Mir recuerdos cuando niño
El recuerdo que guardo de mí cuando soy un niño se refiere principalmente a que no tengo claro quién soy, ni quién puedo ser, ni cuáles son mis inclinaciones. Me limito a vivir y hacer lo que puedo por resultar simpático y agradar a las personas que me festejan y se ríen conmigo. Puede que haya un momento en el que advierto que formo parte del mundo, que vivo en él, pero en mi concepto se va imponiendo con firmeza que, si bien todo es digno de admiración, también deben mirarse las cosas, los hechos y las personas con cierto recelo.
Observo, eso sí, todo a mi alrededor un tanto fascinado, pero sin abandonar la impresión de que la vida que contemplo pertenece a otros, no a mí. Aún así, hay veces que pongo todo mi empeño en aferrarme a ella, en mirarla con sonriente e ingenua ilusión (pero no con una ilusión plena), en infundirme esperanzas asido a un futuro que solo se me presenta en migajas y donde sus promesas no son fijas ni certeras… Por esa razón nunca lo hago con pleno convencimiento o con una ilusión exenta de reservas. Son incontables los inconvenientes que me salen al paso, los cuales van anidando en mi subconsciente y me imponen, quieras o no, su cruda realidad. Las citaré por orden según me van llegando: la ruina que representa nuestro traslado a Madrid cuando apenas tengo tres años; el inicio y permanencia de la guerra civil española con todas sus imposiciones: el hambre permanente, la amenaza sobre nuestras cabezas, los bombardeos del bando contrario que nos obligan a salir corriendo para el refugio o a la estación del metro más próxima, la deserción de mi padre (huyó a México con su secretaria y nos dejó a mi madre y a mis dos hermanas y a mí empantanados), las imposiciones de mis tías y mis abuelos maternos (lo que significaría misas, novenas, comuniones, penitencias, pórtate bien que Dios te está mirando, Purgatorios, Infiernos a todo pasto), los días de colegio interno en un caserón de Burgos cuyo recuerdo aún me hiela la sangre, las enfermedades, la soledad que significó el desmembramiento de la familia, la falta de estabilidad impuesta por los cambios constantes, la sensación de ser un hijo poco amado y escasamente deseado, la dependencia que anula cualquier opinión que provenga de mí, el continuo estado «sufridor» de mi madre y sus empleos precarios que nos obligan a vivir en una especie de «miseria decorosa»… Es decir, puro maltrato emocional y físico hasta cumplidos los 14 años. ¡Ah! Y dentro de esta clima, cero escuelas, lo que significa cero universidad… A partir de ahí, mi primer trabajo (de mensajero repartidor de cartas y paquetes por todo Madrid montado en una bicicleta), y el regreso de mi padre, lo que significa el hundimiento definitivo de mi persona.
Ya tengo 17 años y emprendo el intento fallido de ser marino mercante, lo que, debido a las imposibilidades «académicas» que representa, me conduce a un servicio militar en la marina plagado de contratiempos y accidentes (me costó lo indecible aceptar una vida consistente en obediencia ciega e indiscutibles y burdas órdenes militares).
Después, el regreso a casa sin oficio, sin ideas, sin ambiciones, sin amor y pelado al cero (lo cual entonces era un signo vergonzante).
Ahí fue cuando conocí a Angelina.
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