sensibilidad, con ninguna preocupación metafísica porque él va a lo suyo. Me pregunto: ¿Qué diferencia de conocimientos, de posesiones, de cultura hay entre Dawkins y la chica dominicana que viene a limpiar mi apartamento los jueves, y que es casi analfabeta? ¿Cómo a esa chica yo la voy a decir que Dios no existe cuando la idea de Dios y de otra vida le sirven de acicate para soportar esta? Pero, ¿cuál es el mundo de Richard Dawkins? ¿Cómo es su vida? ¿Admira la magnificencia del mundo? ¿Y a quién se lo agradece? ¿Ni por un momento se tambalean sus propósitos? Y es que él no piensa en otra posibilidad porque si pensara en otra el éxito de sus libros bajaría. ¿Es que carece de sensibilidad? Y cuando huele una flor, ¿qué siente? ¿Que relación hay entre esa flor y el Bing-Bang? ¿Ha sido la casualidad la que ha puesto ahí a la flor? No, no, no des tu brazo a torcer pienses lo que pienses o veas lo que veas mantente firme porque si te tambaleas, si se te debilitas tus acciones bajarían el precio…

jueves, 20 de octubre de 2016

Mir recuerdos cuando niño 
El recuerdo que guardo de mí cuando soy un niño se refiere principalmente a que no tengo claro quién soy, ni quién puedo ser, ni cuáles son mis inclinaciones. Me limito a vivir y hacer lo que puedo por resultar simpático y agradar a las personas que me festejan y se ríen conmigo. Puede que haya un momento en el que advierto que formo parte del mundo, que vivo en él, pero en mi concepto se va imponiendo con firmeza que, si bien todo es digno de admiración, también deben  mirarse las cosas, los hechos y las personas con cierto recelo. 
Observo, eso sí, todo a mi alrededor un tanto fascinado, pero sin abandonar la impresión de que la vida que contemplo pertenece a otros, no a mí. Aún así, hay veces que pongo todo mi empeño en aferrarme a ella, en mirarla con sonriente e ingenua ilusión (pero no con una ilusión plena), en infundirme esperanzas asido a un futuro que solo se me presenta en migajas y donde sus promesas no son fijas ni certeras… Por esa razón nunca lo hago con pleno convencimiento o con una ilusión exenta de reservas. Son incontables los inconvenientes que me salen al paso, los cuales van anidando en mi subconsciente y me imponen, quieras o no, su cruda realidad. Las citaré por orden según me van llegando: la ruina que representa nuestro traslado a Madrid cuando apenas tengo tres años; el inicio y permanencia de la guerra civil española con todas sus imposiciones: el hambre permanente, la amenaza sobre nuestras cabezas, los bombardeos del bando contrario que nos obligan a salir corriendo para el refugio o a la estación del metro más próxima, la deserción de mi padre (huyó a México con su secretaria y nos dejó a mi madre y a mis dos hermanas y a mí empantanados), las imposiciones de mis tías y mis abuelos maternos (lo que significaría misas, novenas, comuniones, penitencias, pórtate bien que Dios te está mirando, Purgatorios, Infiernos a todo pasto), los días de colegio interno en un caserón de Burgos cuyo recuerdo aún me hiela la sangre, las enfermedades, la soledad que significó el desmembramiento de la familia, la falta de estabilidad impuesta por los cambios constantes, la sensación de ser un hijo poco amado y escasamente deseado, la dependencia que anula cualquier opinión que provenga de mí, el continuo estado «sufridor» de mi madre y sus empleos precarios que nos obligan a vivir en una especie de «miseria decorosa»… Es decir, puro maltrato emocional y físico hasta cumplidos los 14 años. ¡Ah! Y dentro de esta clima, cero escuelas, lo que significa cero universidad… A partir de ahí, mi primer trabajo (de mensajero repartidor de cartas y paquetes por todo Madrid montado en una bicicleta), y el regreso de mi padre, lo que significa el hundimiento definitivo de mi persona. 
Ya tengo 17 años y emprendo el intento fallido de ser marino mercante, lo que, debido a las imposibilidades «académicas» que representa, me conduce a un servicio militar en la marina plagado de contratiempos y accidentes (me costó lo indecible aceptar una vida consistente en obediencia ciega e indiscutibles y burdas órdenes militares). 
Después, el regreso a casa sin oficio, sin ideas, sin ambiciones, sin amor y pelado al cero (lo cual entonces era un signo vergonzante).
Ahí fue cuando conocí a Angelina.

miércoles, 19 de octubre de 2016


Dios y Richard Dawkins
Bueno, aceptémoslo, es posible que Dios no exista… Que se trate de una burda mentira inventada por aquellos que deseaban dominar al mundo. El infierno, al paraíso, el premio, el castigo, la dicha, la desdicha no reflejan aplicaciones que vengan de nadie… ¿Y a dónde nos lleva todo esto? 
No recuerdo si el texto que antecede lo he escrito yo o lo leí en algún sitio y se quedó grabado en mi coco, pero mío o de otro, la suposición nos atañe a todos, a todos los mortales, porque tan inverosímil es que hayamos sido creados por un Dios como que seamos frutos del azar.  Y lo más duro es que no podamos hallar la respuesta. Esa situación de ignorancia es lo que más me inclina a pensar que por encima de nosotros existe alguien. ¿Que nos ocurriría si encontráramos con certeza que somos fruto de la casualidad? Que caeríamos en la ley del absurdo, en la incomprensión y el desacato, en la burla, en cumplir las leyes solo por miedo al castigo y no porque nos haya sido inculcada como base de nuestro comportamiento. Y si descubriéramos que somos el fruto de un ser que está por encima de nuestras cabezas, un creador, en este mundo donde vivimos se acabaría el progreso, esperaríamos la hora de nuestra muerte adoptando una actitud pasiva con la esperanza de llegar lo antes posible a ese otro mundo que sabemos superior a este.
Ahora, razonemos: la negación acérrima de Dios proviene principalmente de los científicos y yo de los científicos desconfío mucho, aunque para esta desconfianza me base en mi propio criterio y no en mis conocimientos académicos. Ahora mismo acabo de ver un programa dedicado a la ciencia, en un canal de televisión… Y me admiro: cuántas teorías, cuántos principios, cuantas elucubraciones sin base. Nadie habla apoyado por un conocimiento profundo, todo son elucubraciones, posibilidades, mitos, creencias falsas o pretenciosas. Y la única verdad es que no hemos sido puestos aquí con un folleto bajo el brazo donde se explique nuestra utilidad y nuestro manejo. ¿Qué hace un científico en esta época? Trabajar para quien le paga, claro, experimentar, hacer números y fórmulas que nadie entiendo y decir: esto es así porque lo digo yo.
De cualquier forma, a Dios, si existe, le ha de tener sin cuidado que creamos o no en él: ya la vida nos ha dado un sentido del bien y el mal y con eso es suficiente. Lo demás, que creamos o no creamos carece de importancia.
Contemplemos el caso de Richard Dawkins, una especie de fanático de la negación, y, digamos, esa actitud suya le ha producido mucho dinero. Dicho eso, ya no tenemos más que hablar: Richard Dawkins mantiene esa postura para ganar dinero. Yo tampoco creo, pero no lo discuto con nadie, no lo publico y no escribo libros porque prefieren respetar a aquellos que tienen otras creencias. Por otra parte, está muy claro de que RD es un hombre con poca o nada sensibilidad, con ninguna preocupación metafísica porque él va a lo suyo. Me pregunto: ¿Qué diferencia de conocimientos, de posesiones, de cultura hay entre Dawkins y la chica dominicana que viene a limpiar mi apartamento los jueves, y que es casi analfabeta? ¿Cómo a esa chica yo la voy a decir que Dios no existe cuando la idea de Dios y de otra vida le sirven de acicate para soportar esta? Pero, ¿cuál es el mundo de Richard Dawkins? ¿Cómo es su vida? ¿Admira la magnificencia del mundo? ¿Y a quién se lo agradece? ¿Ni por un momento se tambalean sus propósitos? Y es que él no piensa en otra posibilidad porque si pensara en otra el éxito de sus libros bajaría. ¿Es que carece de sensibilidad? Y cuando huele una flor, ¿qué siente? ¿Que relación hay entre esa flor y el Bing-Bang? ¿Ha sido la casualidad la que ha puesto ahí a la flor? No, no, no des tu brazo a torcer pienses lo que pienses o veas lo que veas mantente firme porque si te tambaleas, si se te debilitas tus acciones bajarían el precio…

