Hace unos días, mientras veía por televisión el partido de fútbol entre USA y Gana, escuchaba música con mis auriculares calzados, y, aunque no tenía un repertorio concreto, o sea, que no había activado un programa determinado, repentinamente oí que sonaba el vals titulado Ramona. Y al escuchar esta pieza me emocioné, y lo hice de tal forma que hasta llegaron a saltárseme las lágrimas inducido por un enorme sentimiento de buenos recuerdos y amor fantástico. Y acabé llorando. Fue una melodía que me trajo recuerdos de Angy muy palpables y colmados de emociones, tan vivamente sentidos que el llanto produjo en mi espíritu una especie de dulzura y suavidad del espíritu… Que recuerde, desde que ella murió, nunca me había emocionado con tanta fuerza. Y es que a Angy esta canción le encantaba, y fue precisamente ella la que la seleccionó para que la mantuviese en el repertorio de mis canciones favoritas.
Uno de los secretos de mi vejez es que todavía me emociono escuchando música, y tarareo las canciones mientras muevo la cabeza al compás. En realidad, la música y el baile tienen mucho significado en mi vida: mi relación con Angy se fraguó en una tarde de baile organizada por un grupo de amigos. Allí, en aquel acto social fue cuando la conocí. Y aunque desde un principio ella no me correspondió como pareja, mientras bailábamos nuestras miradas se cruzaban continuamente, y con esas miradas con mensaje, acabé prendando de ella: me llamaba la atención su delicadeza, su forma de cerrar los ojos al llevar el compás, y su inclinación de cabeza en un gesto tan romántico y dulce, que era como si la música y el baile le transportara a un mundo de ensueño. Además, era la expresión que surgía de su persona, de su ingenuidad y de su media sonrisa producida por el amor… Más tarde, casi de una forma fortuita, como si fuera una acción decidida por las hadas, terminamos bailando juntos. Y ese mismo día acabamos comprometiéndonos.
Y es que la vida está llena de momentos singulares que nos trazan los caminos, y pareciera que hay alguien detrás de nosotros que nos impone su voluntad y nos marca los pasos. En este caso, a pesar de que nos habían correspondido parejas diferentes, no pude reprimir mi invitación a que bailara conmigo, algo me impulsó a proponérselo violando todas las normas de cortesía y «buenas costumbres» de la época. Y al aceptarlo ella, comenzó nuestra historia; a partir de aquel momento empezó a fraguarse una nueva familia que duraría 45 años y produciría seis hijos, varios nietos y hasta una bisnieta. A partir de aquel día nos separamos en contadas ocasiones –un detalle cuya explicación ahora no viene al caso y además pertenece a mi historia íntima–. Claro, hay que advertir que cuando Angy y yo nos hicimos novios –año 1955–, si bien la vida era políticamente más necia, y mucho más reprimida, además de estar plagada de prohibiciones (por ejemplo, dar un beso en la boca públicamente a tu amor era considerado un «acto deshonesto en la vía pública» y te podían detener o poner una multa), pero el hecho de realizar algunos actos de amor en la clandestinidad, exponiéndote a correr cierto peligro, y la misma prohibición que revestían, hacía que resultaran más románticas y emocionantes, porque todo había que hacerlo escondido, hasta los besos de amor. Claro, no censuro la libertad de ahora, pero hoy todo es más público, más exhibicionista, y por lo tanto, aunque los hechos ocurran sin fingimiento, resultan más secos, más mecánicos, con menos encantos sensibles y, en parte, están carentes de emotividad.
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