domingo, 28 de agosto de 2016


Añoranza del ayer 
Hay veces que añoro ese mundo enclavado en la etapa intermedia de la civilización, un mundo donde la gente sentía cierto temor de las brujas, de los espíritus malignos y de los duendes; un mundo donde «ocurrían» los milagros que casi significaban una forma de vida o una forma de resolver los problemas. Era un mundo donde uno se cuidaba de no cometer pecados porque, si los cometía, se haría acreedor al Infierno o al Purgatorio. Cuando se regulaban las vidas gracias a las supersticiones, a los mitos; cuando se adoraba a un Dios cuya presencia nunca se osaba poner en duda porque Él era considerado como la base de la vida y quien otorgaba los premios o los castigos futuros o le «engatusaba» a uno con la posibilidad de convertirse en una especie de niño angelical que revoloteaba con sus alitas doradas adosadas a la espalda y con una sonrisa beatífica. Cuando este Dios era el preceptor del universo, el que todo lo sabía, el que premiaba lo bueno y reprimía lo malo. Era la época de cuando uno intentaba portarse bien porque Dios «lo estaba mirando». Me asustaba su mirada, pero, al mismo tiempo, me complacía el hecho de que todo un Dios Omnipotente me estuviera observando… Era un mundo simple, sin complicaciones metafísicas, sin dudas filosóficas, sin imposiciones científicas, sin física cuántica ni acelerador de partículas, ni vacunas contra el cáncer. Era un mundo definido por las buenas o malas acciones, o sea, cuando no se dudaba que Dios nos había puesto aquí y no se ponía en tela de juicio ningún signo de la creación ni se pensaba que éramos fruto de la casualidad, o de una explosión universal sin fuste, o de un Big-Bang colosal que solo con pensarlo uno ya se siente estremecido. Admiro y sueño con la etapa de los dólmenes y menhires, cuando los ciudadanos eran más ingenuos y recurrían a la danza y a la música para adorar a su dios, cuando la gente confiaba sus quebrantos a un Creador acomodado a sus necesidades, cuando todas las frustraciones o las dudas sobre el futuro se ponían en sus manos a la espera de que un milagro les restituiría la felicidad, y no tenían ninguna duda respecto a que ese dios les podía conceder lo que se le pedía, y si no él mismo, en su lugar, sus «secretarios» como la Virgen María y San José, o los numerosos santos protectores y con distintas especialidades, o el niño Jesús, un niño que nunca crecía y que cada año volvía a nacer y que se le cantaban villancicos llenos de esperanza, ingenuidad y buenas maneras. Era un mundo fantástico aquel: el mundo de los mitos, el de las ilusiones, el de los juegos inocentes como a «tú la llevas» y no ese extraño Pokemon de ahora… Era un mundo que sí, presentaba dificultades, más que el de ahora o de otro estilo, pero con el añadido de que se podían resolver con la ayuda divina; no como el de hoy, plagado de manjares, de vitaminas, de calcio, de drogas, de teléfonos celulares y realidades virtuales. Era entonces cuando existían las meriendas a base de leche frita y no las que nos recomienda McDonald que es quien ahora decide en qué han de consistir mis alimentos. Un mundo donde las supersticiones formaban parte de la vida, donde los Signos del Zodíaco tenían un significado y consolaban y llenaban de esperanza y producían ilusión o preocupación; donde los seres se preocupaban de hacer méritos dentro de la sociedad con el fin de ganarse el cielo. Era cuando había confianza en que nuestros difuntos estaban ahí, protegiéndonos y procurando nuestra propia salvación en la hora de nuestra muerte. Hoy nos hemos quedado solos, sin compañía, sin nadie que nos eche una mano, sin serafines y sin esperanza. Antes uno no tenía que preguntarse para qué se vivía, y hoy sí, hoy nos lo preguntamos en todo momento y no encontramos una respuesta. 

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