martes, 4 de octubre de 2016


Una evolución con significado…
¿Es la muerte un hecho físico y definitivo, o sea, terminal, sin prolongación alguna? Me estoy preguntando que si la muerte es el final-final y, en realidad, no se dispone de un más allá trascendente… ¿O es un principio, un modo de producir el nacimiento de los espíritus que serían algo así como las hormonas o las células que sostienen al Universo? La verdad es que no sé si ahora, a mi edad avanzada, me dedico a buscar razones que me consuelen y atenúen un tanto lo terrible de esa idea de la exterminación definitiva, tratando de que la muerta se convierta en algo más llevadero, menos truculento, más de signo metafísico. El otro día, en contra de mis razones, me dio por pensar que pudiera ser que la vida, el universo, necesitara a los seres humanos para que éstos fueran las estructuras básicas requeridas para producir espíritus, que, a su vez, vendrían a ser lo verdaderamente valioso, el prototipo, algo así como el combustible necesario para que la vida, el cosmos, funcione. Y, en ese caso, para que nazca un espíritu sería necesario partir de estructuras físicas, de un cuerpo con los elementos para producir esas estructuras requeridas… Esa sería la razón de nuestra existencia en la Tierra y en otros planetas habitados… Es decir, nosotros seríamos algo así como los productores de los espíritus. Después de pensar semejante cosa, me quedé muy tranquilo, con una cara beatífica, diciéndome a mi mismo: «¡Acabo de aclarar el misterio!». Pero, claro, esto no pasa de ser un subterfugio, una forma de engañarme a mí mismo, de darme una esperanza que me alivie de la angustia de un final definitivo, sin remisión, como supongo que ha de ser la muerte. Claro, que si se piensa bien, una estructura como la nuestra, entrañada en una composición biológica, mezclado con potingues químicos y piezas hormonales, con estructuras físicas y funcionales, si lo vemos fríamente, desposeídos de mitos y desechando la imaginación calenturienta, no encontramos una explicación y nos enajenamos al pensar que no respondemos a una necesidad determinada. Si la presencia de unos seres humanos, con cerebro, con facultad de hablar y de apreciar las estructuras físicas y adaptar la vida a sus modos, no pueden carecer de un fin ni poner en duda las razones de la creación, sean cuales sean. Los animales actúan por instinto: saben lo que tienen que hacer sin necesidad de detenerse a pensar (al menos eso creo), mientras que el ser humano, con su facultad de decidir las cosas, de caminar de un lado para el otro, de sentir placer por la música y por el arte, de valerse de unas manos combinadas con el pensamiento y con la facultad de hacer diferentes cosas, además de poseer unos sentimientos y recabar unas exigencias de la vida (lo que influye en la evolución), con su habilidad para leer e inventar y desear cosas mejores, si no tienen ningún significado, que me devuelvan a la fabrica y sustituyan mi cerebro por un corcho… Pero algo, además de traer seres al mundo, tenemos que significar. Y conste: la idea de la muerte no une asusta. Lo que me asusta y me decepciona es la inutilidad.

martes, 20 de septiembre de 2016










El sobrecogimiento de la vida
Por más que se insista en negar; por más que algunos científicos se empeñen en ignorarlo o lo atribuyan a una imposible casualidad, el mundo, el universo, la vida de los seres está envuelta en el misterio y parece desarrollarse con un propósito. Esa deslumbrante sintonía entre los elementos que forman el orbe; esa armonía de las piezas, esa solvencia en una convención para producir vida y hacer que la advirtamos, la pensemos, la disfrutemos y que, en muchos casos, la cambiemos o la distraigamos de su función natural, mi mente se niega a admitir que pueda ser un producto casual. En este sector que habitamos nosotros y que denominamos Tierra, pueden surgir algunos contratiempos, varias descalificaciones, pero no es culpa de la Naturaleza, sino del ser humano que, dentro de sus funciones, ha sido dotado de libertad de acción, con algunas dosis de intrepidez y, con ello, hemos ocasionado la polución, el desconcierto estructural, la desertización de los suelos, la modificación de las leyes universales… Pero, aún así, contra viento y marea, nos hemos ido adaptando y creo que la Naturaleza misma se ha ido adaptando a nosotros, soportándonos con con resignación. Estas conclusiones me llevan a pensar que, por encima de nuestras cabezas, sí parece haber una intención, una especie de disposición general, una razón de ser. Ignoro si se trata de la recreación de un dios o de unos seres muy superiores a nosotros porque solo tenemos noción de lo que está a nuestro alcance, de nuestro círculo más inmediato, pero ¿qué habrá después, en esos ámbitos del infinito que ni tan siquiera podemos imaginar? Atribuirlo todo a la acción de un Dios, es una idea que se escapa de mi entendimiento. Yo a Dios no puedo concebirlo ni razonarlo. Pertenece a una dimensión demasiado inmensa que mi cerebro no es capaz de asimilar (y a mí siempre me es urgente buscarle una explicación a todo) y, si se trata de un dios, no logro captar sus motivaciones, ni entiendo sus objetivos, y ni tan siquiera capto la razón de su presencia. Es más, si creyera en él me sentiría sobrecogido porque –como dijo Clarice Lispector– «él es demasiado total para mi tamaño; es un silencio tan enorme que me sobrecoge». 
Porque, dígame: ¿sabrán nuestras neuronas que trabajan para nosotros y que organizan nuestro pensamiento y nuestra acción o actuarán instintivamente, como una acción impulsada porque la Naturaleza así lo tiene dispuesto? ¿Sabe mi corazón que con sus latidos me activa la vida? ¿Sabe mi hígado que cuando limpia mi sangre me está proporcionando la existencia? ¿Conoce a quien sirve y por qué lo hace? ¿Sabe que regula los niveles de mis sustancias químicas y que si no fuera por esa regulación, me sería negada la posibilidad de vivir? ¿Sabe que descompone o asimila las sustancias nocivas que circulan por mi corriente sanguínea? ¿Quién le ha insuflado ese poder, quién le ha dado la orden de que cumpla con semejante misión? Y, sin embargo, dada la complicada formación de todos los elementos que componen nuestro ser así como la sintonía que hay entre unos y otros, es negado que seamos el producto de un milagro. Un milagro no requeriría de tantas piezas ni de la cantidad de estructuras vitales que parecen como «parches» superpuestos para facilitarnos la vida y el funcionamiento general habilitado en una sucesión de dependencias. Pero, nos acogemos a lo que decía Pascal: «El hombre es por igual incapaz de ver la nada de la que surge y el infinito que lo engulle».
Qué incierto es todo y, sin embargo, ¿de donde nos viene ese orden, esa conjunción de elementos que, al profundizar en ellos, hacen que uno no pueda evitar sentirse pletórico y al mismo tiempo aterrado?

