jueves, 29 de julio de 2010



Sobre A.


Ella debe de estar ahora en los 56 y será una bella mujer madura, qué duda cabe. Seguirá teniendo aquella misma sonrisa dulce y turbadora, casi imperceptible, construida sobre un cúmulo de elementos afectivos. Era una sonrisa que me suspendía en el tiempo y en el espacio, que despertaba todas las emociones que podía generar mi ser, y creaba tales maravillas en mi alma que la eclipsaba, la transportaba, la suspendía, porque había en ella una conjunción donde todo sonreía: sonreían sus ojos, sonreía su boca, sonreía su ser y su corazón. Y permitía que se manifestasen todas aquellas muestras de amor albergadas en su alma.

Sus ojos, ambarinos, a pesar de los años transcurridos, refulgirán como lo hacían entonces en el momento de librar sus turbaciones, de recurrir al uso de sus sentimientos, y a la exaltación de su corazón. Y, como entonces, algunas veces, se cubrirán de lágrimas y tal vez lo hagan ante la pesadumbre causada por su reproducción del pasado, de lo que pudo haber sido y no tuvo oportunidad de ser… ¿Llorará por mí? No sé, eso sería concederme demasiada importancia, sería como pensar que todavía vivo retenido en su corazón, que ella me recuerda aún con la emoción de entonces… Pero de lo que sí estoy seguro es de que me rememorará sin poder reprimir las lágrimas, y volverá a sentir la intensidad, la dulzura de aquella relación que sobrevivió corto tiempo, pero donde ambos dejamos correr nuestros sentimientos, y los dejamos manifestarse con intensidad plena —angustiosa, por la clandestinidad del hecho—. Era como un sentimiento que salía del alma, del corazón, de las entrañas y no podía llegar más lejos porque había llegado al punto máximo donde ya no había más trecho por recorrer; era el amor total, el amor aceptado sin vacilaciones ni recortes contradictorios, sin prejuicios ni regateos. Y sin impedimentos morales. Porque solo éramos nosotros en el mundo, ella y yo, y nos olvidamos de todo lo que existía en torno nuestro.

Aquello era amor y punto, era el amor en su más pleno significado.

¿Existirá un sentimiento más grande?

Yo, con este pasaje de mi vida, mantengo un sentimiento contradictorio: por un lado, es decir, por el lado mío más exigente, el moral, el responsable, lo lamento, lo lamento profundamente, lo sufro como una acción infame, imperdonable. Y sigo padeciendo —todavía hoy— el hecho de haber inferido una traición de tal calibre a Angelines, de haber sido la causa de tanto dolor y tanta desdicha en ella, cuando ella era mi único amor —intenso y bien estructurado—, y era mi amiga, mi compañera leal, mi paño de lágrimas, casi mi creadora. Pero, por otro, me regodeo, me envanezco, me satisfago, me siento como un ser especial por haber sido capaz de generar un sentimiento de tal hondura en otra mujer…

Y, además, es que un sentimiento como este no puede dejarse a un lado, así, sin más. Me esfuerzo, pero no lo logro. Aunque, me pregunto, ¿lo deseo de verdad?

Debo decir —y de ninguna manera pienso atrincherarme en ello—, que esta relación, cuando surgió, me pilló desprevenido. No era yo muy dado a las aventuras amorosas porque conmigo, junto a mí, lo tenía todo. Y hasta entonces, si bien me envanecían, había evitado sin gran esfuerzo las «posibilidades» que me salieron al paso. Angelines y yo fuimos novios durante cinco años y cuando nos casamos lo hicimos conscientes de la fortaleza de los lazos que nos unían.

Desde nuestro enlace se cumplían apenas diez años, y teníamos cinco hijos (el sexto llegó como consecuencia de nuestra reconciliación), y una felicidad bien estructurado. Nuestros hijos representaban el único y auténtico amor de nuestra vida. Lo eran todo para nosotros. Y ellos eran mi guía y el estímulo de todas mis aventuras profesionales. Y todo estuve a punto de destruirlo.

Pero tanto Angelines como A eran dos mujeres de corazón sensible, de sentimientos elevados, donde el perdón prevalecía, y eran dulces y amorosas.

Y todo llegó hasta ahí. La cordura se impuso, y el agua volvió a su cauce.

En favor de este hecho puedo asegurar que, a partir de entonces, los años subsiguientes fueron superiores a los primeros.

Y que a A no la volví a ver más… en los siguientes 30 años.