El tema a discernir es comprobar si la causa del revoltillo de ideas y conceptos que circulaban por mi cabeza, procedía de la desastrosa educación que recibía, de las ideas falsas, de las normas y los mitos beatos, de las supersticiones y los miedos que me inculcaron a diferentes edades, pero que coincidían con los momentos que más hubiese necesitado una información constructiva y cabal tanto sobre el sexo, como sobre la religión, o las ideas, o el mundo y el comportamiento humano. Pero, ¿será mucho pedir tratándose de la España de Franco? A falta de una educación mínima, aún aceptando que hubiera podido estar basada en lo convencional, recibí una plagada de convencionalismos, falsedades, dogmas, amenazas divinas, y en la que no se le concedía la mínima importancia a la cultura, al conocimiento, a la ciencia ni a la filosofía, sino que todo se convertía en el freno de un concepto desorbitado del pecado y los castigos divinos que acarreaba, y donde privaba la amenaza continua de los infiernos y purgatorios, y el aborrecimiento —no el amor— de Dios, siempre dispuesto a castigar mi «desastrosa» personalidad con una espada de fuego blandida sobre mi cabeza. Una personalidad como la mía —ahora me la veo—, donde no cabía la hipocresía ni el fingimiento, sino la ingenua sinceridad y las divagaciones imaginativas propias de un niño inteligente. Así que en mi cabeza fue entrando una multitud de ideas opuestas, falsas y contradictorias y, lo peor: en ocasiones me las creía. Mientras mi padre vivía su vida en un exilio venturoso en México, yo había pasado a sustituirlo en las iras de la familia por el lado materno, que me convirtieron en víctima y causa de su deserción y del abandono que nos había infligido. «¡Este niño va a ser como su padre!» era una expresión que la escuchaba incontables veces a poco que me desviara de esos conceptos dogmáticos que eran la base del «sostén espiritual» de la familia.
Mis primeras nociones de sexo las recibí de una empleada doméstica que era ninfómana y semi-pederasta. Tendría yo unos nueve años. Rosalía, que así se llamaba la sirvienta, poseía cierta finura. Era bonita y dueña de unos ojos claros, ambarinos y muy puros. Estaba lejos de poseer el aspecto de la ruda campesina clásica, y sus modales refinados, algo extraños, no sincronizaban con los de una chica procedente de “Las Machorras”, un apartado lugar situado en la zona pasiega cercana a Espinosa de los Monteros y formada exclusivamente por caseríos aislados, muy distantes entre sí.
Un día, cuando nos encontrábamos Rosalía y yo sentados sobre la hierba en una explanada cercana a la casa de los abuelos, a unos cincuenta metros de nosotros, junto a la tapia del prado donde solían pastar las vacas, observamos que se estaba realizando un ejercicio de fertilización: un toro semental cubría a una vaca que se encontraba amarrada a la cerca. A cargo de la actividad se encontraba Alfonso, pasiego también, que cuidaba los animales domésticos de don Juan, el médico.
Rosalía me animó para acercarnos y presenciar el proceso de creación. Y yo, aún sabiendo que me estaba metiendo en terreno prohibido, accedí. Aquella escena encerraba unos aspectos excitantes, que me atraían. (Seguiré en el próximo blog)
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