lunes, 17 de marzo de 2014

Rosalía (1)
Mientras Rosalía y yo nos acercábamos al lugar donde se desarrollaba la fertilización de la vaca, Alfonso, el pastor, nos gritaba que nos alejáramos de allí, debido a que el toro se encontraba en todo su apogeo y ese no era un espectáculo para niños. 
Y Rosalía apretaba mi mano y me decía que no hacerle caso. 
Así que continuamos caminando hacia donde el semental mugía y ponía una insolente expresión de satisfacción ante el disfrute que le causaba la responsabilidad confiada por la Naturaleza. Alfonso, mientras, trataba de tapar la escena con su cuerpo, y le reprendía a Rosalía: 
–¡Pero qué marrana eres, muchacha! ¿Cómo se te ocurre traer al niño aquí? Como don Felipe y doña Mónica se enteren, te la vas a cargar.
–¡Qué va, hombre! ¡El niño es muy pequeño y ni cuenta se da! ¿Verdad Jacintín que tú no sabes lo que es éso? –me decía Rosalía cínicamente, mientras presionaba mi hombro.
Alfonso, en su esfuerzo por ocultar lo que ocurría al otro lado de la tapia, propuso que nos sentáramos.
–¡Vamos a sentarnos!
Pero yo continué de pie, mirando como hipnotizado, sin poder desviar mi atención de los esforzados vaivenes del toro, que le estaba entrando a la vaca por segunda vez.
–¿Qué miras tan atento, chaval? ¿Te gusta ver cómo juegan el toro y la vaca? –dijo Alfonso con un tono atiplado.
–¿Y a qué juegan? –pregunté, tratando de profundizar en el tema mientras fingía que no sabía nada de nada.
–Pues están jugando a eso, a saltar uno sobre el otro…
–¿Y cómo puede saltar la vaca estando amarrada?
No recuerdo cómo terminó aquella pueril explicación que intentaba darme el pasiego, pero sí quedó bien grabada en mi mente la actitud de Rosalía, que en aquel momento, disimuladamente, me daba con el codo, como queriendo llamar mi atención. Y advertí que hacía un círculo juntando las yemas de los dedos pulgar e índice de una mano, mientras metía y sacaba rítmicamente el dedo índice de la otra.
Comprendí lo que Rosalía quería darme a entender. Pero, queriendo conocer con certeza las diversas versiones que corrían de boca en boca en el mundo infantil, traté de profundizar en el asunto, y cuando regresábamos a casa, le pedí a Rosalía que me aclarase lo que había querido decir con aquel extraño gesto.
–Mira: no le vayas a decir a nadie que te lo he dicho yo: ni a tus hermanas, ni a tus primos, ni a Antoñito el hijo del médico, ni a tu mamá o a los abuelos. ¡A nadie! ¿Me has entendido? Yo solo quiero que sepas cómo son estas cosas para que no parezcas un niño tonto, de esos que no saben nada de la vida. Lo que estaban haciendo la vaca y el toro se llama joder, que quiere decir fabricar un ternero. Y así, de esa misma manera, se hacen los niños: jodiendo el hombre con la mujer. ¿Sabes lo que es joder?
–No…
–Pues ya eres bastante mayor como para saberlo.
–¿Es lo que dice la abuela que son cosas feas?
–¡No son cosas feas; son cosas bonitas! Ya te lo explicaré uno de estos días.
Poco después, una mañana que me se desperté muy temprano, bajé a la cocina para desayunar, y como no vi a nadie allí, traté de localizar a Rosalía. Así que entré en su dormitorio. Ella acababa de levantarse y se aseaba en el lavatorio que había detrás de la puerta de su cuarto. En un principio, se asustó y gritó. Pero al ver que era yo, se calmó enseguida y hasta mostró cierta complacencia. 
–¡Hola Jacintín! ¿Has venido a ver a tu chacha? –me dijo muy sonriente.
–¡No! ¡Es que quiero el desayuno! –contesté medio llorando.
–Bueno, hombre, no vayas a llorar por eso. Ahora mismo vamos los dos a la cocina y te lo preparo. Mientras acabo de vestirme, pórtate como un hombre hecho y derecho.
Me subió a su cama y me sentó en una esquina.
–¡Oye! –me dijo de pronto– ¿Todavía te interesa saber lo que hacen un hombre y una mujer cuando joden?
–Si… –dije con un hilito de voz mientras el corazón se me salía por la boca. 
–Pues mira…
Se alzó la saya, se bajó la braga y me mostró su dispositivo genital, mientras me miraba con una sonrisa entre perversa y lasciva.  
Me quedé pasmado y el corazón me latió a toda velocidad.
–Mira: al hombre, cuando ve esto, el pito se le pone muy tieso y gordo, y entonces le dan ganas de meterlo por aquí… Trae tu mano.
Cogió mi mano e introdujo mis dedos en su abertura vaginal.
Cuando yo sentí el líquido viscoso y caliente, no esperé. Desprendí mi mano de la de ella violentamente y algo en mi mente me impulsó a saltar de la cama y salir corriendo a toda velocidad, como alma que lleva el diablo. Salí de la casa y corrí por la carretera de Espinosa, hacia un encinar que había en una loma cercana. 
Me subí a un árbol y allí me quedé muy quieto. No me podía quitar de la cabeza la visión del pubis de Rosalía. Su aspecto negruzco y amenazante, misterioso, como de incitante madriguera, que me atraía y me repelía al mismo tiempo. También quedó fija en mi mente su expresión perversa, de loca, entre el deseo y la curiosidad. Y no me puedo explicar la razón de la zozobra que me produjo, pero sí vislumbré que desde ese momento mi vida cambiaría. Lo que más me preocupaba es que se enteraran mis abuelos, mi tía Aurita o mi mamá y decidieran que estaba haciendo todo lo posible por condenarme al infierno cuando me muriera… 

Tal vez fue aquel día y allí, en el cuarto de Rosalía, donde perdí la inocencia.

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