Cuando profundizamos en la vida; cuando advertimos su complicada y heterogénea composición, en cualquiera de sus facetas, lo mismo si son biológicas que espirituales, o, sin ir más lejos, en los registros del comportamiento, o en las funciones donde nuestra mente nos dirige, no podemos por menos que sentir un estremecedor asombro, una fascinación y una turbación temblorosa. Los seres humanos respondemos a disposiciones universales que no son fáciles de asimilar y que, la mayoría de ellas, no son entendidas porque permanecen fuera de nuestro alcance aunque sean las que nos construyen, las que nos dan la vida, las que motivan nuestro comportamiento, las que aportan nuestras estructuras de arrancada, las físicas y las espirituales, las que nos hacen así, tal como somos. Es incuestionable que dependemos de las posibilidades económicas, de las educativas y las sociales, así como —es conveniente decirlo y, lo aseguro, no hay en mí una pizca de racismo— de las geográficas puesto que depende del lugar donde hayamos nacido y nos hayamos educado para que nuestra personalidad sea de una manera o de otra. Las influencias construyen nuestro carácter, lo conveniente de adaptarnos a las costumbres, que son las que hacen de nosotros un sujeto de determinados modos y necesidades, y que nos comprometen con doctrinas y estructuras sociales: en definitiva, las que nos endosan el «manual de comportamiento»; pero, por otra parte, están nuestras disquisiciones, nuestros desencantos, aquello que fuerza nuestras acciones queramos o no y que muchas veces viene a representar nuestras desventuras, nuestra ansiedad por conquistar lo que no podemos y que, en infinidad de casos, no nos es posible variar. En lo personal, siempre trato de construirme a mí mismo, de inventarme quién soy y cómo debo vivir mi vida. En general trato de adoptarme a unas normas morales que no tienen nada que ver con los mandamientos de la ley de Dios ni con las doctrinas «justicieras». En la primera se contempla la norma de «no matar» como base principal. Y a mí no me cuesta nada cumplir este mandato, porque el hecho de que yo no mate a nadie no es por cumplir el primer mandamiento o por atenerme a las imposiciones de la ley, si no que es algo natural en mí y, como digo, no me cuesta nada cumplirlo. Yo no podría matar a otra persona, así: desenvainar un cuchillo y clavárselo a alguien, o meter un tiro en la cabeza a un semejante… Se trata de unos principios naturales en mí y no porque me hayan enseñado que matar es malo. A veces me comparo con un asesino sanguinario y me pregunto: ¿es posible que ambos seamos seres humanos y que los dos tengamos una mente, un corazón y unos sentimientos que nos asemejan biológicamente? Para no matar yo además de no necesitar un mandamiento de la ley de Dios tampoco me retienen las amenazas de la ley. No sé lo que haría en un caso extremo, cuando me enfrentara con alguien que sé que me va a matar a mí… Tal vez ahí no se trata de conceptos ni sentimientos: simplemente son instintos que me impulsan a defenderme. Pero, de ese hecho no puedo hablar porque en mi vida nunca me he enfrentado a un caso semejante. Así que vuelvo a la raíz para hacerme la pregunta: ¿qué diferencia puede haber entre el que mata por matar y yo? ¿Se trata de seres humanos de la misma naturaleza? ¿Cómo será que la Naturaleza no nos distingue aunque sea ella quien nos ha parido? A no ser que para que el mundo se desenvuelva como es debido, sea necesario que haya uno que mata y otro que no… Tal vez el mal y el bien son necesarios para que el mundo progrese… No encuentro otra explicación.
martes, 9 de agosto de 2016
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