lunes, 8 de septiembre de 2014

Una niñez desarticulada
Cuando se es niño y, más tarde, adolescente, o sea, me refiero a los primeros catorce o quince años de vida, se lo pasa uno entre rabieta y rabieta. ¿Quién nos puede venir a asegurar en ese momento que la vida es bella y deliciosa, que lo que nos espera en el futuro son cientos de aventuras y momentos gratos…? Bueno, me refiero a otra época, cuando a los niños y adolescentes les estaba todo prohibido. Además, en esos días había que estudiar, no dejaban a los chicos intervenir en las conversaciones, y si no sacaban buenas notas te la habías cargado… Claro, había excepciones. Y, además, no soy quién para asegurar tal cosa, porque mi niñez fue poco clásica: cuando terminó la guerra en España tenía siete años y todavía no había comenzado a ir a la escuela. Y cuando terminó ésta, nos fuimos por los tres años siguientes a casa de los abuelos, en el Crucero de Montija, Burgos, y, por lo que a mí respecta, solo oía sermones, «¡eso no se hace!» y «¡niño, estáte quieto!», y «qué pena, con lo listo que es, pero es un trasto»; y me venían con que si me gustaba mucho andar por ahí, entre las vacas, los corderos y las gallinas, que si me metía demasiado en casa de los pasiegos, los criados labradores de mi abuelo, que no eran gentes como para echárselos de amigo porque hay que mantener las distancias… Claro, cómo no me iba a meter en esta casa si me invitaban a comer y se trataba de una comida decente, a base de embutidos, huevos fritos y tocino crudo, que me encantaba, todo sin platos ni tenedores, puesto sobre una torta de pan ácimo, fabricada allí mismo, a la parrilla y algo tostada, y sin mesa ni cubiertos, solo se usaba una navaja y, ya sabes: corta y come; sentados en banquetas bajas alrededor del fogón. Mientras que en mi casa había que esperar que se diera el acción gracias, y después se comían muchas sopas de leche, tortilla francesa, cocidos de garbanzos con carne de conejo, conejo estofado con patatas, conejo asado con patatas. Ya estaba de conejo y de patatas hasta el gorro… Y nadie me hablaba de mi porvenir, de mi futuro, o sobre qué pensaba hacer con mi vida (claro, si me lo hubieran preguntado, no habría sabido qué decir): no les interesaba ni se preocupaban de ello. A los pocos días de llegar al Crucero, mi abuela decidió que fuésemos a Loma, un pueblo cercano, a oír misa. «Seguro que durante los días de la guerra no habéis pisado un iglesia. Así que vamos. Que el niño Jesús os está esperando.» Y yo pensaba: «¿Quién podrá ser ese niño Jesús? ¡Será el hijo de algún familiar o de algunos amigos! ¡O el hijo del alcalde de Loma! ¡A mí no me sonaba ningún Jesús! Hasta ahora nadie me había hablado de él…». A mí tampoco se me ocurría pensar en mi futuro. ¡Qué futuro ni qué nada! ¡Pues buena estaba la situación! Mi padre exiliado en México que no nos mandaba ni una gorda. Mi madre todo el tiempo llorando. Mi abuelo todo el día refunfuñando como si fuésemos una carga indeseada. Mi tía Aurita a veces me miraba y se ponía a llorar, como si yo tuviera la lepra. Aún así, yo no estaba triste. Sabía arreglármelas para divertirme y para resultar gracioso y dicharachero. Las niñas de mi edad, o sea, las paletillas del lugar, estaban enamoradas de mí. Me veían que era un niño casi rubio, con los ojos claros y modales finos, y eso las volvía locas. Pero yo huía de ellas como si me persiguiera el mismo diablo. Claro, hasta que llegó un día que dejé de huir. ¡La Naturaleza es la Naturaleza!

(La foto que aparece en la cabecera, es la casa de los abuelos hoy, que está medio abandonada. En la época de la que hablo, era una belleza…)

No hay comentarios:

Publicar un comentario