martes, 5 de abril de 2016



El desconcierto
Existe una especie de fuerza camuflada que se mueve con sigilo o de forma encubierta, y que tiene una casi imposible definición morfológica porque es inmaterial, invisible, sinuosa. Es una clase de impulso íntimo que opera dentro de nosotros y que podría ser denominado como asentamiento o enclave espiritual relacionado con la conciencia, o definirlo como de un arraigo inmaterial, o como una emoción, o un desasosiego…, pero es algo que, si existe, opera sin estridencia y se mantiene gracias a la «despensa» virtual que representamos. Me estoy refiriendo a «esa cosa» que algunos denominan alma, y otros espíritu, y otros lo describen como yo personal, o corazonada, o perteneciente a nuestra estructura psicológica, según un neurólogo que conozco. Es lo que nos da el carácter o forma nuestra personalidad; el que se entiende como una entidad inmaterial pero notable, que nos habita y nos trabaja en silencio. Puede ser, me digo, la esencia que nos conmueve, la que nos incita a sentir compasión de los semejantes, y a intentar ser diferente de los otros: a ser dulce o severo, gracioso o aburrido, entusiasta o pasivo, indulgente o tacaño.
Y es difícil (imposible, diría yo) determinar su textura y a qué leyes obedece, y cuál es la razón de que influya tanto en nuestras pasiones como en nuestros silenciosos actos de meditación. Puede diferenciarse si tú eres creyente, pero no es mi caso, dado que yo soy ateo, o casi… Tal vez llega hasta nosotros a caballo de los cromosomas, pueden asegurarnos los entendidos, pero podríamos preguntarnos a qué se debe que mis actos sean de una menor calidad que los tuyos, o que tú seas más inteligente que yo o yo más inteligente que tú, o por qué tu sensibilidad llega más lejos que la mía o la mía más lejos que la tuya, o por qué tú entiendes el mundo de una forma diferente de como lo entiendo yo. Claro, se trata de aspectos científicos que, según dice el especialista, tienen su explicación biológica y sensorial, aunque no se comente nada si su definición se contempla en lo metafísico. Pero hay algo extraño en torno a esto, algo conmovedor: todos tenemos un cerebro, y un aparato digestivo, y unos ojos para que veamos y podamos interpretar la vida. A todos nos rodea un mundo similar, con el mismo diseño y las mismas reacciones, y casi idéntico número de neuronas puebla nuestras cabezas, por lo cual me llama la atención que haya distintas sensibilidades, y diferencias notables en una moral opuesta, divergente, contraria. Y que haya distintas nociones de lo bueno y de lo malo; que esta rara sustancia dé cuerda tanto a quienes se complacen en asesinar a un semejante como a quienes se horrorizan ante la muerte y sus consecuencias morales y materiales. Y luego está esa amalgama variopinta de seres que aseguran que el mundo es como ellos lo explican. Como si alguien les hubiera comunicado el dato a través de un conducto espacial. La pregunta sería: ¿tenemos alma o no la tenemos? Y si la tenemos, ¿de qué nos sirve? ¿Se puede vivir sin alma o es necesario poseerla? Porque los únicos que le sacan cierto fruto a esta noción son los creyentes. Ellos tienen resuelto el futuro: piensan que después de la muerte nuestra alma se dirige a un lugar sagrado donde será juzgada y ahí se decidirá el rumbo o el destino que la espera en la eternidad (¡horror de los horrores!). En realidad, parece que el plan del universo respecto a los  mortales, es imbuirnos un desconcierto: Si no crees en nada, estás amolado porque siempre te atormentará la duda al encontrarte solo y desasistido, y si crees en algo, estás perdido ante el complejo producido por la sensación de caer en el pecado o ser manejado por los mitos religiosos que tanto influyen en nuestras costumbres. Solo tenemos que lanzar una mirada a nuestro alrededor para llegar a la conclusión de que nada tiene sentido… 

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