domingo, 28 de agosto de 2016


Añoranza del ayer 
Hay veces que añoro ese mundo enclavado en la etapa intermedia de la civilización, un mundo donde la gente sentía cierto temor de las brujas, de los espíritus malignos y de los duendes; un mundo donde «ocurrían» los milagros que casi significaban una forma de vida o una forma de resolver los problemas. Era un mundo donde uno se cuidaba de no cometer pecados porque, si los cometía, se haría acreedor al Infierno o al Purgatorio. Cuando se regulaban las vidas gracias a las supersticiones, a los mitos; cuando se adoraba a un Dios cuya presencia nunca se osaba poner en duda porque Él era considerado como la base de la vida y quien otorgaba los premios o los castigos futuros o le «engatusaba» a uno con la posibilidad de convertirse en una especie de niño angelical que revoloteaba con sus alitas doradas adosadas a la espalda y con una sonrisa beatífica. Cuando este Dios era el preceptor del universo, el que todo lo sabía, el que premiaba lo bueno y reprimía lo malo. Era la época de cuando uno intentaba portarse bien porque Dios «lo estaba mirando». Me asustaba su mirada, pero, al mismo tiempo, me complacía el hecho de que todo un Dios Omnipotente me estuviera observando… Era un mundo simple, sin complicaciones metafísicas, sin dudas filosóficas, sin imposiciones científicas, sin física cuántica ni acelerador de partículas, ni vacunas contra el cáncer. Era un mundo definido por las buenas o malas acciones, o sea, cuando no se dudaba que Dios nos había puesto aquí y no se ponía en tela de juicio ningún signo de la creación ni se pensaba que éramos fruto de la casualidad, o de una explosión universal sin fuste, o de un Big-Bang colosal que solo con pensarlo uno ya se siente estremecido. Admiro y sueño con la etapa de los dólmenes y menhires, cuando los ciudadanos eran más ingenuos y recurrían a la danza y a la música para adorar a su dios, cuando la gente confiaba sus quebrantos a un Creador acomodado a sus necesidades, cuando todas las frustraciones o las dudas sobre el futuro se ponían en sus manos a la espera de que un milagro les restituiría la felicidad, y no tenían ninguna duda respecto a que ese dios les podía conceder lo que se le pedía, y si no él mismo, en su lugar, sus «secretarios» como la Virgen María y San José, o los numerosos santos protectores y con distintas especialidades, o el niño Jesús, un niño que nunca crecía y que cada año volvía a nacer y que se le cantaban villancicos llenos de esperanza, ingenuidad y buenas maneras. Era un mundo fantástico aquel: el mundo de los mitos, el de las ilusiones, el de los juegos inocentes como a «tú la llevas» y no ese extraño Pokemon de ahora… Era un mundo que sí, presentaba dificultades, más que el de ahora o de otro estilo, pero con el añadido de que se podían resolver con la ayuda divina; no como el de hoy, plagado de manjares, de vitaminas, de calcio, de drogas, de teléfonos celulares y realidades virtuales. Era entonces cuando existían las meriendas a base de leche frita y no las que nos recomienda McDonald que es quien ahora decide en qué han de consistir mis alimentos. Un mundo donde las supersticiones formaban parte de la vida, donde los Signos del Zodíaco tenían un significado y consolaban y llenaban de esperanza y producían ilusión o preocupación; donde los seres se preocupaban de hacer méritos dentro de la sociedad con el fin de ganarse el cielo. Era cuando había confianza en que nuestros difuntos estaban ahí, protegiéndonos y procurando nuestra propia salvación en la hora de nuestra muerte. Hoy nos hemos quedado solos, sin compañía, sin nadie que nos eche una mano, sin serafines y sin esperanza. Antes uno no tenía que preguntarse para qué se vivía, y hoy sí, hoy nos lo preguntamos en todo momento y no encontramos una respuesta. 

martes, 9 de agosto de 2016

La vida es agreste y complicada
Cuando profundizamos en la vida; cuando advertimos su complicada y heterogénea composición, en cualquiera de sus facetas, lo mismo si son biológicas que espirituales, o, sin ir más lejos, en los registros del comportamiento, o en las funciones donde nuestra mente nos dirige, no podemos por menos que sentir un estremecedor asombro, una fascinación y una turbación temblorosa. Los seres humanos respondemos a disposiciones universales que no son fáciles de asimilar y que, la mayoría de ellas, no son entendidas porque permanecen fuera de nuestro alcance aunque sean las que nos construyen, las que nos dan la vida, las que motivan nuestro comportamiento, las que aportan nuestras estructuras de arrancada, las físicas y las espirituales, las que nos hacen así, tal como somos. Es incuestionable que dependemos de las posibilidades económicas, de las educativas y las sociales, así como —es conveniente decirlo y, lo aseguro, no hay en mí una pizca de racismo— de las geográficas puesto que depende del lugar donde hayamos nacido y nos hayamos educado para que nuestra personalidad sea de una manera o de otra. Las influencias construyen nuestro carácter, lo conveniente de adaptarnos a las costumbres, que son las que hacen de nosotros un sujeto de determinados modos y necesidades, y que nos comprometen con doctrinas y estructuras sociales: en definitiva, las que nos endosan el «manual de comportamiento»; pero, por otra parte,  están nuestras disquisiciones, nuestros desencantos, aquello que fuerza nuestras acciones queramos o no y que muchas veces viene a representar nuestras desventuras, nuestra ansiedad por conquistar lo que no podemos y que, en infinidad de casos, no nos es posible variar. En lo personal, siempre trato de construirme a mí mismo, de inventarme quién soy y cómo debo vivir mi vida. En general trato de adoptarme a unas normas morales que no tienen nada que ver con los mandamientos de la ley de Dios ni con las doctrinas «justicieras». En la primera se contempla la norma de «no matar» como base principal. Y a mí no me cuesta nada cumplir este mandato, porque el hecho de que yo no mate a nadie no es por cumplir el primer mandamiento o por atenerme a las imposiciones de la ley, si no que es algo natural en mí y, como digo, no me cuesta nada cumplirlo. Yo no podría matar a otra persona, así: desenvainar un cuchillo y clavárselo a alguien, o meter un tiro en la cabeza a un semejante… Se trata de unos principios naturales en mí y no porque me hayan enseñado que matar es malo. A veces me comparo con un asesino sanguinario y me pregunto: ¿es posible que ambos seamos seres humanos y que los dos tengamos una mente, un corazón y unos sentimientos que nos asemejan biológicamente? Para no matar yo además de no necesitar un mandamiento de la ley de Dios tampoco me retienen las amenazas de la ley. No sé lo que haría en un caso extremo, cuando me enfrentara con alguien que sé que me va a matar a mí… Tal vez ahí no se trata de conceptos ni sentimientos: simplemente son instintos que me impulsan a defenderme. Pero, de ese hecho no puedo hablar porque en mi vida nunca me he enfrentado a un caso semejante. Así que vuelvo a la raíz para hacerme la pregunta: ¿qué diferencia puede haber entre el que mata por matar y yo? ¿Se trata de seres humanos de la misma naturaleza? ¿Cómo será que la Naturaleza no nos distingue aunque sea ella quien nos ha parido? A no ser que para que el mundo se desenvuelva como es debido, sea necesario que haya uno que mata y otro que no…  Tal vez el mal y el bien son necesarios para que el mundo progrese… No encuentro otra explicación.

