martes, 20 de julio de 2010


Impertinentes erecciones


Cuando cada domingo iba con mi madre a visitar a Adita y a Carmelina al colegio donde estaban internas, en Canillas, todo a mi alrededor me parecía mísero, maloliente y desagradable. Sentía intensamente el hedor de la pobreza; me estremecía ante la desdichada imagen que debíamos presentar mi madre y yo mientras caminábamos por aquellos polvorientos andurriales olvidados de Dios. Internamente, yo me sentía cada día más obcecado en mi propósito de culpar a mi padre del desastre que soportábamos.

Teníamos que coger dos tranvías: uno, desde Alonso Martínez hasta Diego de León; otro, desde Diego de León hasta La Prosperidad, un nombre muy acertado, si se considera que aquella era una de las zonas más paupérrimas de Madrid. Otras veces, en Diego de León tomábamos un autobús que iba por Ciudad Lineal hasta Cuatro Caminos, y nos apeábamos donde estaba situada la célebre sala de fiestas Villa Rosa. Desde allí, caminábamos aproximadamente tres kilómetros entre carreteras, senderos y vericuetos. Pasábamos por un barrio de casuchas, donde se podía sentir la mirada agresiva y renegada de sus moradores, aún más maltratados por la vida que nosotros. Allí, en aquel barrio paupérrimo, era donde malvivía la mayoría de los traperos encargados de recoger la basura doméstica en Madrid. Mezclados con ellos, había toda una serie de pequeños fabricantes de ladrillos, botijos y ollas de barro, que cocían y moldeaban allí mismo, entre el humo y la pestilencia, en unos hornos al aire libre o, si acaso, en un cobertizo de tablas y latones, utilizando como combustible la misma basura recogida por las casas, lo que producía un olor que a veces era insoportable. Es decir: quemaban todo aquello que quedaba una vez separado el vidrio, el trapo, el papel y cualquier otra partícula que fuera considerada apta para la venta, o comestible.

Pululaba por el lugar una legión de niños sucios, desnutridos, con los mocos asomando por la nariz, conviviendo con unas pocas gallinas medio desplumadas, y con famélicos burros, que estaban siempre cabizbajos, y que, no obstante la carencia de pastos, parecían estar resignados a su desgraciada suerte, y rebuznaban de cuando en cuando en un tono lamentable.

Junto a tan maloliente lugar, en una zona descampada situada a un lado del sendero, había una deteriorada, vieja y extraña construcción, con aspecto de todo menos de lo que era: una sala de fiestas o merendero rupestre, consistente en una casucha a la que había adosado una especie de patio exterior totalmente cubierto por una tupida parra aérea que daba sombra y medio ocultaba su interior. Bajo este pequeño vergel erigido en el submundo del desperdicio, había una minúscula pista de baile rodeada de unas cuantas mesas y sillas medio desvencijadas. Allí, los asistentes, consumían bocadillos de anchoas y bebían sangría avinagrada, mientras en la pista algunas parejas bailaban al son de “La Cumparsita” o del bolero lento de antonio Machín “Dos Gardenias”, que eran, según creo, los únicos discos disponibles, pues, invariablemente, cada vez que pasábamos por allí, sonaban la una o el otro.

Cuando nos encontrábamos a la altura de dicho merendero, yo me las arreglaba para separarme disimuladamente de mi madre y fisgonear lo que ocurría dentro del local. Me acercaba sigilosamente y, a través de la parra, observaba a las parejas: veía cómo algunas bailaban muy juntas, fundidos sus cuerpos, o refregándose con movimientos rítmicos y excitantes. Otras permanecían sentadas y, mientras con el gesto simulaban que toda su atención se centraba en los que bailaban, por debajo de las mesas, con grandes precauciones, eso sí, metían las manos en sus respectivas entrepiernas.

Pero, no me estaba permitido disfrutar del espectáculo por mucho tiempo. Enseguida aparecía mi madre:

—¡Jacinto, vamos, que llegamos tarde! ¡Deja de husmear por ahí! ¡Métete en la cabeza que éste no es un lugar apropiado para los niños! —me gritaba en un tono colérico.

Y yo, al ser pillado in fraganti, me limitaba a poner una risita de comadreja, y abandonaba de inmediato mis pesquisas eróticas, reemprendiendo el camino hacia el colegio de mis hermanas. Pero, durante un tramo, me veía obligado a caminar semiencorvado, intentando ocultar la impertinente erección, al tiempo que hacía el mayor esfuerzo para expulsar de mi mente las imágenes turbadoras que acababa de ver.

Era una maldición esto de las erecciones. A aquella edad puberal y desinformada que se vivía por entonces, yo las sufría con frecuencia y me llevaban a pasar por momentos de gran vergüenza. El sexo, entonces, era un tema tabú y vergonzoso, que ni por parte de los padres, ni en las escuelas, ni tan siquiera de los médicos o los curas procuraban la más elemental información. La falta de conocimientos, la sensación de que se trataba de algo no natural, obligaba a entrar en averiguaciones clandestinas o fantasiosas, o a prestar oido a los comentarios que hacían los chicos más mayores sobre el tema. La ignorancia, incluso, me llevaba a temer que aquellos encrespamientos repentinos —ocurridos a veces sin razón aparente—, pudieran significar que se estuviera contagiado por una enfermedad viciosa o que fuera a caer en ella.

Y si, por casualidad, mi madre lo advertía, con su actitud confirmaba mis dudas referentes a que lo que ocurría era algo fuera de lo normal, porque me recriminaba violentamente, y me llamaba cochino, sinvergüenza, pecador e indecente, además de apremiarme a que me confesara tan pronto como regresáramos a Madrid.

—Si te murieras ahora te irías derechito al infierno…

Y yo me cagaba de miedo.