lunes, 7 de julio de 2014

La vida entre el sí y el no
Yo, desde aquí, desde mi búnker, o sea, desde este lugar privilegiado (por la privacidad y el aislamiento que representa), me comunico con mis hijos. No puedo decir que este sea algo así como mi puesto de mando porque yo ya no tengo mando ni siquiera moral (y, la verdad es que tampoco siento interés en tenerlo). Pero desde aquí, gracias a Internet, a Gmail y a Skype (y sin necesidad de recurrir al superficial Facebook), vivo con ellos y pendiente de ellos, de sus respectivas situaciones, de su salud, de sus aflicciones, de sus propios hijos (o sea, de mis nietos). Y me siento feliz cuando me comunican sus alegrías. Quiero decir —y no es un alarde— que solamente vivo por ellos, porque sé que los tengo y que, a su manera, me aman y me siento protegido en mi vejez. Y si no fuera por eso, preferiría morir, acabar de una vez porque ya este mundo me resulta pesado… Desearía reunirme con mi mujer si eso fuera posible: puede que en el espacio, en el más allá, haya otras fórmulas indescriptibles de amor, otros modos de relación, un lugar donde no resulte importante sentarse en la mesa a comer sino que haya otras cosas más espirituales. Claro, es un mundo que aunque en verdad lo desee, no acabo de creerlo. Pero es que a la hora de la vejez, la vida en sí me parece estúpida y sin fundamento. Todo ahora me resulta como una fábula, un cuento infantil, una fórmula que carece de base científica y espiritual, y que creer en su existencia es, en realidad, una forma de «dorar la píldora», meternos un «timo», crearnos una esperanza…  No obstante, a pesar de estar casi seguro de que la inmortalidad no existe, si morirse significa acabar con todo, no tener corazón, ni espíritu, no sentir indigestiones; no padecer, no anhelar, no desear cosas que no se pueden tener, no sentir amor por un fantasma…, entonces bendito sea. Aquí, ahora, se me hace muy duro vivir sin ella, sin su mirada, sin su sonrisa, sin su cariño, y, sobre todo, siento esa carencia atroz de ser importante para alguien. A través de ella, con ella, la vida me lo entregó todo, fue benigna conmigo, y me dejó este recuerdo grato, y ahora se me hace insoportable no tenerla más, no volver a sentir ese gozo espiritual que ella me causaba. La vida es demasiado corta pero tiene estos bellos momentos cuando se te da completa y te hace creer que es tuya, que es eterna, que ha sido creado para que tu condición moral te resulte feliz, única y dichosa… Ese es el misterio de la vida (aunque me había prometido a mí mismo no enfocar de nuevo este tema): no sabemos por qué recibimos tantas bondades, tanto amor, tantas ilusiones y luego, repentinamente, eres despojado de ellas, sin avisarte, y sin ni siquiera decirte: «Desde ahora, consuélate como puedas».

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