jueves, 21 de julio de 2016


Danzando al son de la vida
¿Es la muerte un hecho físico y definitivo, o sea, ahí se acaba todo, se termina; quiero decir, que uno, después de «diñarla», ya no dispone de ningún más allá que le prolongue sus sentimientos y su deseo de chacharear y comer chocolate? ¿O esto de aquí es un principio, un medio, una estructura apta para colaborar en la obtención de entes espirituales? La verdad es que no sé si ahora, a mi edad avanzada, ando buscando razones para atenuar esa fase terrible de finalización física, de su exterminio definitivo y convertir los hechos en algo más soportable, menos truculento, más de carácter conceptual y hasta divertido. El otro día, en contra de mis criterios materialistas, me dio por pensar que pudiera ocurrir que la vida, el universo, necesitara a los seres humanos de forma que éstos constituyeran las estructuras básicas requeridas para producir espíritus, que vendrían a ser lo verdaderamente valioso y necesario, la fabricación de prototipos, o sea, algo así como el combustible necesario para que la vida funcione. Aclaremos: mi ocurrencia consistía en que para construir un espíritu era necesario partir de estructuras físicas, de cuerpos biológicos, y eso vendría a ser la razón de nuestra existencia en la Tierra y en otros planetas que pudieran estar habitados… De nosotros, los humanos, se obtendrían los espíritus necesarios para las energías, la esencia impulsora y hasta la intelectual. Después de pensar semejante cosa, me quedé tan tranquilo y, además, me vino la sensación de ser importante al descubrir el sentido de la vida. Así que puse una cara de beatífico entendido diciéndome a mi mismo: «¡Acabo de aclarar el misterio!». Pero, claro, esto no pasaba de ser un subterfugio, una forma momentánea de engañarme, de darme una esperanza carente de sentido, de aliviar en cierta medida esa angustia ocasionada por un final inapelable, sin remisión ni vuelta de hoja como es la muerte. Claro, que si se piensa bien, una estructura como la nuestra, entrañada en complicadas composiciones biológicas, mezcladas y combinadas con potingues químicos, viscosos y hormonales, y otras estructuras físicas y funcionales, si lo analizamos fríamente, desposeídos de mitos e imaginación calenturienta, no encontramos una explicación válida y se enajena nuestra mente al pensar que no respondemos a una necesidad concreta. Si la presencia de unos seres humanos, con cerebro, con facultad de hablar y de apreciar las estructuras físicas adaptándolas a nuestros modos, carecen de un fin y ponen en duda las razones de la creación, sean las que sean las que forman este tinglado inútil, eso desconcierta a cualquiera. Los animales actúan por instinto: saben lo que tienen que hacer sin necesidad de detenerse a pensar (al menos eso creo), mientras que el ser humano, con su facultad de decidir las cosas, con la facilidad de caminar de un lado para el otro, de sentir placer por la música y por el arte, de valerse de sus manos combinadas con su pensamiento para realizar infinidad de cosas, y de poseer unos sentimientos o recabar unas exigencias a la vida (lo cual influye en la evolución), además de su habilidad para leer, para inventar y desear cosas mejores y hacer que la vida se vaya construyendo, no tendrían explicación y harían que la vida resulte un timo.

lunes, 11 de julio de 2016


Necesidad de «convivencia»
Qué lío, qué situación tan dramática y descentrada se vive hoy en España y, sí, advertimos que también en el mundo… Me recuerda a los días anteriores de la guerra civil. Mires para donde mires, todo se presenta decadente. Hablar todos hablan, todos alegan, pero es para echar las culpas al vecino: «Yo no, ni los míos. Son los vuestros: los tuyos… Pero los míos no». A veces se usan los insultos para describir lo que hacen otros cuando es lo mismo que yo hago. Los más preocupante es que no existe un propósito verdadero para arreglar las cosas. Digámoslo de una vez: no hay un interés firme en solucionar los problemas, tanto los filosóficos como los materiales, porque hoy la vida está absolutamente sometida a intereses. Pudiera ser por aquello de que «a río revuelto, ganancia de pescadores», porque de los grandes capitales todo se puede esperar. Pero el caso es que la barbaridad comienza a ser una costumbre, una banalidad, algo de todos los días, un tema que forma parte de nuestras vidas. Ni tan siquiera se ve venir la hecatombe y si se ve venir, se contempla con cierto desdén. Hoy nadie se asombra por la muerte de inocentes… Cuando ocurre un desastre (como el de la discoteca de Orlando), se hacen unas carantoñas, se prenden unos pequeños cirios, se traen unas flores y después seguimos viviendo, dedicados a ver el fútbol que es lo que levanta pasiones, desarrollo emocional y quita las preocupaciones de la cabeza (aunque, cuando pierde mi equipo, me vienen otras). Ignoro si son los años los que contribuyen a que me esté volviendo trágico, angustioso y un tanto avinagrado. Receptor acuciado de lo perverso. Yo comento algunos de estos horrores con mis hijos (cada vez lo hago menos) y ellos me miran con una sonrisa de conmiseración: solo les falta decir, «Estos viejos solo piensan que todo se nos viene encima, que todo son calamidades…». Y luego me quedo callado, porque si comienzo a echar mano de las historias del pasado, me dicen: «Otro día me lo cuentas; es que ahora tengo que ir a…»  Y es que esto de terminar la vida bajo la versión de viejo es un desastre, una aberración, no pasa de ser otro de los grandes errores de la naturaleza. Pienso que yo no sé si la vida debe funcionar mediante un método determinado, pero, desde luego, no creo que sea este y ni tan siquiera parecido… O sí, porque todas las culturas por las que hemos pasado en la historia humana siempre han perecido con un desastre final. Vean a los egipcios, a los griegos, a los hititas, a los romanos, al Imperio Bizantino, a las grandes corrientes comunistas, al nazismo de Hitler, y a tantas filosofías explicativas… Yo, tal vez debido a mis años, creo que existe una falta de criterio práctico, una descompensación general, un desequilibrio entre la ambición y la mesura, y una disminución de los principios éticos. Nos falta, eso es verdad, alguien que nos diga cómo tiene que ser la vida… Pero mi asunto más preocupante es que esta especie de delirio sigue avanzado y parece  que aumenta en la medida que el tiempo transcurre.
Habría que determinar si en realidad existe la ética como regla natural o es solo una figura impuesta por las leyes humanas buscando la conveniencia social. La gran duda es si se trata de una fuerza natural, es decir, si tanto esta norma como las otras reglas que existen en la legislación humana han sido impuestas por un ser supremo o se han ido imponiendo entre los humanos por las necesidades de convivencia y para evitar que vayamos cada uno de por nuestro lado, ajenos a leyes y principios…

