Rosalía (2)
Me olvidé del desayuno, y me hubiera olvidado del almuerzo si no hubiera sido porque me asusté cuando vi que todo el mundo me estaba buscando.
Y cuando regresé por mi voluntad, me echaron una bronca, pero no quise decir la razón de mi huída ni el lugar donde me escondí. Y mucho menos pensé en denunciar lo que había visto y lo que había tocado. No por guardarle el secreto a Rosalía, sino porque confesarlo hubiera significado algo así como hacer un público reconocimiento de que había dejado de ser un niño y me había convertido en un ser depravado y un candidato a habitar en el Infierno.
Rehuí encontrarme con Rosalía. Pensaba que si me topaba con ella, podría intentar concluir su “didáctica” explicación para lo que no estaba preparado.
Pero fue inevitable.
Al día siguiente, cuando todavía no me había levantado de la cama, entró Rosalía en mi cuarto y, con un evidente resentimiento y actitud de desprecio, se encaró conmigo.
–¿Por qué saliste corriendo ayer? ¿Es que eres mariquita? ¡No le vayas a contar a nadie lo que hicimos, porque si se lo dices a alguien te cojo y te tiro de cabeza al pozo! ¡Ya lo sabes! –me soltó con actitud desabrida y gesto de mal talante, lo que me daba a entender que su amenaza iba en serio...
Dicho esto, salió de la habitación con aires de estar muy ofendida.
Al día siguiente Rosalía le pidió permiso a la abuela Mónica para ir temporalmente a su casa, en Las Machorras. El chofer de la línea de autobús le había dado el mensaje de que su padre se encontraba muy enfermo.
La abuela inmediatamente mandó recado a un sobrino que vivía en Villasante, un tal Benito, con el que, por cierto, que yo recuerde, no había demasiada relación. Él poseía una camioneta con la carrocería de madera, de aquellas que llamaban “rubia”. En el mensaje le pedía que hiciera el favor de venir al Crucero para transportar a Rosalía hasta su casa, que era un asunto de gran urgencia.
No hubo problema: Benito llegó muy atildado y se llevó a Rosalía.
A los tres o cuatro días una señora, amiga o conocida de la abuela, pasó por casa, y habló con ella en un tono confidencial.
–Mira, Mónica, no sé cómo decirte esto, pero de alguna manera te lo tengo que decir. Así que escucha lo que me han venido a contar: Ayer por la mañana vieron la “rubia” de tu sobrino Benito detenida en Sotillos, a un lado de la carretera. El que la encontró se acercó pensando que Benito había sufrido algún percance, y tal vez requería su ayuda. Pero en la camioneta no había nadie. Miró por los alrededores y acabó viéndolo en el trigal. Estaba acostado sobre tu sirvienta. Lo que hacían, ya te lo puedes imaginar.
La abuela, loca de furia, mandó venir a Benito y le echó una colosal bronca. Yo nunca la había visto tan fuera de sí.
Después, le mandó sus pertenencias y un recado a Rosalía a Las Machorras, diciéndole que no se le ocurriera regresar al Crucero.
Y Rosalía no regresó nunca más.
Yo vi el cielo abierto…
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