domingo, 13 de julio de 2014

¡Ay, esta España!
Son las cosas de España… Cuando yo era pequeño y, después, adolescente, nunca nadie me explicaba nada. Había que descubrirlo todo por sí mismo o en conversaciones desfiguradas con los chicos mayores. Ni te explicaban nada en la escuela, ni tus padres, ni los adultos con los que te relacionabas. Y los curas peor: te metían unas cuantas ideas falsas en tu cabeza, siempre amenazadoras y terroríficas. Esta falta de diálogo entre mis padres (en este caso mi madre y mis tías, porque mi padre estaba en el exilio) y yo me llevó a interpretar la vida como si en mi caso se tratara de un individuo temeroso, pasivo, irreverente, indecente, repulsivo a los ojos de Dios, con un paso en el Purgatorio y otro en el Infierno. Y digo que son las cosas de España porque cuando leo una novela o veo una película sobre las relaciones entre seres de una misma familia, o sea, entre mayores y niños, si la trama sucede en Europa o en Estados Unidos, siempre hay buena comunicación, buenas maneras, mucho cariño, verdadero interés para que los pequeños aprendan, se interesen y entiendan las funciones de la vida. Pero en España no. Si los mayores te veían como muy preguntón, te soltaban un mamporro alegando que esos temas no eran cosa de niños. Y es que los niños únicamente resultábamos unos seres pesados y metomentodo. Recuerdo un día, cuando yo tendría unos 8 años y acabábamos de llegar toda la familia a vivir al Crucero de Montija, a casa de mis abuelos maternos –esto que voy a contar debió suceder en 1940, poco después de haber terminado la guerra–, y un día que a mí me dolía la garganta, me dio por tomarme un vaso de agua a cucharaditas. Mi abuelo que me vio, en lugar de preguntarme por qué hacía tal cosa, empezó a refunfuñar diciendo que esa no era la forma de tomar agua. Y poco a poco se desató una discusión que fue tomando cada vez mayor incremento, más violencia. Intervino primero mi abuela, luego mi tía Aurita y por último mi madre. Mis hermanas, un poco mayores que yo, comenzaron a llorar ante las amenazas tan duras y las vejaciones que soltaba mi tía; después lo hizo mi madre. Todo eran acusaciones, insultos, que si nos habían educado mal, que todo lo que nos pasaba lo teníamos merecido por haberse casado mi madre con mi padre, un poeta comunista ateo, que Dios nos estaba castigando porque no nos habían enseñado nada de religión ni de buenas costumbres, que durante la guerra pasada en Madrid, nos habíamos vuelto medio ateos y salvajes… Total, todos acabaron llorando menos yo, que casi me divertía pensando la hecatombe que se había formado por intentar tomarme un vaso de agua con una cuchara pequeña…

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