jueves, 9 de junio de 2016



Senderos de la vida
De cualquier manera yo, ahora, a mi edad (el 22 de este mes cumpliré 84 años), busco una definición de la vida: una razón, un motivo, un concepto que justifique mi presencia y que me traiga la calma espiritual; pero, en los caminos de esa búsqueda, se niega mi mente a asimilar la idea de que nos debemos a un caos fortuito o casual: un hecho de ese genero no entra en mi mollera por más que venga refrendado por una legión de científicos. Con semejante teoría esos sabios negados solo demuestran no poseer imaginación ni sensibilidad, ni ser capaces de asimilar funciones ambiguas: ellos solo se atienen a lo demostrado por el camino de la ciencia. Es increíble que haya tantos seres que no se cuestionen la existencia, sobre todo entre gente preparada y de pensamiento elevado. Solamente entre los creyentes, o en las religiones, en los que creen en un dios omnipotente se disimula tal dilema. No obstante, con dios o sin él, existen muchas muestras no científicas en la vida en las que se puede contemplar que tras de ellas existe una intención clara de crear vida o de ser propicia al menos para pensarse, y las intenciones no se crean por casualidad. Me refiero a la reproducción de seres con el elevado número de complicadas funciones físicas y espirituales que se ponen en juego. Me refiero a la presencia de un planeta como el nuestro que permanece rodeado de una profusión de pedruscos sin vida y sin funciones específicas. Hace poco leía un libro científico donde se decía que vivimos de milagro: habitamos dentro de un conjunto espacial que se sostiene y da vida de una forma poco científica, amenazado por un sin fin de agresiones físicas, como las grandes oleadas magnéticas y destructivas procedentes del sol (paradójicamente, porque, al mismo tiempo, el sol es el que nos da la vida…), o la lluvia de meteoritos, o los agujeros negros, o la ausencia de agua tan normal en otros cuerpos celestes, o la existencia inalterable de la gravedad que es la que nos sostiene y la que mueve el orbe, o el sentimiento constructivo y el rechazo de la maldad dentro de nuestros haberes morales. O el ingenio para producir vehículos, puentes, alimentos, o embelesarnos con la música y con el arte, funciones todas ellas dirigidas a la vida… Eso no se reproduce por los medios de la ciencia. 
¿Y entonces qué? Porque la idea de los creyentes (y no trato de echarla abajo, que conste. ¡Ojalá fuera yo uno de ellos!), de un Dios misericordioso, un Cristo hijo de Dios, que vino a la Tierra para «salvarnos» (¿salvarnos de qué?) y para transmitir «la verdad» aunque esa verdad les llegue solo a unos pocos elegidos es una idea absolutamente ingenua, infantil, falta de consistencia y solidez mental. ¿Habrá algo más incongruente que un Dios que nos vigila uno por uno durante la noche y el día y que nuestras actos los anota en una libreta con el fin de castigarnos? 
Hoy Dios se ha convertido en un medio de vida tanto para los que creen en él y tratan de difundirlo mediante puestos eclesiásticos y recibiendo grandes colaboraciones económicas de los acólitos, como para los que no creen pero que gracias a su actitud negativa se llenan los bolsillos mediante libros, cargos en universidades y manifestaciones públicas.

Lo mejor sería vigilar el comportamiento de uno y quedarse a la espera de ver en qué acaba todo: ¿con la muerte se termina todo o existe una extraña linea de prolongación? Ese es el dilema. En mi caso, vigilo mi comportamiento mientras de mi mente no se desprende el espíritu  mi esposa (muerta hace años). Dentro de mi corazón y de mi sentimiento (es una contradicción que no tiene cabida en mi forma de pensar) la siento a ella y siento que me alimenta espiritualmente. Solamente ella es quien me sugiere una esperanza y hace que mi función no decaiga. Y es curioso: ahora, después de que han pasado varios años, la voy descubriendo con mayor intensidad que cuando vivía junto a mí. A veces de tanto pensarla llego a sentirla, y me hace admitir (aunque sea a regañadientes) de que existe algo que late tras la vida regular. Con «su presencia» me obliga a sentir que está en alguna parte o que no se ha marchado del todo. Es muy, muy intensa la forma como se ha introducidos en mi… Mada Carreño, escritora y segunda esposa de mi padre, a la que me unió una buena amistad, cuando murió mi mujer me escribió una carta donde me decía:  «…me parece imposible que aquellos a quienes amamos desaparezcan para siempre; algún arreglo debe  haber por ahí  para que nos encontremos cuando pasemos al otro lado. Ni el amor ni el espíritu son cosas que puedan disolverse. Nada sabemos, pero es imposible  que esta inmensa lógica en que estamos envueltos no tenga sentido…»

domingo, 29 de mayo de 2016


La vida complicada y la sencilla
De todos modos, amor, la vida, además de intangible en su esencia, es indescriptible si consideramos sus propósitos morales o fácticos, lo mismo si nos referimos a su razón de ser que a la necesidad de nuestra presencia. Por tal razón, en el pensamiento humano, tan amplio y diverso, tan ampuloso y exigente, se nos presenta como una consecuencia de infinidad de propósitos tanto físicos como espirituales. Se podría llegar a determinar que nosotros, los seres, somos una consecuencia de este planeta, dadas sus características para la habitabilidad, o que ella, la Tierra, es una consecuencia de nosotros, es decir, si nos trajo al mundo un creador, tuvo que dotarnos al mismo tiempo de un medio donde pudriéramos habitar y donde pudiéramos sentirnos necesarios. Claro, habría que llegar a pensar que el ser escurridizo que nos ha creado nos necesita para su propio sustento o puede que para dotar de sentido a su presencia y que, por la razón que sea, requiere que sus propósitos permanezcan ocultos o desconocidos para nosotros, que, en realidad, solo somos «peones de brega». Acercándome a la verdad, te diré que yo no me he quitado la vida por respeto a ti, porque sé que esa es una acción que no entra en tus contenidos morales o en tus sentimientos, pero debo decirte que sin ti se me hace muy problemático e insoportable  vivir, que la vida me resulta muy difícil de soportar. Entiéndelo: los humanos tenemos que actuar impulsados por un propósito, por un sentimiento, y yo ya no tengo ninguno o son menos notables; está claro que estoy de sobra, sin motivo, sin causa o razón y que mis propias facultades están en disminución. Ahora, a estas alturas, vengo a adivinar que la vida es otra o es ninguna, y no la que yo presentí en el pasado, en mis años de juventud y en mi etapa de participante. Solo para aquellos que comienzan o los que están en el camino la vida tiene un significado, un sentido, una razón de ser. Yo, ahora, a mi edad, dentro de la escasez de posibilidades que la vida me entrega, hago lo posible a pesar de toda la dificultad del mundo, por encontrarme conmigo mismo…, pero cada vez me siento más ajeno, más desconocido para mí y sin importancia para los demás, y falto de implicaciones. He caído en la etapa de la pesadez que me produce mi desinterés o la indiferencia de los demás. En el sentido de lo invisible. Me he convertido en ninguno o me estoy convirtiendo en nada en pasos agigantados. Además, me retrae la futilidad de mis actos: la poca importancia de lo que hice emperrado en llegar sin saber bien adónde. Tú eras más consciente que yo, más juiciosa, mucho más moderada, por esa razón la vida para ti era más llevadera.

