Para descubrir a Dios tendríamos que ver de qué es capaz el ser humano, qué siente, qué pretende hacer con su vida, a qué aspira, qué órdenes detecta y obedece de la Naturaleza, qué piensa en cuanto a su organización colectiva, qué significa la vida para él. Para emplazar nuestro cerebro, supongamos que una persona de hace un millón de años que hubiese estado en hibernación, abriera los ojos de repente: ¿No pensaría que los seres de ahora somos sus dioses? Vería que conducimos veloces y brillantes automóviles, que volamos en aviones supersónicos, que utilizamos teléfonos y diversos medios para comunicarnos, que construimos edificios de 200 pisos, que usamos las computadoras para expresarnos y descubrirnos, que tenemos unos aparatos de televisión fantásticos, que cubren casi la pared de una habitación, que viajamos en metro, que subimos a los pisos en velocísimos ascensores, que vamos al supermercado a comprar nuestros alimentos, que viajamos a la luna y que nos vestimos con unos ropajes muy diferentes a como se vestía él, que usa aún la misma piel del animal que cazó poco antes de quedar atrapado entre dos hielos. Pero ese ser que vemos frente a nosotros nos miraría al mismo tiempo con desconfianza y reverencia, con temor y admiración…
¿Y qué se puede esperar todavía del hombre? ¿A donde se llegará? ¿Qué nos impulsa a fomentar sin saberlo una evolución permanente? ¿Somos nosotros mismos los que progresamos o es la vida quien nos impulsa? ¿Llegará un día que digamos, «Bueno, ya esta bien: basta. Ya tenemos lo que queríamos»? ¡Nada! ¡Eso ni pensarlo! Aunque puede decaer nuestra cultura por anomalías sociales y vicios inapropiados de las costumbres, seguiremos y seguiremos, porque para eso no hay final. El progreso no tiene límites. Si lo pensamos bien, podríamos ser nosotros el resultado de una cultura muy avanzada, su creación, su juego, su entretenimiento. O sea, una cultura que somos nosotros mismos pero en un estado superlativo de evolución.
Y eso que en nosotros persisten muchos fallos. Fallos sobre todo en nuestras filosofías, en nuestras concepciones, en nuestros deberes como ciudadanos, en respeto a la Naturaleza, en nuestros sentimientos, en nuestra responsabilidad ante la vida y ante nuestros semejantes. Hemos progresado en técnica y en ciencia, mientras damos pasos atrás en conciencia, en metafísica, en concepciones morales con relación al mundo. Hemos permitido la desigualdad exagerada, el oprobio hacia otros seres humanos que son como nosotros pero que viven bajo la angustia y el terror. Hemos creado un Dios convencional a nuestro gusto. Hemos talado y quemado bosques. Hemos cometido guerras para estimular nuestra ambición. Nos engañamos tergiversando los conceptos, disfrazándolos, pensando que todo tiene cabida, que la mejor ley es la que nos beneficia aunque cometa prevaricación.
¿Y qué se puede esperar todavía del hombre? ¿A donde se llegará? ¿Qué nos impulsa a fomentar sin saberlo una evolución permanente? ¿Somos nosotros mismos los que progresamos o es la vida quien nos impulsa? ¿Llegará un día que digamos, «Bueno, ya esta bien: basta. Ya tenemos lo que queríamos»? ¡Nada! ¡Eso ni pensarlo! Aunque puede decaer nuestra cultura por anomalías sociales y vicios inapropiados de las costumbres, seguiremos y seguiremos, porque para eso no hay final. El progreso no tiene límites. Si lo pensamos bien, podríamos ser nosotros el resultado de una cultura muy avanzada, su creación, su juego, su entretenimiento. O sea, una cultura que somos nosotros mismos pero en un estado superlativo de evolución.
Y eso que en nosotros persisten muchos fallos. Fallos sobre todo en nuestras filosofías, en nuestras concepciones, en nuestros deberes como ciudadanos, en respeto a la Naturaleza, en nuestros sentimientos, en nuestra responsabilidad ante la vida y ante nuestros semejantes. Hemos progresado en técnica y en ciencia, mientras damos pasos atrás en conciencia, en metafísica, en concepciones morales con relación al mundo. Hemos permitido la desigualdad exagerada, el oprobio hacia otros seres humanos que son como nosotros pero que viven bajo la angustia y el terror. Hemos creado un Dios convencional a nuestro gusto. Hemos talado y quemado bosques. Hemos cometido guerras para estimular nuestra ambición. Nos engañamos tergiversando los conceptos, disfrazándolos, pensando que todo tiene cabida, que la mejor ley es la que nos beneficia aunque cometa prevaricación.
¿En qué acabará todo?
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