viernes, 13 de mayo de 2016


Normas del más allá
Hemos de considerar que si bien la vida se atiene a normas de comportamiento exigidas por la ley (las cuales, gusten o no, deben ser aceptadas por todos los ciudadanos), en segundo plano y no de una forma generalizada ni observada con la misma intensidad por todos, arraigan en nosotros las formas morales. Este modo ético o virtuoso pudiera ser más importante que el sometido por la ley. Primero por la aceptación libre de sus contenidos y, segundo, porque procede de nuestra propia conciencia y sensibilidad. Además, tiene varias representaciones paralelas, varias acepciones entre las que se encuentran la imaginación, el sentimiento y la pasión. Relacionadas siempre, desde luego, con nuestra educación y nuestra cultura. Yo soy viudo y, para respetar el estado en el que me ha sumido la vida sin yo desearlo, vivo solo y dedicado a la única mujer que fue mi compañera durante más de 45 años. De ella quiero hablar en este blog porque de ella obtuve muchas de mis normas. Nuestro conocimiento recíproco, nuestra afinidad, el placer íntimo que nos revestía, unido a las sonrisas de ella y la mirada de sus ojos, hacen que no pueda ni intentar compartir mi vida con otra mujer. Sería como volver a empezar, y eso es imposible… Creo que el amor consiste en eso: dos personas, generalmente mujer y hombre, llegan a conocerse profundamente después de un tiempo juntos y acaban por ser cómplices en todo. Yo ahora la veo a ella (con la imaginación, claro), la experimento, la siento cerca de mí. No soy creyente, pero no busco una explicación científica a su presencia, a algo tan palpable, a su presencia en mi vida, a los pequeños «milagros» que produce nuestra proximidad espiritual, aunque pudiera ser que no pasara de un efecto psicológico. Pero, psicológico o verdadero, bienvenido sea. Y lo curioso es que ahora, cuanto más tiempo pasa desde su muerte, más acompañado por ella me voy sintiendo. Aunque, por favor: no me pidan explicaciones ni sonrían de una forma conmiserativa al leer esto. Yo la siento muy unida a mí, protectora, acaparadora de mi corazón, e impulsora de mis actos. Aunque de por sí tengo una personalidad poco común, ella siempre accede y toma posesión de mi mente y me presenta las cosas como una «incógnita razonable». Soy agnóstico, repito, porque mi fuerte función de razonamiento siempre me sale al paso en el momento que aplico mis conceptos no tangibles: pero ella se las ingenia para introducirse entre mis neuronas; para estrujar mi corazón, y para mirarme algunas veces con cierta ironía comprensiva. En vida de ella yo la consideraba el prototipo del ser humano, la representante por excelencia: creía en Dios sin exageraciones ni complicaciones metafísicas, y sin estridencias ni lanzamiento de fuegos artificiales; era compasiva, amable, dulce; disfrutaba de las pequeñas cosas, de la naturaleza; se interesaba por el estado de los demás, amaba a los animales y le gustaba caminar descalza por la playa… Y, sobre todo, no tenía complicaciones metafísicas. Yo creo que ese es el punto fiel de la vida, el intermedio: trabajas, atiendes a los tuyos, te llevas bien con tus vecinos, aspiras a progresar física y económicamente, regulas tu comportamiento y no te devanas la sesera queriendo penetrar en lo imposible. ¡Ah, si yo fuera así! Pero, qué va… Tengo complicaciones debido a mis exigencias intelectuales, soy de temperamento disconforme, un tanto atormentado, embarrado por ideas que no tienen solución. Menos mal que conté con Angelina, que supo soportar mis veleidades, mis cambios de dirección, mi búsqueda de imposibles. La echo mucho de menos. Añoro sus «¡Pero cariño…!» suaves y pacificadores, envolventes, que me dejaban pensando y me reconciliaban con los momentos y las cosas. Lo que no me explico bien es que cómo una mujer como ella pudo soportar a un hombre como yo. Y encima, solía manifestarme con cierta frecuencia que se sentía feliz a mi lado, que yo la entendía y que yo contribuía a que ella interpretara las cosas con mayor cordura y que se interesara por temas por los que antes no sentía interés. Además de que entre los dos habíamos traído seis seres al mundo… Una colaboración perfecta. Yo creo que le debo mucho más a ella que ella a mí. La debo, sobre todo, que me sacara de la nube y me bajara a la tierra; que me contagiara su ternura, y que valorara con total intensidad lo importante que puede ser una mujer al lado de un hombre…

viernes, 29 de abril de 2016



Primero disparo y luego pregunto
Teniendo en cuenta mi viudedad y los 84 años que tengo a la espalda, dentro de esta vida quieta, deliberadamente aburrida, en retiro permanente, desprovista de encantos, de fragancias femeninas y complacencias mundanas por donde me suelo mover, entretengo, calmo mis ansiedades, las sostengo, puede que las multiplique, entrando a menudo en mi ser interior y analizando mis fundamentos y tendencias, además de luchar contra los demonios que me habitan. Ante tal exploración, trato de ser todo lo diligente y sincero conmigo mismo que mi constitución mental me permite abarcar, aunque no sé con certeza dónde intento llegar o qué es lo que me preocupa de mis dispares comportamientos, como no sea que ande emperrado en la reconstrucción de mi maltrecho sentir o en el intento de aligerar mis fijaciones o modificarlas. Pero, no obstante la confusa intencionalidad, ignoro si en el escrutinio, en el ejercicio de la doma, mis querencias, las más pérfidas, se me ocultan como conejos asustados, quitándose del camino con la intención de pasar inadvertidas. En mi cabeza hay tantas cosas dando vueltas que, a la hora de reflexionar, mi habilidad para concentrarme es prácticamente nula: generalmente mi pensamiento tiende a salirse del cauce, hasta el punto de que, a veces, comienzo la sesión meditando, por ejemplo, sobre la extraña composición orgánica del cuerpo humano y, cuando quiero darme cuenta, me encuentro tratando de recordar el resultado de un partido de fútbol entre el Patachueca y el Benito Cármela. Ante tal situación no puedo dejar de considerar que aquí, en este proceso, quizá se dé un caso instintivo de autoprotección, un intento de evitarme caer en la locura, porque en aquellos momentos que alcanzo la concentración y logro seguir el hilo de mi pensamiento sin que me vea interferido por digresiones impuras, en el fondo de mi ser aparece una decepción de mí, un remordimiento hiriente y destructivo. Pero tampoco es cuestión de sacar las cosas de quicio produciendo la impresión de que cada vez que hurgo en mi pasado, sólo obtengo sentimientos de frustración. El desajuste proviene de la creencia de que en mi vida no hice todo lo que debí hacer o no hice aquello que creí poder hacer. Es decir, pienso que no se cumplieron muchas de las expectativas cifradas en una persona como yo, a quien se atribuían grandes capacidades, porque, si bien en mi infancia fui continuamente censurado y tachado de empedernido embustero, de travieso impenitente e irrespetuoso, también es cierto que me harté de oír el tópico de qué pena, con lo listo que es… Y, lo mismo si era cierto como si no, de tanto escucharlo acabé por creérmelo, y ahí fue cuando me enfermé de superioridad, a causa de una idea falsa de mi propio valer, algo que me convirtió en un ser individualista y pretencioso, en alguien que llegó a dar por hecho que en su futuro sólo el éxito le aguardaba. Que, fuese cual fuese el camino elegido, todo estaba a mi alcance y sólo tenía que alargar la mano… Aún así, hay ocasiones que percibo contraseñas, indicios, flashes de que mi vida no ha sido tan desatinada ni tan desequilibrada como la expongo. Por ejemplo, siento cierta íntima satisfacción al constatar que hay personas que me envidian, o que sienten admiración por esa vida inquieta y aventurera que ha sido mi constante. O por mis relaciones con gente de mucha valía. O, qué caray: por mis dotes a la hora de pensar y escribir.

jueves, 14 de abril de 2016

   Un mundo sin habitantes
¿Cómo sería el mundo si no estuviera habitado por seres humanos? No existirían las carreteras ni los puentes; ni habrían aviones surcando el espacio, ni barcos navegando por el mar transportando gentes de un sitio a otro. No existirían los jardines, ni los edificios, ni los grandes almacenes. Se vería todo indiferente, simple, con montañas y desiertos, sí, pero con incendios inextinguibles producidos por las tormentas y sus rayos. En una palabra: el mundo no sería doméstico, no existiría la cultura, ni el arte pictórico, ni la música, ni la arquitectura, y no habría nadie que contemplara las estrellas ni que se quedara ensimismado ante el mar azul… ¡Qué cosas! No existirían las elecciones, ni los presidentes, ni los policías, ni los corruptos, y tampoco habría nadie para meterlos en vereda o para convertirlos de malos en buenos. No existiría el cine, ni la televisión, ni las bellas damas que sonríen, ni hombres con bigote y barba; no habría médicos que curan nuestros males, ni medicinas que nos quitaran el dolor de cabeza. Es decir: solo los humanos han hecho un mundo habitable, divertido, terrible, plagado de cosas dulces y manjares, y también de cosas amargas. No habría nadie que atendiera nuestros caprichos ni nos estimulara para alcanzar la gloria, ni otros muchos elementos que proceden de la cultura y de la ansiedad por lo material. O sea, me refiero a seres dotados de pensamiento, de facultad de hablar y con habilidades manuales. Porque dada la situación privilegiada de la Tierra, si se puede aceptar que existirían los animales, los cangrejos y las serpientes, pero estarían igual que cuando sus primeros congéneres llegaron, sin haber progresado, sin cubrir su cuerpo con ropajes. No habría seres que sembraran cereales o patatas, para luego freírselas y comérselas; nadie que fabricara productos sofisticados ni vestidos para cubrir sus cuerpos. O, tal vez, ya habría desaparecido todo, como ocurrió con los dinosaurios… ¿No parece en realidad que este mundo civilizado-incivilizado fuera obra de alguien? Y no me estoy refiriendo a un dios creador que produce las cosas con un chasquear de dedos, como el que pinta la Biblia. Me refiero a una cultura muy superior a nosotros, con conocimientos extraordinariamente elevados (en comparación a los nuestros) de química, física y biología, y con poder para inculcar en un sector de los animales (el vulgarmente llamado humano) unos elementos valiosos y desarrolladores como la facultad de hablar, el pensamiento, el alma, la creencia en los mitos, la imaginación, el afán de progreso, la habilidad para construir y modificar a la naturaleza, la facultad de reír y la de llorar, la de admirar el arte y la belleza, la de destruir y volver a fabricar; me refiero al que crea adversidades y las resuelve, el que es capaz de desnudar al vecino para vestirse él, el que destruye edificios para fabricarlos de nuevo, el que inventa bombas destructivas pero construye puentes. No habría cuellos masculinos que soportaran una corbata ni los femeninos que se adornan con collares, ni dedos soportando anillos, ni niños jugando con ordenadores.

martes, 5 de abril de 2016



El desconcierto
Existe una especie de fuerza camuflada que se mueve con sigilo o de forma encubierta, y que tiene una casi imposible definición morfológica porque es inmaterial, invisible, sinuosa. Es una clase de impulso íntimo que opera dentro de nosotros y que podría ser denominado como asentamiento o enclave espiritual relacionado con la conciencia, o definirlo como de un arraigo inmaterial, o como una emoción, o un desasosiego…, pero es algo que, si existe, opera sin estridencia y se mantiene gracias a la «despensa» virtual que representamos. Me estoy refiriendo a «esa cosa» que algunos denominan alma, y otros espíritu, y otros lo describen como yo personal, o corazonada, o perteneciente a nuestra estructura psicológica, según un neurólogo que conozco. Es lo que nos da el carácter o forma nuestra personalidad; el que se entiende como una entidad inmaterial pero notable, que nos habita y nos trabaja en silencio. Puede ser, me digo, la esencia que nos conmueve, la que nos incita a sentir compasión de los semejantes, y a intentar ser diferente de los otros: a ser dulce o severo, gracioso o aburrido, entusiasta o pasivo, indulgente o tacaño.
Y es difícil (imposible, diría yo) determinar su textura y a qué leyes obedece, y cuál es la razón de que influya tanto en nuestras pasiones como en nuestros silenciosos actos de meditación. Puede diferenciarse si tú eres creyente, pero no es mi caso, dado que yo soy ateo, o casi… Tal vez llega hasta nosotros a caballo de los cromosomas, pueden asegurarnos los entendidos, pero podríamos preguntarnos a qué se debe que mis actos sean de una menor calidad que los tuyos, o que tú seas más inteligente que yo o yo más inteligente que tú, o por qué tu sensibilidad llega más lejos que la mía o la mía más lejos que la tuya, o por qué tú entiendes el mundo de una forma diferente de como lo entiendo yo. Claro, se trata de aspectos científicos que, según dice el especialista, tienen su explicación biológica y sensorial, aunque no se comente nada si su definición se contempla en lo metafísico. Pero hay algo extraño en torno a esto, algo conmovedor: todos tenemos un cerebro, y un aparato digestivo, y unos ojos para que veamos y podamos interpretar la vida. A todos nos rodea un mundo similar, con el mismo diseño y las mismas reacciones, y casi idéntico número de neuronas puebla nuestras cabezas, por lo cual me llama la atención que haya distintas sensibilidades, y diferencias notables en una moral opuesta, divergente, contraria. Y que haya distintas nociones de lo bueno y de lo malo; que esta rara sustancia dé cuerda tanto a quienes se complacen en asesinar a un semejante como a quienes se horrorizan ante la muerte y sus consecuencias morales y materiales. Y luego está esa amalgama variopinta de seres que aseguran que el mundo es como ellos lo explican. Como si alguien les hubiera comunicado el dato a través de un conducto espacial. La pregunta sería: ¿tenemos alma o no la tenemos? Y si la tenemos, ¿de qué nos sirve? ¿Se puede vivir sin alma o es necesario poseerla? Porque los únicos que le sacan cierto fruto a esta noción son los creyentes. Ellos tienen resuelto el futuro: piensan que después de la muerte nuestra alma se dirige a un lugar sagrado donde será juzgada y ahí se decidirá el rumbo o el destino que la espera en la eternidad (¡horror de los horrores!). En realidad, parece que el plan del universo respecto a los  mortales, es imbuirnos un desconcierto: Si no crees en nada, estás amolado porque siempre te atormentará la duda al encontrarte solo y desasistido, y si crees en algo, estás perdido ante el complejo producido por la sensación de caer en el pecado o ser manejado por los mitos religiosos que tanto influyen en nuestras costumbres. Solo tenemos que lanzar una mirada a nuestro alrededor para llegar a la conclusión de que nada tiene sentido… 

jueves, 17 de marzo de 2016



Comienzo y  necesidad
Perdonad que siga dando la matraca con el tema que me atormenta desde que tuve uso de razón. Es que, por más que lo pienso, no encuentro una explicación que agilice mi percepción de la vida, o me ayude a vislumbrar sus hechuras. Convengamos como base elemental que podría existir uno de estos tres métodos: uno, atribuir a un dios omnipotente el milagro de la existencia; dos, considerarlo todo como producto de la casualidad, es decir, que los hechos se entrecruzaron para llegar a esto que estamos viendo, y tres, a que esta es, simplemente, la nomenclatura universal, su estructura, sus maneras y su acción natural sin que tengamos que detenernos a buscar una explicación lógica. Pero, sin poderlo evitar, a continuación de estas consideraciones, me planteo que ninguna de dichas versiones tiene las bases que me dejen dormir tranquilo. Creo que existe una verdad palpable que da una idea y que no se puede poner en duda (tal vez sea la única): me refiero a la función de procrear. No hace falta ser muy perspicaz para advertir que la Naturaleza, al construirnos, nos ha dado todas las armas necesarias para que traigamos seres al mundo: el deseo sexual, la inclinación al amor, las facilidades y condiciones anatómicas para efectuar el proceso, el impulso o el estímulo con su contenido romántico, las «herramientas» imprescindibles para que podamos volcar nuestra pasión y efectuar nuestro trabajo «a gusto», y también el deseo, las atractivas formas corporales, el propósito intuitivo-existencial, los recursos alimenticios, el sometimiento a la imperiosa necesidad social y al progreso como una especie de responsabilidad de futuro o hacia el tiempo que vendrá después… Y no solo en el caso de nosotros, los humanos, sino que todos los elementos vivos de la naturaleza están hechos para procrear: los arbustos, las plantas, los animales, los insectos, aunque ellos pueden hacerlo por instinto o debido a que están sometidos a un programa… Este importante detalle por sí solo podría justificar la existencia en la vida (en La tradición oculta del alma, de Patrick Harper —libro que os recomiendo encarecidamente—, se dan múltiples versiones históricas y mitológicas del «milagro» de la vida a través del tiempo) de un o unos seres superiores y la importantísima sensación de que todo obedece a un propósito de alguien por encima de nuestras cabezas. Pero hay otra cuestión: ¿Quién tiene interés en que nos reproduzcamos y para qué nos necesita?
Ahora, me encierro en mi cuarto, apago la luz y me concentro: Ante la falta de información, una de las funciones más valiosas que nos ha dado la Naturaleza ha sido la imaginación, la creatividad, la fantasía, el deseo. Son vínculos, recursos o conexiones propias de los humanos con las que podemos crear los mundos que nos faltan o aquellos que nos son necesarios: inventar todo lo que supla en la imaginación la falta de contenidos. Aquello a lo que otorgamos la imperiosa necesidad de nuestras preferencias.
¿Quién o qué me exige a mí un comportamiento determinado? ¿Por qué he de someterme a los caprichosos empeños de mis neuronas? ¿Quienes son ellas para decirme lo que debo pensar y en lo que debo creer? ¿Es que yo no puedo crear mi mundo con las propias herramientas que me han sido dadas y de acuerdo con mis afectos o mis necesidades virtuales? Por ejemplo (les ruego que lo lean y lo piensen antes de considerar que estoy rematadamente loco): he «resucitado» a mi difunta esposa, y de tanto empeño que he puesto en ello, aquí la tengo conmigo casi en persona. A ella le consulto mis dudas, mis preocupaciones y mis ensueños. Nos hablamos. Y ahora, al tenerla presente, veo que durante su estancia en el más allá ha evolucionado con respecto a su verdadera personalidad de cuando era un «producto» terrenal, como yo lo soy; ha mejorado su valía como persona, se ha convertido en una especie de diosa personal que me inspira, me guía y me da las pautas. A veces hasta se ocupa de mi salud… ¿Oigo que  me gritan por ahí que todo está en mi imaginación? ¡Pues, claro! ¡En algún sitio tiene que estar! Pero, a veces, el juego resulta tan realista que hasta llego a creerme que es verdadero…

lunes, 7 de marzo de 2016

Declaración de principios
Recapacitemos: ¿Dónde está la barrera o el repertorio de faltas que interrumpen nuestro convenimiento? Me hago esta pregunta porque no deseo que así, de buenas a primeras, tenga que botar nuestra amistad por la borda, o deshacerla, o hacerme el distraído y fingir que nunca hubiera existido. Debes tener en cuenta que si nuestros orígenes no están muy parejos ni proceden del mismo campo, sí concuerda nuestro nivel de inteligencia, el respectivo, y nuestro grado de sensibilidad. Ambos, en general, sintonizamos en la misma onda. No, no, cuanto más lo pienso, más me niego a cortar nuestra amistad, porque se trata de una amistad que es más fuerte por el lado sólido que por el débil a pesar de que se pueda conceptuar como una amistad un tanto sui generis. Y, por favor, no consideres mi apego a ti como un asunto de intereses materiales, porque es más bien de corte moral o espiritual. Tú en mí, en mi vida, en el corto tiempo que nos tratamos, tuviste cierta influencia, y ahora no puedes decirme «si te he visto no me acuerdo»… Si soy escritor es gracias a ti, puesto que los estímulos más significativos me llegaron de tu parte. Y no estoy en condiciones de medirnos ahora con frivolidad, con una fuerza pasiva y decirme alegremente: «Bien, pues a rey muerto rey puesto». ¿Puede haber algo en mis actuaciones o en mis dichos que te hayan herido? ¡Pues, te lo aseguro, no ha sido intencional! Yo siempre creí que hablaba para gente inteligente. Tal vez en alguna de mis expresiones respecto a la cultura no estas de acuerdo, o mi desprecio hacia el «chantaje» de la ciencia… Y te confieso esto cuando es probable que no nos veamos jamás pues de aquí en Puerto Rico obtengo la movilidad espiritual que necesito para vivir y para escribir, apartado de esa España ingrata, revuelta, estúpida, cerril e insensata que no me atrae en absoluto. Pero quiero tener la conciencias tranquila: cuando un amigo es un amigo, y lo es de verdad, las actitudes no se miden frívolamente, sino con cierto respeto.
Hemos aceptar ambos que, en muchos renglones de nuestra historia respectiva, seamos diametralmente opuestos. Tú eres más clásico, más respetuoso de lo simbólico, más afectuoso con la engañosa propaganda, con el mito que cubre las auténticas verdades; eres más admirador de ti y tiendes a disculpar tus propios errores. Yo soy más severo, más exigente; soy un tanto «iconoclasta», un ser que no acepta los falsos valores, los engaños de la propaganda ni las imágenes engañosas. Soy irrespetuoso con lo convencional, pero eso no quita que nos admiremos  y que podamos encontrar nuestro entendimiento en los extremos de la soga y de nuestra disquisición.
No puedes dejar de reconocer que en los vaivenes de la ciencia existen muchos intereses ocultos. Casi los mismos que en los de la política o, inclusive, en los de la filosofía. 
Tú y Mada Carreño (¿la recuerdas? Fue la segunda esposa de mi padre), además de mi mujer, son las personas que han tenido la mayor trascendencia en mi vida… Te lo confieso.